18.12.08

Encuentro del 29-11-08

Para esta reunión habíamos pautado discutir el texto de Max Weber “La política como vocación”. Voy a puntear más o menos las cosas que fuimos rastreando en el texto conforme avanzaba la reunión.
La política, para Weber, se vincula eminentemente con el Estado, y por lo tanto su medio específico, aunque no por eso normal, es la violencia. El Estado es, precisamente, la institución que en un territorio específico logra monopolizar con éxito la violencia física legítima. La lucha política, como lucha por el poder del estado, es entonces la lucha por el monopolio de la fuerza, la lucha por el control exclusivo y excluyente de los medios de dominación violenta en una sociedad. La dominación estatal, sin embargo, no se ejerce por medios coercitivos puros: se trata de dominación legítima, acatada por quienes le están subordinados. El estado es la institución que logra no sólo monopolizar los medios materiales y el personal encargados de administrar la violencia en una sociedad, sino que además logra ese fin en condiciones tales que los súbditos acepten esa situación. Hacia el final del texto, como veremos más adelante, la relación intrínseca entre política y violencia pondrá de manifiesto algunas implicancias éticas importantes.
Esclarecido el significado de la política, nos centramos en la oposición entre estamento y empresa como clave para articular el texto. En una organización estamental, los cuadros administrativos poseen ellos mismos los medios de su trabajo. En el feudalismo, por ejemplo, los señores poseen por sí mismos las armas, la organización militar y los recursos y el personal de la organización. En la organización empresaria, en cambio, el funcionariado ha sido “separado” del control de sus medios de trabajo, que pasa a estar exclusivamente en manos de los jefes. Y esto se cumple indiferentemente en la empresa capitalista privada tanto como en el estado moderno. En un caso, el capitalista “expropió”, por medios violentos o puramente económicos, a los trabajadores artesanales que poseían sus propios recursos, y dispone entonces de ellos como obreros libres. En el otro caso, el príncipe o quien acumule el poder central del estado, expropió a la nobleza de los recursos de gobierno militares y administrativos, materiales y humanos, para concentrarlos en su persona. Lo importante para Weber no es, en este caso, la relación entre lo privado/empresarial y lo público/estatal. Por el contrario, él resalta la unidad de las esferas estatal y privada: ambas operan bajo la misma lógica, la lógica de la empresa, que conlleva la separación entre funcionarios y propietarios/jefes.
Esa unidad de lo privado y lo público en cuanto a su lógica de funcionamiento da cuenta de un elemento histórico-universal en el pensamiento weberiano. La constitución del funcionariado profesional especializado no es, para él, un fenómeno local ni privativo de una esfera de actividad social frente a otras. Se trata, por el contrario, del sentido del desarrollo histórico, o al menos del desarrollo histórico occidental. La historia de occidente, para Weber, se mueve en el sentido de una creciente racionalización de la actividad humana. La racionalización es entendida como adecuación cada vez más eficaz de los medios a los fines, como un incremento de los poderes de previsión calculadora que los hombres tienen sobre su vida. Para poder calcular racionalmente el desempeño de los actores es preciso que éstos no controlen ya su propia actividad, sujetándose en todo a directivas superimpuestas bajo las que ellos mismos se constituyen en meros medios. El funcionario puede realizar la racionalidad porque opera una negación de sí, una puesta en suspenso de sus deseos e inquietudes, reduciéndose a un “aparato” de previsión y control continuamente perfectible. Esto no era posible para el artesano premoderno, que no separaba su actividad “profesional” de la economía doméstica que le garantizaba el sustento (lo mismo que el noble no separaba su actividad administrativa de sus intereses en la lucha política). Ahora que el funcionario separa sus intereses propios de su trabajo como funcionario, puede verse a sí mismo, y ser visto por sus directivos, como un instrumento, cuyo sentido vital le va en el correcto desempeño y el mejoramiento de su rol especializado. Así, puede racionalizarse instrumentalmente sin límites la actividad (económico-privada, público-estatal).
Este desarrollo de la racionalidad a partir de la separación entre el funcionario y los medios de su trabajo es para Weber el sentido del proceso histórico. Por lo tanto, es un desarrollo necesario y universal, en tanto tendencia de conjunto de la historia de occidente, exigida por el desarrollo técnico (en particular de la técnica jurídica y la bélica). Ahora bien, esta tendencia, por sí sola, si bien es inevitable, encierra el peligro del completo desencantamiento del mundo. La maquinaria racional que el hombre levanta, que de suyo sólo provee al mejoramiento de los medios de la actividad, no garantiza nada en cuanto a sus fines. Como finalidad hipostatizada, absolutizada, del desarrollo histórico, la racionalización se vuelve una “jaula de hierro” para el hombre al que debería servir. Los medios, en otras palabras, se vuelven fines en sí mismo, vaciándose de sentido el conjunto de la vida de occidente.
El desarrollo de la racionalización, insistimos, es una tendencia histórico-universal no evitable. Ahora bien, ¿puede refrenarse el peligro de desencantamiento del mundo que conlleva? Weber parece sugerir, aunque con vacilaciones, que sí. Acá distingue tres tipos de legitimidad que el estado puede tener. Primero, está la legitimidad tradicional, que tiene que ver con el respeto por lo heredado por el solo hecho de que es heredado: se continúa lo anterior por devoción al pasado. En segundo lugar, aparece la legitimidad legal-racional. En este caso, se acata a la autoridad por respeto al sistema formal de reglas que la sustenta. Este tipo de legitimidad corresponde al desarrollo de la racionalidad y es el principal en la sujeción del funcionariado. Finalmente, la legitimidad carismática es la que se basa en el atractivo personal del conductor político. Las masas no siguen a este conductor por respeto a una ley que lo sostenga, ni por adhesión al programa político que defienda, sino porque creen en su persona. El carisma puede, para Weber, hacer de contrafuerza al despliegue desencantado de la racionalidad. Poniendo un líder carismático en la cima del aparato burocrático estatal, Weber cree posible volver a dotar de sentido a la vida de los hombres. Esto introduce en su obra una distinción entre la política como carisma irracional y la mera administración como actividad racional vacía. Si la segunda se coloca al servicio de la primera, parece sugerir Weber, puede restituirse la política (sería largo reponer los motivos, pero muchos de nosotros estamos abiertamente en contra de esta “salida” que deja intactos el aparato burocrático y su racionalidad enajenada, adosándoles simplemente unos fines irracionales por arriba).
Habida cuenta de su cautelosa simpatía por la figura del caudillo político, Weber defiende una concepción trágica de la política. Según él, la política consiste en “servir a dioses” (a valoraciones, a posiciones éticas) entre las que debemos elegir, sin que un fundamento último oriente esa elección. Weber opone dos éticas básicas: la de la convicción y la de la responsabilidad. Una ética de la convicción se rige por principios absolutos, sin “negociarlos” con la realidad y sin calcular las consecuencias mediatas de la acción. Una ética de la responsabilidad, en cambio, se hace cargo de las acciones que se adopten en su contexto, juzgándolas según sus efectos mediatos e inmediatos. Para Weber, estas éticas son incompatibles, y pueden vincularse sólo en la medida en que se apliquen a esferas separadas. Así, la ética de la convicción tiene su ámbito fundamental de validez en el plano religioso, mientras que para la política Weber parece otorgar primacía a la ética de la responsabilidad. Actuar políticamente conforme principios sin medir las consecuencias es, para Weber, no estar a la altura de las circunstancias. Admite, sin embargo, matices en estas oposiciones, por ejemplo, reconoce que es razonable abandonar la actividad política cuando ésta nos exige sacrificar nuestros principios de modo escandaloso. Las articulaciones entre responsabilidad y convicción son posibles, pero el trasfondo trágico, la ausencia de fundamentos para elegir entre orientaciones éticas, es insoslayable.