22.6.09

Encuentro del 06-06-09

Por Facu

Este informe es excesivamente largo. Pido disculpas por ello. Como saben, no sólo me obsesiona Adorno, sino que estoy inmerso en varios proyectos de escritura y estudio sobre su pensamiento. Entonces me cebé y escribí bocha, además de meter cosas que ya tenía escritas. Si al grupo no le molesta, me gustaría usar partes de este informe como insumo para varias escrituras en preparación.
Para que no tengan que leer todo: este informe tiene 3 partes, de las cuales sólo la última constituye el informe de la reunión propiamente dicho: 1) una breve presentación del pensamiento de la Escuela de Frankfurt o “teoría crítica”; 2) una breve caracterización del concepto de “totalidad antagonista”, concepto muy útil, sino indispensable, para comprender el pensamiento de Adorno; 3) un recuento de los ítems principales de nuestro encuentro del capítulo que discutimos. De modo que esto va presentado en orden de pertinencia inverso para con nuestras discusiones, (siendo la sección 3) la más ligada a la reunión y la 1) la más distante). El orden de la exposición obedece, en cambio, a lo que juzgo la “más fácil” comprensión de Adorno. Unos cuantos párrafos de la sección 3) no son “producción original” sino copy-paste de la monografía que le mandé a Ralph. Espero no les moleste, pasa que los temas son casi los mismos de la reunión y con todo lo que escribí no me daba para reformularlo. Pueden leer directamente la sección 3) para ahorrarse algo de tiempo.

1) La teoría crítica y el concepto de materialismo. La expresión “crítica” se emplea en principio en un heterodoxo sentido post-kantiano: se trata de una crítica de la razón, elucidación de sus condiciones de posibilidad. El giro materialista, empero, modifica el énfasis de la pregunta, pasando de la interrogación por las posibilidades puras del conocimiento (la pregunta negativa por el límite de lo cognoscible) a la interrogación por las condiciones fácticas, objetivas y actuales del conocimiento (la pregunta positiva por la racionalidad efectiva). Adorno dijo que hay que “hacerle revoluciones a la revolución copernicana”, esto es, re-situar la interioridad pura de la conciencia en la inmanencia de la objetividad histórico e incluso natural. La reflexión de la razón pura sobre sí misma permitía al idealismo trascendental fijar los límites del conocimiento posible. La teoría crítica propone una “segunda reflexión” de la razón, que vuelve sobre sus propias condiciones de despliegue, entendidas ahora como condiciones materiales. “Material” es una expresión fructífera por su ambigüedad: denota lo social, histórico y natural, y al mismo tiempo, más “epistémico-filosóficamente” lo objetivo, sensorial, ligado al contenido. El materialismo es literalmente la filosofía de la primacía del objeto, que no tolera la separación formalista de la razón con respecto a sus contenidos sensoriales, objetivos. Si la razón es la forma pensante en que la empiria es apresada y esa empiria misma, el objeto, la materia dispuesta a la ordenación racional, el materialista es el que se niega a separar una y otra. Recusa, entonces, la universal abstracción del concepto mismo de razón pura. No hay, para la teoría crítica, una invariable forma racional pensante impuesta desde fuera a una materia objetiva pasiva, pensada. El materialismo tiende a la unidad de la forma y el contenido, lo que implica que el principio ordenador de la experiencia, la razón, debe reconducirse críticamente a la experiencia misma. La razón, para la teoría crítica, carece de autonomía pura, no subsiste en sí por la invaginación de un reducto trascendental que ya no sería mundano, sino que se ve transida en sí por lo que parecía ser su otro: el objeto, el contenido, la experiencia.
En este punto la teoría crítica se acerca a Hegel. Las condiciones de posibilidad de la razón coinciden con el despliegue objetivo e la experiencia. Luego, el sujeto es su propia experiencia o se constituye en ella. Para la Escuela de Frankfurt, el hombre deviene sujeto de conocimiento en el interior de la praxis y llega a vincularse intelectualmente con el mundo y los otros en la medida en que lo hace práctica y materialmente. Si la dialéctica es la “fluidificación” de la relación de oposición entre el sujeto y el objeto del conocimiento, la teoría crítica es dialéctica porque lee el despliegue de la razón como un desarrollo objetivo, empírico. La objetividad histórica constituye, de este modo, una genuina “fenomenología del espíritu”, un devenir en la historia de la racionalidad. La subjetividad no está preordenada a la “materialidad” de las relaciones sociales, sino que se constituye en su seno. Son las relaciones efectivas que los hombres y mujeres mantienen entre sí y con la naturaleza lo que “produce” al sujeto. Hay que articular, pues, los conceptos de materialismo, crítica y dialéctica. Estos conceptos refieren a la construcción del sujeto en la inmanencia de la sociabilidad o, lo que es lo mismo, al despliegue histórico-objetivo de la razón.
Ahora bien, el motivo teórico-epistémico de la unidad de razón y realidad histórica está unido, en cierta lectura de la tradición hegeliano-marxista, con la idea de un “sujeto-objeto idéntico” de la historia (como aparece en Lukács o, con otra terminología, en Hegel). Se pone de relieve, entonces, la idea de especulación como reducción o reconducción al sujeto de toda objetividad. La dialéctica tiende al saber absoluto, bajo cuya luz se torna todo objeto en un producto de la actividad autónoma del sujeto. Impera entonces una lógica de la apropiación total, por la que lo heterogéneo en el objeto es asimilado al fin como subjetividad vuelta en su otro. El movimiento dialéctico en la filosofía del idealismo especulativo y sus apropiaciones marxistas (insisto, como la del joven Lukács) describe el proceso por el que el sujeto sale de sí o se enajena de sí para, a la postre, volver sobre sí mismo. La especulación (relación especular de identidad entre sujeto y objeto) es entonces el sentido de la dialéctica, que redunda en propiedad total del sujeto, a cuya potencia auto-productora se reduce el objeto.
La teoría crítica, al menos en el caso de Adorno, nunca se propuso ir tan lejos como para elevar la unidad de razón y realidad a absoluto. Adorno critica a Kant el formalismo que separa la empiria de una razón pura, vacía e interior a la conciencia, pero critica igualmente la pretensión hegeliana de al fin construir especulativamente la empiria sobre la base de una racionalidad hipostasiada en absoluta hasta la consunción de lo heterogéneo en el objeto. El “materialismo crítico” de Adorno es un esfuerzo radical y consecuente por irrumpir en esa lógica de la identidad total. El problema humano, para Adorno, no es el aparecer-como-otro de un sujeto que no llega a poseer el todo, sino el de abrazar hasta el fondo la no-identidad de sujeto y objeto. La teoría crítica rechaza tanto el formalismo de la crítica kantiana, que separa sujeto y objeto, como la especulación de la formulación hegeliana, que reúne sujeto y objeto reduciendo éste a aquél. El materialismo de la teoría crítica se constituye en la simultánea subversión de las dos grandes formas del idealismo.
Que el sujeto se conforme de manera objetiva, en su propia experiencia histórica y social, no significa que produzca por sí mismo esa experiencia. Hay una diferencia entre impugnar el formalismo de la idea razón pura e hipostasiar la concreción total de la razón especulativa. Por eso la teoría crítica, cuando parece que, en su oposición al kantismo, va a volverse hegeliana, da un nuevo giro dialéctico que la libera de la especulación. Esto provoca una desproporción entre los términos de la dialéctica. Por un lado, el sujeto se constituye objetivamente. La “segunda reflexión” de la razón sobre sí misma se instala en la inmanencia histórico-natural del acaecer social. El sujeto no es lo radicalmente otro de la objetividad, no se enfrenta al ser objetivo como portador trascendental de sus condiciones de posibilidad, sino que se ve constituido (más bien pasivamente) en la vida objetiva . Pero, a su vez, por mucho que el sujeto sea a su vez objetivo, intra-histórico (y natural) y se conforme en su propia experiencia, no puede calar en ella hasta el punto de constituirla por completo. Acá vuelve un elemento kantiano: no hay conocimiento sin una relación pasiva con algo del orden de la experiencia que es, sino exterior, sí heterogéneo, irreductible al sujeto. El sujeto se constituye objetivamente sin que el objeto pueda reducirse a la subjetividad. Por eso la teoría crítica no es ni del todo “crítica” ni del todo “dialéctica”, o se apropió de los conceptos idealistas de crítica y dialéctica hasta subvertirlos para sus propios propósitos materialistas.

2) La totalidad antagonista. Dialéctica Negativa es un largo ensayo sobre las derivas de la totalidad. Como es usual en Adorno, “las superaciones son peores que lo superado”. Hay una dialéctica de la totalidad. Pero dialéctica no significa aquí el despliegue inmanente y ascendente de una identidad originaria que se enriquece mediante sucesivos desgarramientos, sino la mutua resonancia entre dos conceptos contrapuestos tales que cada uno conduce a su otro en su radical oposición. Las construcciones dialécticas adornianas proceden por oposiciones tensas, donde cada polo de la oposición se reconcentra en sí, se radicaliza en sí, y de ese modo se mueve hacia su otro, con el que se muestra como idéntico. Así, la totalidad, como primado de lo idéntico que reduce toda diferencia, se revela en Dialéctica Negativa como lo mismo que la contradicción, o sea, como la imposibilidad de toda identidad o coincidencia. La identidad total es lo mismo que la contradicción total. La identidad no se consuma nunca, sino que está desgarrada por su propia estructura interna, por lo que su pura afirmación equivale a su perpetuo desgarramiento. Lo heterogéneo se impone, entonces, pero en la forma dolorosa de contradicción total.
Ahora bien, ¿a qué se refiere Adorno con el concepto de “identidad” y de dónde viene el adjetivo “total”? La idea de “identidad” tiene al menos tres sentidos. En primer lugar, denota el concepto como función sintética que posibilita la aprehensión unitaria de lo diverso. En segundo lugar, la identidad se refiere al sujeto pensante como aquél que pone y porta la unidad conceptual. En tercer lugar, la identidad se refiere a lo universal social, bajo cuyo influjo se conforma el sujeto. Como explicamos arriba, los sujetos no preexisten su ser social, sino que se constituyen en su seno. Por lo tanto, la universalidad social, las relaciones sociales objetivas (como unidad de la multiplicidad de la coexistencia humana) condicionan la emergencia del sujeto pensante. La primacía de la identidad, contra la que milita la dialéctica (negativa) equivale a la reducción de la cosa a su concepto y de la naturaleza al sujeto. El sujeto que, mediante el conocimiento, pretende ordenar y controlar de conjunto a la naturaleza, opera como principio de identidad. Pone orden entre las cosas porque las somete a la unidad de sus propias categorías conceptuales. El sujeto, para Adorno, se eleva bajo el sistema a dueño de lo real porque se coloca como dador de unidad y orden sobre ello. La cosa, sin embargo, no coincide jamás con su concepto: el pensamiento de algo no puede agotar la riqueza de su determinación singular. La pretensión de poseer lo real en una unidad pensante, no se realiza jamás, y produce un movimiento de contradicción perpetua e inagotable.
El blanco de la crítica de Dialéctica Negativa es el “sistema del idealismo”: El sistema (trascendental o absoluto) supone la subordinación de la multiplicidad de la experiencia a la unidad puesta por el sujeto, que se eleva entonces fundamento . El sistema filosófico pretende que la riqueza de la experiencia se subsuman al fin en un principio de identidad que se les contrapone. Atender a la naturaleza dual del sistema permite comprender la idea de “totalidad antagonista”. El sistema es contradicción y afinidad. Es afinidad porque supone la identidad de lo mismo con lo mismo, en la medida en que concibe la heterogeneidad sensible como a priori asimilable con la subjetividad. Es contradicción porque, al subsumir esa heterogeneidad bajo un principio idéntico, se contrapone a ella. Adorno dice que lo que no tolera lo particular se denuncia a sí mismo como opresor particular. El sujeto, principio del sistema, quiere que todo lo diverso se someta a él. Así, el sujeto es “furia” y el sistema “vientre hecho espíritu”. La filosofía sistemática, que quiere dar cuenta de todo en términos de sus abstractos conceptos, está acompañada del “celo paranoico de no tolerar otra cosa que a sí misma” (Dialéctica Negativa, pág. 26).
La identidad total es, entonces, la pretensión del sujeto de poseer el todo o de reducir a sus propias fuerzas el conjunto de lo que le es diverso. Por eso mismo, el sujeto es violencia infinita, contradicción infinita: en lugar de acoger a su otro y coexistir con ello, se lanza a la carrera por conquistarlo. La duplicidad del sistema es la antinomia interna de su fundamento, que se quiere principio de todo lo real y, por ello mismo, se contrapone a todo lo real al violentarlo para someterlo a su propio molde. El sujeto que se quiere dueño de lo diverso lo violenta todo. Por ello mismo, se vuelve contradicción total. La identidad total es el aplanamiento perpetuo de lo diverso, que nunca puede consumarse porque su constitución interna es antagónica. La totalidad, la aspiración a que lo diverso se subsuma en unidad, es por ello totalidad antagonista, contradicción total. El primado del sujeto es la contradicción total.
De lo anterior se sigue otra antinomia, la de totalidad e infinitud. Porque es total, el sistema debe ser cerrado, sin tolerar nada fuera de sí. Por ello, el sistema es estático: permanece en sí, sometido al inflexible retorno de lo mismo sobre lo mismo. Sin embargo, la naturaleza del sistema es a la vez dual. Como dijimos, al pretender reducir todo lo diverso a su propia unidad, se coloca en contradicción infinita con ello. En su furia infinita contra lo diverso, el sistema es un movimiento constantemente renovado de apertura y subsunción de lo otro. “[El sistema] tiende a negar la idea de límite, y como teoría de esta idea se asegura de que siempre quede algo fuera, en este sentido tiende también a desmentir su propio producto” (Dialéctica Negativa, pág. 31).
Con esta explicación debería quedar claro por qué Adorno se opone tajantemente a las formulaciones especulativas de la dialéctica, como la del joven Lukács o la del propio Hegel. La especulación, la identidad de sujeto y objeto, es la forma máxima de sometimiento al sistema. Querer que todo lo diverso se identifique con la subjetividad es legitimar la violencia infinita con que ésta se contrapone a la naturaleza. La identidad total, el aplanamiento de las diferencias a manos del principio sintético del sujeto, es el dominio total.

3) La contradicción entre universal y particular. Las categorías adornianas son a la vez epistemológicas y sociales. Puesto que la razón carece de interioridad pura y se realiza en la objetividad del mundo social e histórico, no tiene sentido separar el conocimiento y sus categorías de la práctica viva de los hombres y mujeres que conocen. Así, todas las antinomias del sistema, que, como las desarrollamos arriba (siguiendo la “Introducción” a Dialéctica Negativa) parecen operar en el plano del conocimiento, en la relación entre el sujeto y el mundo, son a su vez antinomias reales, sociales, históricas. El sujeto se relaciona con el mundo bajo los modos en que la estructura objetiva de su existencia con otros le permite hacerlo, porque es en el seno de esa existencia que el sujeto se conforma y conserva. Las antinomias de la razón derivan de las pretensiones totalistas y violentas de una subjetividad dominadora. Pero esa subjetividad dominadora no está dada a priori, sino que es resultado de un proceso histórico. El capítulo sobre el que estamos trabajando apunta a dar cuenta de ese proceso. De ahí su aire sociológico o de filosofía de la historia, que revela que en la Escuela de Frankfurt no existe “división del trabajo” filosófica: no hay epistemología por un lado, ética por el otro, etc., sino que todos los aspectos del filosofar se comunican.
La antinomia histórico-objetiva que estructura nuestro capítulo se correlaciona con la antinomia de totalidad y contradicción explicada arriba. Así como el sistema pretende reducir lo diverso a su propia unidad, violentándolo sin miramientos y elevándose en sí a contradicción total, del mismo modo la realidad histórica se debate en el antagonismo entre universal y particular. La totalidad aquí se vincula con el tercer concepto de identidad referido arriba: identidad como la universalidad social contrapuesta a los sujetos. El problema del capítulo es, entonces, la reducción de la diferencia a la identidad como un proceso de subordinación de los cuerpos singulares a la forma enajenada de su interacción social.
Clarifiquemos un poco el sentido de los términos . La relación entre universal y particular se refiere al modo de existencia social de las mujeres y los hombres, o sea, al modo como las personas se vinculan con la vida social. Lo universal se refiere a lo social “de conjunto”, no como abstracción conceptual sino como materialidad relacional concreta, relativamente objetiva frente a los sujetos (porque se enfrenta a cada uno como su otro). Lo particular son los individuos, que existen en y a través de esas relaciones. El concepto de lo particular es ambiguo en Adorno: se refiere tanto a los cuerpos singulares en tanto naturaleza sometida a la mediación de las relaciones sociales, como a los sujetos individuados, que, como seres pensantes y autoconcientes, interiorizan la universalidad social. El particular es a la vez el cuerpo heterogéneo a la universalidad, que resiste (como momento de inmediatez natural) la mediación social, y lo conformado en sí por la inscripción en ese orden de la mediación social, el sujeto pensante (podríamos decir, extrapolando un poco, que la relación entre universal y particular es la forma que asume en un momento histórico la relación entre cuerpos y sujetos). El sujeto no es sólo coaccionado o reprimido por su existencia social, sino que su ser social lo constituye interiormente (por eso lo social es la “casa” del sujeto).
Si embargo, lo universal y lo particular asumen históricamente una relación antagónica. Esto significa que los hombres llegan a vivir en común de un modo que niega su existencia singular. La vida social aparece entonces como algo excluyente, trascendente, frente a los sujetos singulares que media.
¿Por qué hablar de “espíritu universal” o “espíritu objetivo” y no simplemente de “historia”? El espíritu no es sino la historia enajenada y por ende sólo es conceptualizable como contradicción. Por un lado, la historia carece de subjetividad, no despliega una unidad intrínseca superior a las particularidades: “la historia carece de un sujeto universal (…) El substrato de la historia es el complejo funcional de los sujetos particulares reales: «la Historia no hace nada»” . El movimiento de la historia no puede equipararse al de un individuo de grado superior que se desarrollaría a sí mismo y para el que los sujetos particulares no serían más que instrumentos o medios. Así lo quiso Hegel, para quien “las necesidades, el impulso, la pasión, el interés particular, como también la opinión y la representación subjetiva (…) son los instrumentos y medios del espíritu universal” . Sin embargo, tampoco puede pensarse la historia como un simple conglomerado de particularidades abstractas o “sueltas”. La historia es, en cambio, el complejo funcional de los sujetos individuales. No se levanta por encima de ellos, pero tampoco es su mera sumatoria. La historia es lo que se construye entre individuos, en las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza. No es una sustancia, no tiene su principio en sí ni se asemeja a un individuo omniabarcador, pero tampoco es un agregado de entidades aisladas, sino una constelación de singularidades vinculadas y movilizadas.
A pesar de todo, la historia parece sustancial. Y no se trata de una mera ilusión de la representación, sino de un proceso histórico. Los sujetos individuales se relacionan entre sí de tal modo que la historia se separa de ellos, llegando a portar como unos designios propios. La historia se enajena a los sujetos, se autonomiza, y así se constituye en espíritu universal. “El espíritu universal se convierte en algo autónomo, primero con respecto a las acciones singulares de que constan tanto el conjunto del movimiento real de la sociedad como las llamadas evoluciones espirituales, y segundo con respecto a los sujetos vivos que realizan esas acciones. En cuanto está por encima de todos y se realiza a través de ellos, es de antemano antagónico” (DN, 274). Lo universal objetivo, el todo social, no es más que los individuos relacionados y se realiza sólo a través de sus acciones particulares. Sin embargo se abstrae de ellos asumiendo una enseidad propia. La sociedad se autonomiza frente a los sujetos, que se ven separados del complejo funcional de acciones particulares que componen. El espíritu objetivo es una unidad antagónica porque adquiere su identidad autárquica al negar las vidas singulares mediante las que se realiza.
Adorno conjuga la idea hegeliana de la historia como un proceso objetivo que se da a espaldas de los sujetos con la teoría marxista del valor como un producto de relaciones históricas cosificadas. Los individuos, en el mundo enajenado de la acumulación capitalista, padecen la historia que producen como algo ajeno. La sociedad se realiza como una totalidad compacta e impenetrable precisamente a través de las acciones inconexas de los individuos. Cuanto más vela cada uno por sí mismo, más contribuye con el imperio del todo. La objetividad social, el espíritu, deviene al mismo tiempo algo abstracto y totalizador, separado y abarcador. Esa contradicción la vuelve totalidad antagonista. Para conquistar su enseidad autárquica el espíritu se separa de los individuos que lo componen, elevándose como una entidad separada. Pero, al mismo tiempo, tiene que atender a sus propias pretensiones de totalidad frente a esos individuos. De lo contrario, se limitaría a sí mismo, dejando de ser lo absoluto en la historia. Dice Hegel al respecto: “no se puede considerar lo universal, que la historia universal filosófica tiene por objeto, como una parte, por importante que sea, junto a la cual existirían otras; sino que lo universal es lo infinitamente concreto” . El espíritu universal, entonces, es el todo, abarca a todos los particulares, pero a su vez es lo más separado frente a ellos, pues les es indiferente y hasta hostil. Para conservar su plena identidad consigo lo universal tiene que ignorar a los particulares que lo componen en tanto universal. Su estructura es el antagonismo: debe abarcar todo lo que le sea heterogéneo, para ser total, pero a su vez debe separarse de todo lo heterogéneo, para permanecer idéntico a sí mismo. Lo universal se reduce entonces a la repetición de la violencia sobre los particulares. Al permanecer inmune a lo no-idéntico y abarcarlo se relaciona con ello bajo la lógica de la conquista y la reducción. El espíritu universal es una unidad negativa: “su abstracción constitutiva le aleja de los intereses individuales, por más que a la vez se componga de éstos” (DN; 281). Lo único que perdura en la repetición ciega de la totalidad autonomizada es la contradicción. El todo no es más que la negación universal, el aplastamiento infinito de los particulares. La lógica de la totalidad es la reducción de la diferencia a la identidad: lo heterogéneo y particular es abarcado en un todo abstracto que lo violenta sometiéndolo a la homogeneidad de lo intercambiable. El espíritu universal es la totalidad de la contradicción.
La contradicción inmanente a la totalidad espiritual es análoga a la antinomia de los sistemas idealistas: “La intranquilidad del ad infinitum hace saltar el sistema, cerrado en sí mismo a pesar de que sólo la infinitud lo hace posible; esta es la razón de que la antinomia de totalidad e infinitud sea esencial al Idealismo. Imita una antinomia central de la sociedad burguesa” (DN, 30). Como expliqué arriba, el sistema se erige sobre el principio formal de la ratio pura, a partir del que quiere construir la empiria. Como sistema, pretende abarcar el todo, eliminando toda diferencia exterior. Debe ser el sistema de todo lo real, el principio de todo fenómeno. Pero, para sostener la pureza de su principio, el sistema debe inmunizarse como absolutamente limitado, estático y cerrado en sí ante lo fenoménico que quiere abarcar. Su contradicción interna, su ser total y limitado, lo vuelve a la vez estático, cerrado, y dinámico, abierto, infinito. Esta misma contradicción se da en el corazón del proceso social capitalista. La totalidad alienada se reproduce mediante acciones individuales dispares. Como totalidad abarca esas acciones. Como alienación se sustrae a ellas. La totalidad es el antagonismo puro.
Lo anterior basta para desmentir toda pretensión paranoide de inclusión total. Lo universal se particulariza al enajenarse a los particulares. Se traiciona a sí mismo volviéndose separado, abstracto: “Lo que no aguanta a lo particular, se delata ipso facto como opresor particular” (DN, 287). La totalidad del espíritu universal es unidad antagónica en sí, lo que significa que su unidad es la misma cosa que su escisión. La totalidad es la contradicción total, la violencia sufrida por todos los particulares que desmiente al todo en su propio campo. La identidad absoluta es la contradicción absoluta: atravesada por la oposición entre su propia abstracción y sus pretensiones totales, se limita a sí misma al querer el todo. Así, lo único que logra es someter lo particular, sin que se levante sobre esa base una reintegración conciliadora.
Bajo la lógica de la totalidad antagonista los intereses particulares se oponen insalvablemente al todo, que al incluirlos sin embargo los domina. El todo es un “resumen abstracto” de los individuos, que se relaciona con ellos bajo una simultánea inclusión-exclusión. Luego, los intereses particulares y el todo se oponen insalvablemente bajo su identidad en el derecho burgués. Hay, en fin, una unidad de totalidad y contradicción desde el punto de vista de lo universal. Es preciso, entonces, pasar al otro lado de la dialéctica e intentar pensar la contradicción total tal y como se manifiesta en el particular. Como veremos, el individuo no sólo es aplastado por el espíritu objetivo, sino que lleva en sí su sometimiento y lo reproduce. Si la totalidad produce discontinuidad total, es preciso mostrar cómo se realiza mediante lo que le es heterogéneo.
Existen tres razones por las que el individuo no sólo se opone al espíritu universal, sino que además colabora con él o se vuele uno con la totalidad que lo oprime. Primero, cuanto más se obstina en su individualidad, creyendo que vive inmediatamente consigo mismo, más poder otorga al todo que lo oprime. La sociedad burguesa se reproduce como objetividad pre-individual alienada gracias a la espontaneidad de los individuos. No sólo los aplasta, sino que pasa a través de ellos, se realiza con ellos, así como la Idea hegeliana tiene en las espontaneidades individuales los medios de su realización. “Lo que se realiza a través del individuo y de muchos, les pertenece a éstos y no les pertenece. (…) Su suma es su otro” (DN; 286). El capitalismo necesita de los productores libres. Si éstos no actuaran separadamente, velando cada uno por su propio interés egoísta con exclusión del de los demás, la acumulación, que los estafa a todos, sería imposible. La atomización, el obstinado cuidado de sí de cada uno, no se opone al primado antagónico de lo universal, sino que es su complemento. El modo antagónico e irreconciliado como el individuo se opone a toda universalidad es la contracara del antagonismo intrínseco de la universalidad cosificada. El individualismo no es, luego, una forma de conciencia crítica, sino una manifestación más de la totalidad.
En segundo lugar, el individuo continúa la opresión del espíritu en la forma del pensamiento. “Lo abstractamente universal del todo, que es lo que ejerce la presión, va hermanado con la universalidad del pensamiento, del espíritu” (DN, 286). El individuo se forma mediante su interacción con lo universal. No hay –como pretende el nominalismo- una preexistencia del particular frente al todo social, porque es la interacción humana lo que subjetiva al hombre. El hombre llega a ser sujeto de su propia actividad práctica e intelectual a través de su vida con otros, al habitar ese “entre” de la intersubjetividad social e histórica. El elemento del pensamiento, que dota al hombre de subjetividad e individualidad, es la interiorización de la universalidad social y por lo tanto coincide con ella. Como esa universalidad social permanece exterior a los individuos, oponiéndoseles como un poder ajeno, ellos mismos se subjetivan y piensan por contraposición consigo.
En este punto está implícita la dualidad interna de la individualidad mencionada antes. Por un lado, el individuo es el particular corpóreo que sufre en la carne la abstracción del espíritu universal. El individuo como cuerpo, como elemento de naturaleza singular e irreductible, es lo aplastado y ninguneado por lo universal. Pero, como sujeto pensante, el individuo continúa, interioriza y reproduce la espiritualidad coactiva. Como mostramos arriba, el principio del totalismo antagónico de los sistemas idealistas es la razón subjetiva. El sujeto, para el idealismo, fundamenta el todo en la repetición pura de su auto-percepción. El fundamento objetivo de esa razón totalizadora del sujeto es el espíritu universal, que coacciona al particular pero pasa a través suyo mediante el pensamiento, que liberado de su totalismo sería en cambio un instrumento crítico y emancipador. Hay una identidad opresiva de lo universal y lo particular por la que el principio de la racionalidad dominadora, con el que el sujeto se enfrenta señorialmente a la naturaleza, se objetiva en la historia como principio de la totalidad antagónica. Así, el sujeto, cuanto más se contrapone a la naturaleza y la explota, más violenta su propia corporalidad y naturalidad. Si la particularidad del individuo es su atadura a lo inmediato y natural, su cuerpo; entonces contra esa particularidad se eleva el espíritu universal, que sin embargo tiene su principal aliado en el propio individuo. Éste, como sujeto pensante, se lanza a conquistar el mundo heterogéneo, del que sin embargo forma parte.
Existe, también, una tercera forma de continuidad entre el espíritu universal y la individualidad coaccionada. Primero mostramos que el individuo es el correlato de la totalidad antagónica: al separarse tajantemente de lo otro, reproduce la contradicción de universal y particular, porque esa contradicción se realiza mediante la particularización. Luego mostramos que el elemento del pensamiento es la continuación en el interior del individuo de la opresión universal, elemento en el que la totalidad se hace razón y subjetividad. Ahora veremos que el individuo, además de correlato y continuador de la totalidad dominadora, es su análogo. La individualidad cerrada sobre sí misma copia, reproduce lo universal mediante el movimiento hacia la autoconservación.
La dinámica del espíritu objetivo consiste en la clausura en la repetición. Lo universal coactivo no tolera nada que aparezca ante ello como diverso. Sólo se mueve hacia la reducción de lo heterogéneo a su propia identidad, que sólo puede ser confirmada bajo la repetición de la contradicción. Violencia contra lo otro y repetición pura de sí mismo son, entonces, las dos caras del movimiento de la objetividad social. El individuo socializado, empecinado en autoconservarse violentamente, repite ese doble movimiento. El individuo que afirma su propia atomización busca hacer perdurar su delimitación hostil ante todo lo otro. Así se autoconserva, esto es, imita lo universal que, a su vez, lo oprime. Lo universal puede realizarse a través de las espontaneidades individuales porque éstas están preordenadas para repetirlo, para actuar cada una conforme la oposición irreconciliable hacia todo lo diferente, como la universalidad demanda.
Con todo esto comprendemos que la alienación, para Adorno, es la reducción de la diferencia a la identidad, o sea, la clausura del devenir histórico colectivo como algo exterior a lo singular y contrapuesto a ello. Si la historia como complejo funcional de los individuos relacionados no es necesariamente una unidad cerrada que se erige por sobre ellos, sí lo es la historia alienada como momento de universalidad que se separa de lo particular y lo oprime. Lo universal antagónico son las relaciones sociales autonomizadas frente a los sujetos, sobre las que éstos nada pueden y que entonces se repiten sobre su propia lógica autárquica. Lo universal alienado aparece como repetición ciega porque es inamovible, impenetrable e inalterable para los particulares. Al elevarse a sustancia autónoma por sobre las relaciones que lo componen, lo universal se cierra en sí como identidad total. Su autonomía (autarquía frente a su otro, frente a lo singular) es su cerrazón, su clausura en la propia identidad. Como, sin embargo, lo clausurado es lo universal de las existencias singulares, esa autarquía y esa cerrazón devienen violencia. Lo universal autonomizado, encerrado en sí y que obedece a su propio principio se realiza empero mediante los particulares, que entonces padecen una existencia superimpuesta. La identidad total de lo universal consigo mismo es el aplastamiento de toda diferencia. Lo heterogéneo, porque existe en común sujeto a la totalidad que se le opone como trascendente, vive en el modo de ser reducido por esa totalidad, enajenado, sometido. Bajo la identidad total, nada alcanza la identidad consigo, sino que todo padece violencia. El todo es, como venimos diciendo, contradicción total, antagonismo puro. La reducción de la diferencia a la identidad es el perpetuo movimiento de la totalidad cosificada que se realiza mediante unos individuos que le son indiferentes.
En términos más “empíricos” hay tres formas de la alienación: el derecho, el valor (de cambio) y el pueblo. El pueblo es la más fácil de entender. Sostener que existe un “espíritu del pueblo” es pensar el proceso histórico como realizado por una entidad supraindividual, que abarca a los individuos pero se rige por sus propios principios autónomos. Toda figura “sustantiva” de lo colectivo, que haga de lo común algo más que las relaciones entre individuos, es una figura de la alienación. El pueblo no existe, es una abstracción (real) que vela los conflictos y somete las diferencias bajo una unidad impostada, trascendente. El pueblo es la antinomia de la totalidad. Abarca a todo lo singular, pero no recogiendo su singularidad sino negándola en su propio ser autonomizado. El derecho y el valor de cambio, por su parte, son las formas de lo colectivo que se opone a lo singular. Los rige el principio de la abstracción, de la ley ajena que se impone igualmente para todo lo particular. El valor de cambio realiza la intercambiabilidad de lo diverso. Reduce la heterogeneidad de existencias singulares a la identidad abstracta del número. Al someter lo singular y cualitativo a la abstracción de lo equivalente, lo reduce todo a la identidad . El derecho, del mismo modo, constituye el marco abstracto de la vida social, bajo el cual los individuos separados se vinculan en forma egoísta. En lugar de producir lo común mediante las acciones singulares, la sociedad jurídica separa lo individual y lo colectivo. El mundo del derecho aparece como el orden y la unidad impuestos desde afuera a la diversidad social. Los individuos, entonces, se oponen a su ser común, que se les enfrenta como ajeno. Derecho, valor y pueblo son, pues, las tres formas en que lo universal se vuelve un coactivo “resumen abstracto” de lo particular.
La alienación es, en suma, la oposición entre el ser-común y el ser-otro. Hay alienación donde lo común se erige en negación de lo diverso, donde los particulares se ven sometidos al ser reunidos. Por eso la alienación concierne también al particular, que al obstinarse en sí mismo y oponerse a toda mediación que lo reúna con lo otro (otro natural y humano), alimenta la fuerza de lo universal que lo oprime. Universal y particular, separados y opuestos, se corresponden y correlacionan. Lo universal, cerrado en sí y autónomo, opera sin embargo como contradicción total, violentando a lo particular. Por eso, se revela a sí mismo como opresor particular. Al pretender poseer el todo bajo su propio signo puro, lo universal se opone a lo diverso y se niega al todo. Del mismo modo, lo particular, cerrado obstinadamente en sí, regenera la totalidad porque se instala en su lógica (por los tres motivos arriba señalados). En Adorno la dialéctica no conduce de suyo a una superación, sino que sirve para mostrar cómo los términos contrapuestos se correlacionan y cada uno, abstraído de su otro, conduce hacia él del peor modo posible.
La alternativa a la dialéctica negativa de la opresión, por lo explicado arriba, está contenida en la opresión misma. Si lo universal y lo particular, en su pura abstracción, se correlacionan, entonces existe en acto la posibilidad de que se reconcilien. Porque lo universal y lo particular no son realidades opuestas sino que se componen al vincularse es que se vislumbra una reconciliación. Reconciliación sería dejar de contraponer lo común a lo diverso o pensar lo común como lo que se gesta en la diferencia misma. No voy a ahondar en esto porque sería un delirio. Pero me parece el problema de la unidad de lo diverso sin someter a lo diverso es lo que venimos pensando desde distintas teorías (por citar algunas, la “comunidad sin comunidad” de Seba/Bataille, el conflictivismo irresoluble que desde Castoriadis yo quiero integrar en el marxismo, la idea deleuziana que retoma Juan de que las fuerzas diversas “llevan en sí su principio de organización”, y vaya uno a saber qué más).