22.9.09

Llamamos comunismo…, Amartillazos

Llamamos comunismo…*
Amartillazos

Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente.
- K. Marx y F. Engels.



El documento que aquí presentamos es un registro del trabajo crítico en relación a y desde el interior de cierta manera de hacer las cosas: horizontalidad, autonomía, anticapitalismo. Sabemos con Kant que la crítica es el análisis de los límites y la reflexión sobre ellos. Sólo que para Kant la crítica está siempre en estricta relación con el problema del conocimiento, no con el problema de la práctica. La crítica, en ese sentido, es un trabajo de despliegue, de toma de conciencia, de los límites que el conocimiento debe renunciar a franquear por tratarse de límites «independientes de la experiencia», límites universales y necesarios. Se trata de una crítica negativa en relación a lo que podemos conocer. En cambio, para nosotros la crítica toma otra forma: la de una crítica positiva en relación a lo que podemos hacer. Si la crítica negativa se pregunta qué podemos conocer al menos, la crítica positiva se pregunta qué más podemos hacer.
Dos horizontes problemáticos se abren hoy en nuestra praxis colectiva: el problema de la «centralización» política como manera de vincular cada espacio de trabajo con otros ámbitos más amplios de la vida social, sin que eso implique un ninguneo de la autonomía de esos espacios, y el problema de la «intervención específica» en la Carrera de Filosofía de la UBA, sin que eso implique un ninguneo de la heteronomía de esta instancia universitaria particular en el seno de la sociedad capitalista. En cuanto al problema de la centralización, consideramos que renunciar al partido como forma de organización política no nos exime de pensar la cuestión de la organización, ni nos fuerza a caer en un abstracto particularismo. Entendemos que la democracia directa es una forma de centralización. En este sentido, varios integrantes de Amartillazos constituimos y participamos en un espacio de información/coordinación de actividades autónomas afines que comienza a gestarse en el ámbito universitario y que nuclea a activistas de talleres de autoformación, bachilleratos populares, seminarios colectivos, revistas, grupos de investigación, experiencias colectivas de democratización de las instancias universitarias de gobierno, etc. Este espacio es llamado por algunos «nodo» (para expresar su carácter de intersección de trayectorias diversas), por otros «co-organización» (para expresar que se trata de una organización que se encuentra «al costado» de las otras organizaciones). Por otro lado, aspiramos a enfrentar las actividades específicas que realicemos en la carrera de Filosofía desde el ámbito de la revista Amartillazos, porque entendemos que una revista de intervención política, al tiempo que piensa los problemas de su presente, necesita enriquecer su trabajo teórico con la intervención directa en su entorno cotidiano. Renunciar a la generalidad abstracta del programa, creemos, no nos exime de articular la reflexión teórica con la práctica política directa.


Interioridad y exterioridad

Nuestra militancia política parte del supuesto de que la universidad no es una institución separada del conjunto de las relaciones sociales capitalistas, sino que, por el contrario, se inserta en ellas y cumple unas funciones específicas en su reproducción. Creemos, por lo tanto, que no hay que preguntar por la relación entre la universidad y las relaciones sociales de producción, sino por el lugar de la universidad en el seno de las relaciones sociales de producción. Expliquemos esto.
Existen dos razones por las que es conveniente comprender las instituciones desde el punto de vista de la totalidad, analizando el desarrollo «interno» de cada una como condicionado, en sí mismo, por sus relaciones con la «exterioridad» de lo social en su conjunto. A) La primera razón es la interdependencia estructural de los distintos aspectos de la actividad social: se trate de la articulación entre ramas de la producción, de la relación entre la educación y el trabajo, de la política y los negocios, cada ámbito de la práctica humana necesita, para reproducirse, de los resultados provenientes de otros ámbitos. Cada uno, por lo tanto, produce no sólo para sí mismo, sino también para los otros; o los productos de los distintos trabajos humanos deben intercambiarse entre sí para que la sociedad pueda subsistir. La producción material de la vida en el sentido más amplio es, pues, cooperativa. Una institución aislada, como la universidad, existe en función de lo que produce para el resto de la sociedad y de lo que el resto de la sociedad produce para ella. Esta interdependencia estructural es conocida y comprendida habitualmente: se suele debatir sobre lo que la universidad debe producir para algún o algunos otros ámbitos de la sociedad. A veces se demanda que la universidad produzca para abastecer de mano de obra calificada al mercado, a veces se demanda que produzca cuadros para dirigir a la clase obrera, etc. Y también se conoce bien la dependencia de la universidad con respecto al resto de la sociedad; así, por ejemplo, se reclama al Estado que incremente el presupuesto universitario, o se propone la financiación de la investigación por empresas privadas. En todos estos casos, se piensa la producción universitaria (y a la postre también la militancia en la universidad) como un medio para un fin exterior. La «perspectiva de la totalidad» se manifiesta, en esta interpretación, en el cuestionamiento de lo que la universidad debe intercambiar con el resto de la sociedad, centrándose ya en lo que debe recibir, ya en lo que debe otorgar, ya en ambos. Nosotros no renegamos de esa mirada, ni del carácter cooperativo e interdependiente del trabajo social (aun cuando aparezca fragmentado bajo las relaciones capitalistas), pero le superponemos otra manera de pensar la relación entre la universidad y el conjunto social.
B) La segunda razón para adoptar el punto de vista de la totalidad en la explicación de los fenómenos sociales es que existe una homología estructural entre ellos. Las distintas caras del proceso social no sólo coexisten en forma interdependiente pero relativamente autónoma, sino que en cada período histórico se fija en ellas un cierto modo común de organizar y pensar las cosas. Especialmente en la sociedad capitalista, donde la relación mercantil se universaliza coactivamente cada vez más sobre el conjunto social, las distintas áreas de la actividad humana responden crecientemente a un tipo de racionalidad, objetivo y subjetivo, que les es común. Así, la inserción de la universidad en la producción social se hace evidente en un sentido más profundo en tanto no se trata sólo de que la actividad universitaria depende del intercambio con otras ramas del trabajo social, sino de que la organización de su actividad, aún cuando es relativamente autónoma, se da bajo los parámetros generales del resto de la sociedad. Más claramente, creemos que en el modo mismo como se produce y reproduce conocimiento en la universidad pueden leerse lógicas específicamente capitalistas.
La asunción de un modo de hacer las cosas análogo al socialmente hegemónico en la universidad tiene, creemos, dos caras:
1) La división entre el trabajo manual y el intelectual como expresión de la división de la sociedad en clases. En el desarrollo del capitalismo como modo de producción y dominación, así como probablemente en toda la historia humana, la disposición de las funciones de control y mando va asociada a cierta forma de centralización de las tareas relacionadas con el conocimiento. Organizar el trabajo humano supone siempre disponer de un conocimiento sobre las condiciones en que ese trabajo se da, sobre los procesos, materiales, disposiciones y aptitudes implicados en la labor productiva. La alienación del trabajo, o sea la separación entre quienes lo ejecutan y quienes lo dirigen (que es el resultado inmediato de la propiedad privada de los medios de producción, o, si se quiere, de la división de la sociedad en clases), implica, por lo tanto, una simultánea alienación del conocimiento. Quienes van a ser dirigidos, quienes van a realizar su actividad bajo una dirección que les es impuesta, son expropiados progresivamente del conocimiento sobre su propia actividad. Ese conocimiento, correlativamente, se concentra en las capas directivas, que imponen entonces tanto más violentamente su dominación, en la medida en que deshacen de este modo la autonomía del trabajo en relación con su propia actividad. La universidad, en este contexto, adquiere un rol social en el sentido del refuerzo de la dominación, independientemente de los productos particulares que arroje a la sociedad, porque su lógica intrínseca es la de la separación de las tareas intelectuales de las manuales. Existe, en suma, una dependencia recíproca entre la separación del trabajo manual y el intelectual y la separación entre la dirección y la ejecución del trabajo, por la que el conocimiento y la capacidad de decidir quedan, juntos, de un lado de la dupla, y la aparente carencia de conocimiento con la consecuente incapacidad para decidir (aún sobre la propia vida) del otro lado de la dupla. La universidad, en la medida en que se construye sobre la base de la separación entre el trabajo intelectual y el manual, exterioriza una lógica social ligada a la separación de la dirección y la producción del trabajo, y por lo tanto a la división de la sociedad en clases.
2) La jerarquización y enajenación del trabajo dentro de la universidad. Existe una segunda separación entre dirección y ejecución. Primero, como dijimos arriba, la separación entre el trabajo manual y el intelectual refuerza la alienación de la producción con respecto a los productores mismos. Pero, además, la división entre producción y ejecución se da en el seno del trabajo intelectual mismo. A medida que las relaciones mercantiles se extienden a todas las esferas de la actividad social, aún a las no ligadas inmediatamente a la generación y extracción de plusvalor, estas esferas adquieren una dinámica análoga a la de la producción capitalista. El trabajo intelectual no es ajeno a este proceso: la tarea de pensar, llegado el momento, también se profesionaliza y jerarquiza, ordenándose bajo los patrones generales de la acumulación. De este modo, la dirección del trabajo intelectual se separa de la ejecución del trabajo intelectual. Aparecen, entonces, jerarquías institucionales que condicionan la concentración del poder de decisión en un grupo minoritario de intelectuales académicamente consagrados, que determinan la actividad de un grupo numéricamente mayor de intelectuales subordinados. Así, los proyectos de investigación, en todas partes, se organizan conforme las decisiones que algunos toman sobre el trabajo de todos. En el seno mismo del trabajo intelectual, repetimos, se cristaliza también la separación entre dirección y ejecución.
Lo anterior tiene, además, implicaciones en relación con el trabajo del aprendizaje. No sólo la producción intelectual en centros de investigación se organiza conforme jerarquías intrínsecamente capitalistas, también la organización del estudio y el aprendizaje en el aula lo hace. Estudiar, en la universidad como en el resto de las instituciones educativas dominantes, es preparar el cuerpo para la tarea de la obediencia. Rara vez el estudiante puede intervenir sobre el contenido o el sentido de lo que aprende, sino que se ve forzado a contemplar su propia actividad formativa como una actividad exterior e inapropiable, en la que se ajusta continuamente a directivas impuestas (a un programa, unos tiempos y unas formas de evaluación decididas por los directivos educativos, y no por él mismo). La tarea de educar, bajo las condiciones sociales generales que se expresan en la universidad, es una tarea de domesticación, de preparación y entrenamiento para el trabajo alienado.
La especificidad de la universidad tiene que ver no sólo con su producción teórica, sino además con su necesidad de afianzar la relevancia del trabajo intelectual por sobre el físico. La imposibilidad de escindir estos dos aspectos se ve en el aislamiento que sufre la producción intelectual académica, no sólo por su impotencia política sino también por su reducción a un círculo cada vez menor y más elitista de producción. Las instituciones educativas, en general, hoy se encuentran frente a este dilema al tener que forzar las búsquedas de formas de inserción o de vinculación entre ellas y la realidad. Esto vislumbra la autonomización -y no la autonomía- de la institución educativa respecto de la sociedad.


Instituido-instituyente: la determinación objetiva

La universidad actual es una institución intrínsecamente capitalista, ya que en la forma que su organización porta dinámicas sociales afines a las del resto de la sociedad burguesa. Esto no nos lleva a fugarnos de la universidad, sino que, por el contrario, la constituye en un espacio válido en sí mismo para la acción política. Debemos, entonces, preguntarnos por los supuestos más amplios de la acción que realizamos, pensando sus condiciones sin asirnos estrictamente a lo universitario. Según nuestro epígrafe, el comunismo no es un ideal al que haya de sujetarse la realidad, sino el movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual. Esta afirmación marxiana tiene para nosotros un doble contenido, o conlleva, si se quiere, una determinación objetiva y una subjetiva.
En términos objetivos, significa que no es posible transformar la realidad a fuerza de machacarla con buenas ideas. El cambio social, si ha de ocurrir, ha de ocurrir porque lo existente mismo conduzca a ello, y no porque desciendan sobre el mundo los ideales -por felices que sean- de unos individuos esclarecidos. La política de la pura negatividad, de la que intentamos sustraernos, es precisamente aquélla que no puede medir la distancia entre sus aspiraciones y lo existente, que pretende, para empezar el trabajo del cambio, hacer una puesta entre paréntesis de todos los vicios de la sociabilidad heredada. Esta política, bajo el signo de una falsa radicalidad, no tolera nada en el mundo que no se parezca a sí misma, agotando todas sus fuerzas en la tarea de diferenciarse de lo instituido y vituperarlo, sin comprender la impureza constitutiva de las posiciones de las que ella misma parte. Esta política permanece falsamente radical, porque lo hace al precio de la impotencia y la desgracia históricas: su radicalismo es el «radicalismo del ánimo», que, aferrado al poder negativo del pensamiento, simplemente se opone a lo real como tal sin preguntarse por la posibilidad de producir, sobre su base, otra cosa.
Esta pura negatividad puede, incluso, generar «positividades», plasmarse en prácticas afirmadas y sostenidas en el tiempo. Lo que la constituye como negatividad pura no es la imposibilidad de devenir práctica, positiva, real, sino la relación que mantiene (aún en sus positividades) con lo existente. Allí donde el cambio social necesita pensarse como una exterioridad frente a las condiciones heredadas, allí donde produce una negación abstracta y extrínseca de lo establecido, permanece en la pura negatividad. Y, por lo tanto, no puede llegar a construir cambio (total) alguno, en tanto se preocupa siempre por afirmar su particularidad frente a la sociedad como un todo, y no por desplegar, sobre las posibilidades encerradas en lo instituido, su superación histórica. Esta política puramente negativa, obnubilada por el asco -de otro modo justificable- hacia lo históricamente sido, no puede sino reproducir uno de los rasgos característicos de la subjetividad burguesa: el extrañamiento de la conciencia desventurada frente a la universalidad social. Este extrañamiento se plasma en el sentimiento de que en la interioridad (familiar, clausurada, fascista) de las propias prácticas, el propio colectivo y los propios amigos existe una vida vivible, mientras que en la exterioridad de las instituciones, las organizaciones y la colectividad anónima sólo hay dolor y alienación. Lejos de aspirar a superar la contradicción burguesa entre lo universal y lo particular, las prácticas puramente negativas se asientan en esa contradicción y tienden a eternizarla, eternizando junto con ella a la sociedad que la ha generado.
No es la negatividad de esta forma de relacionarse la que obstaculiza e impide la práctica revolucionaria, dado que esta misma es condición posible -y hasta para algunos de nosotros, necesaria- para fraguar la creación de una institución nueva. Es en tanto «pureza» que esa pura negatividad es la expresión resultante de mistificar las relaciones, aquello que impide toda superación bajo el temor de que sea mancillada su inmaculada identidad, anterior a toda práctica emancipatoria, y por demás, incapacitada de arriesgar lo que se es en favor de su transformación. Es decir, que manteniendo a las instituciones vigentes como un objeto exterior a sí, concibe a su propia subjetividad en estado puro. Esta subjetividad en estado puro es la que con un optimismo desmedido entiende como trasparentes las relaciones entre los sujetos, al punto de entender que basta aunar las voluntades de forma incondicional para producir la transformación de lo existente. Asimismo, al no poder concebir las mediaciones que atraviesan su relación con lo que excede a la organización -aquello que la ata a lo institucional-, concibe la acción revolucionaria como mera reacción inmediata, al punto de hacer de lo excepcional un culto, y considerando los «conflictos» (que le exceden de modo espectacular) como el kairós de la política.
La determinación objetiva de la tesis que seguimos implica, por lo tanto, que el cambio social ocurre siempre sobre la base del desarrollo inmanente de las propias contradicciones de la sociedad que se transforma. Sólo nos queda, entonces, hacer esta determinación conciente, abandonando toda autocomplaciente búsqueda de pureza y reconociendo que la contradicción entre la institución heredada y la institución nueva que en su seno surge es el único ámbito de despliegue de toda práctica anticapitalista. De lo contrario, nos veremos forzados a reproducir ciegamente lo instituido.
A esa forma de organizarse y de concebir las relaciones (que bien podríamos llamar inmediatismo anti-institucional) se suma otra, igualmente exterior en su situación respecto de lo real, e igualmente mistificadora respecto de sus prácticas. Hablamos de esa concepción institucionalista que torna legítimas las instituciones vigentes, a la vez que es incapaz de considerar cuánto de inercia y alienación comportan para los sujetos que las sostienen. No nos referimos solamente a aquella idea jacobina por la cual -con la transparencia y candidez ya mencionadas- basta «rellenar» las estructuras de lo vigente con honestidad e incorrupción. Sumamos también a esta tradición liberal, la idea por la cual toda praxis política -y las instituciones que le sirven de escenario, incluido el Estado- es entendida como la expresión puramente objetiva -y por tanto, necesaria- de la historia, sin que ello comporte implicación subjetiva alguna respecto de los orígenes y el sustento de dichas instituciones. Esta pureza objetiva es nuevamente aquí la mistificación de las relaciones, ahora mediante el sacrificio de toda subjetividad. Es comprensible entonces que lo que llamamos política se torne aquí un mero tacticismo en pos de gestionar lo existente, y que la insustituible responsabilidad por elucidar un proyecto revolucionario sea cambiada por la estrategia que asegure por fin la toma del Estado en su acepción definitiva.
Y bien decimos sacrificio de la subjetividad, porque esta forma política hace sagrado lo jurídico con la misma exterioridad con que se manifiesta la primera de las formas que mencionamos: las instituciones están ahí de modo ineluctable, y la emancipación no se dará sin el culto a ellas y su legitimación. Está claro que en esta desimplicación de la subjetividad -que impregna las relaciones hacia afuera y hacia adentro de la organización política- pervive indiferentemente el modo en que se desarrollan las relaciones capitalistas. Así, al exterior de la organización, la política de alianzas comprende la instrumentalización de los sujetos, en tanto que estos últimos son considerados como simples medios para alcanzar los fines de la organización y su programa, entendido éste como el ideal a implantar. Asimismo, al interior de la organización -el partido, así explícitamente llamado, o no-, los sujetos se relacionan a la manera en que la lógica del intercambio rige el modo mercantil, de forma tal que subordinados a una división de tareas que les precede, puedan unos u otros cumplir indistintamente con el rol impuesto, a la vez que cada integrante es valorado en favor de la cantidad de tiempo que pueda trabajar para la organización.


Instituido-instituyente: la determinación subjetiva

Existe también, como se comprende a la luz de lo anterior, una determinación subjetiva en el contenido de nuestra apuesta. Si el comunismo no es un estado que haya que implantar, sino que puede surgir tan sólo de la praxis y del deseo de los sujetos que lo sostengan, entonces esto significa que, así como rechazamos el radicalismo del ánimo que quiere imponer voluntariamente ideales en el mundo, rechazamos la reificación objetivista de quienes fundan su práctica en un presunto «sentido de la historia» dado previamente (o en cualquier otra divinidad secularizada). Creemos, por el contrario, que el único punto de partida, el único motivo posible para intentar el cambio social es que lo queremos. Esta posición nos provee cautela ante la pretensión de conocer de antemano la necesidad y el sentido del curso de toda la sociedad, forzándonos a asumir la singularidad irremediable de la apuesta política que hacemos. Toda política, pero en particular la política de la autonomía, se construye a través de las experimentaciones contingentes que las fuerzas en interacción afirman en ella, de manera que la autonomía no es un resultado necesario, ni siquiera uno mejor a priori, porque por su propio concepto no puede ser necesaria ni independiente de la experiencia. Autonomía es (como en el final del film V for vendetta) una apertura a lo que construyamos, una afirmación del devenir singular que la sociedad se dé a sí misma (como en el lema revocable: «… y lo que vos quieras»).
Pero desechar la totalidad historicista no significa hacer de la política libre elección de ofertas en una vidriera. A veces parece que afirmar la contingencia política supone una suerte de mercado de afirmaciones posibles entre las que escogeríamos arbitrariamente. Esta concepción hace de la diferencia un conglomerado de átomos inconexos y lleva a la fragmentación que opaca las estructuras históricas en que la heterogeneidad tiene lugar. Allí donde se abstraen momentos particulares y se deja librada al azar su articulación común, la totalidad no está ausente, sino que se produce con vigor tanto mayor a espaldas del particular (precisamente porque éste, incapaz de concebirla siquiera, la pone como ajena, inexorable, fatídica). El modo privilegiado de articulación social «librada al azar» es el mercado, donde campean los «productores libres». Un átomo, un productor libre, es un particular (sea un individuo o un grupo) que se niega a pensar la mediación social total que lo produce, regenerándola entonces con más fuerza. En suma, no se trata sólo de que rechacemos la idea de una determinación subjetiva puramente arbitraria, sino de que rechacemos que haya tal cosa en alguna parte: la particularidad es la última coartada de la totalidad.
Nuestra apuesta, entonces, es y no es arbitraria. Lo es, en tanto que nada nos lo exige: la sociedad no se mueve por un clinamen espontáneo hacia la autodeterminación colectiva. Y no lo es, porque se trata de una decisión tomada en relación a un proyecto que llamamos comunismo. No nos da igual cualquier consecuencia de la apuesta. Preferimos un porvenir a otro. Y sabemos que nuestra preferencia ni se da naturalmente ni se instaura «more geometrico». El proyecto revolucionario es un problema colectivo que sólo adquiere su verdadera dimensión a escala masiva. Esto no significa apoyar cualquier cosa que suceda sólo porque sucede a nivel masivo. Si la actual tendencia de la sociedad fuera la instauración mundial de campos de concentración, no deduciríamos de ello que debemos apoyar esa tendencia. El dato «de hecho» no impone una política «de derecho». Si entendemos que la sociedad se funda y sostiene en la cooperación histórica de las generaciones humanas, entonces afirmar la autonomía como modo de ser social es reconocer en ella la única aspiración públicamente defendible de manera coherente que supera nuestro pobre individualismo: reconciliar la dirección y la ejecución del trabajo.
Si toda sociedad es resultado y proceso del trabajo genérico, y si todo trabajo concreto es resultado y proceso de una organización específica, entonces la heteronomía instituida constituye una contradicción en el seno de la sociedad capitalista: la división en clases. Unos deciden y otros ejecutan y, por lo tanto, la sociedad no puede apropiarse colectivamente de su hacer (unos se apropian de lo que hacen otros). El proyecto revolucionario surge como posibilidad en la estructura de la propia sociedad capitalista, habita en sus conflictos y medra en sus hendiduras. Es decir que, si bien hay un aspecto contingente de nuestra apuesta en tanto que, desde el punto de vista de la posibilidad, la autonomía es un horizonte históricamente realizable entre otros, hay también un aspecto necesario que corresponde al hecho de que la autonomía es el único proyecto capaz de vérselas con la contradicción entre dirección y ejecución del trabajo. La construcción de una sociedad autónoma es una posibilidad únicamente para el trabajo, porque al capital su existencia le va en sostener la heteronomía.
Pensamos todo esto a partir de cierto universalismo que puede encontrarse en la obra de Castoriadis. Sólo algunas construcciones histórico-sociales son capaces de ya no velar su constitución histórica, militando contra su propia clausura. La democracia (=sociedad autónoma=comunismo) no es el resultado necesario de la historia. Es, en cambio, el resultado de una institución imaginaria social como cualquier otra. Sin embargo, algo hace a la democracia una institución más genuina de lo social que otras (¿no dijo Nietzsche que, ahora que no podemos aspirar a la verdad, podemos al menos aspirar a ser honestos?): la sociedad autónoma es la única que puede auto-interrogarse críticamente, la única que puede asumir su propia institución social, su propia creación en lo imaginario. La sociedad alienada posee siempre un «mito fundacional» que se condena a repetir como un trauma. La heteronomía implica que la institución de la sociedad aparece como dotada de un origen extra-social, que no llegó a ser (por la acción humana) sino que «es así» o fue mandatada por los dioses. La heteronomía no puede, entonces, vérselas cara a cara con su propia caducidad (esto es, con su propio haber-sido-producida) sino que debe elevarse a absoluto como destino y como mito (y esto de paso para sacarnos de encima a cualquier populachero irracionalista reaccionario que diga que las identidades se construyen a base de mitos: si es así, destruyamos también esas identidades). La sociedad autónoma, entonces, nos parece más genuina en tanto pone de manifiesto su artificio o se abre a su propio poder-no-haber-sido y poder-ser-de-otro-modo. Esta apertura de la sociedad a su auto-institución supone la abolición de las clases sociales: autonomía es lucha del trabajo contra el capital. El trabajo puede vivir sin el capital, pero el capital no puede vivir sin el trabajo. Y para nosotros la autonomía del trabajo frente al capital es posible y es deseable.

26 de julio de 2009

Omar Acha, Juan Sebastián de Borbón, Gastón Falconi, Tomás Frère, Maximiliano García, Cecilia Hemming, Facundo Martín, Juan Pablo Parra, Mariano Repossi, Maia Shapochnik, Romina Simon, Carolina Tapia.

El fin justifica los medios, Ezequiel Pinacchio

El fin justifica los medios
Ezequiel Pinacchio, para "El andén"

El Nombre de la Rosa, bellísima obra del italiano Umberto Eco, nos informa de una antigua disputa medieval, en la cual se intentaba dilucidar el estatuto ontológico de los universales. Se confrontan allí dos posiciones antagónicas a la hora de definir qué tipo de realidad debemos asignarle a nociones tales como la de Belleza o la de Hombre. De un lado, estaban quienes sostenían que este tipo de nociones generales no era más que flatus vocis, es decir entidades que sólo tienen lugar en nuestro lenguaje y de las cuales nos servimos para ordenar nuestra realidad; pero que, de ningún modo, tienen una existencia per se. Del otro lado, en cambio, se sostenía que este tipo de conceptos sí refería a entidades realmente existentes, de carácter autónomo; por tanto, no sólo no eran producto de nuestro discurso sino que, muy por el contrario, operaban de referencia objetiva y auténtico parámetro de todo lo existente. Optar por una u otra concepción implicaba configurar y experimentar mundos totalmente diferentes, contrastantes, realmente antagónicos.
La inseguridad, lo sabemos, es tema recurrente en nuestros días. Los Medios de comunicación (con mayúscula) de nuestro país suelen compendiar día tras día, en cada una de sus emisiones, múltiples casos en los cuales se torna protagonista excluyente. Así, en todos lados se habla, constantemente, de ella. Se convocan y realizan algunas marchas en su contra. Y se hace, cuándo no, política con ella. Se despliega así todo un mundo que gira en torno a la inseguridad. De aquí que nos hiciera falta, al parecer, un mapa para poder orientarnos en él. No obstante, cabe detenerse unos minutos a reflexionar, y preguntar: ¿qué es el la inseguridad? ¿Cuál es su estatuto ontológico? ¿Se trata de una entidad realísima, de efectiva existencia, a la cual el discurso mediático tan sólo refiere manera objetiva, incluso asépticamente? ¿O, en cambio, estamos frente a una noción construida discursivamente que se utiliza para otorgar determinado orden a nuestros sentimientos y nuestros pensamientos acerca de la realidad? Una vez más, lo que aquí se decida influirá decisivamente en nuestra experiencia del mundo.
Antes de avanzar, aclaremos - sobre todo a los espíritus susceptibles - que no pretendemos negar que se robe, mate y viole en nuestro país. Sin embargo, creemos que esta evidencia no implica asumir una actitud pasiva y a-crítica frente al aluvión informativo de los Medios. No hay hechos puros y su sentido siempre dependerá de cómo se los interprete, tal es nuestra premisa.
Si el fin justifica los medios, como tantas veces se ha dicho; cabe preguntar entonces: ¿cuál es el Fin de nuestros Medios de comunicación cuando optan por elaborar de una manera tan particular la información?
La manera en que la mayoría de los informativos se refiere a nuestra cuestión parece suscribir la idea de un ente autónomo, en el sentido de un fenómeno o complejo fenoménico independiente, tal que se lo puede, de hecho, sustantivar; de allí que se hable tanto de «La Inseguridad» y de allí que, además, se lo presente como un sujeto que acciona, cuando se dicen cosas como que «hay una nueva víctima de La Inseguridad» o se lanzan proclamas del tipo «¡Detengamos a la Inseguridad!». En este tipo de formulaciones va deslizándose, lentamente y derechito al inconsciente colectivo, la idea de que vive entre nosotros algo así como un monstruo terrible y singular que nos acecha. ¿Cuál otro que el miedo podría ser el fin de lo medios en esta manera de informar?
Pero supongamos ahora, por un momento, que los Medios no son ni tan extravagantes ni tan mal intencionados como para sostener una perspectiva tan grotesca del problema. Nos restaría entonces revisar la segunda posibilidad; aquella que nos diría que la inseguridad es un simple flatus vocis y nos indicaría que lo único realmente existente son sus instanciaciones concretas e individuales, o sea, ni más ni menos, que los inseguros. Mas, ¿quiénes son los inseguros?
Y además, ¿por qué eligen los Medios contar la historia desde este preciso lugar? ¿Cuál es su Fin cuando toman como punto privilegiado para configurar la realidad a los inseguros?
Recordemos que suele ser estrategia oficialista la que insiste en disminuir la importancia del tema señalando que la inseguridad es una sensación. Pero aquí intentamos mostrar que son los mismísimos Medios - hoy tan claramente lejanos al oficialismo - los primeros que plantean la cuestión en ese terreno tan parcial y subjetivo. Y decimos parcial, porque sólo hace hincapié en un efecto, la sensación de inseguridad, sin llegar a problematizar jamás las causas. Y decimos subjetivo, porque se elabora la noticia con un enfoque centrado en un terreno de pasiones y opiniones individuales tan subjetivo como sugestivo: el de las victimas. Con esta doble operación mediática, lo primero que se logra es instalar el miedo, y, por lo tanto, tornar inviable cualquier tipo de reflexión seria al respecto. Expliquémonos, brevemente, acerca de esta doble operación y de sus efectos.
En primer lugar: ¿cómo podríamos pedirle a alguien que acaba de perder a un familiar que deje de pensar en castigar el asesino individual y puntual y escuche, en cambio, razones de tipo estructural y sistémico que explicarían de manera más compleja su pérdida? Esta víctima, y con razón, nos mandaría sabemos muy bien adónde. Este es, a muy grandes rasgos, el problema del enfoque subjetivista. Nos restaría ahora explicar los problemas inherentes al enfoque deliberadamente parcial.
Los Grandes Medios de comunicación son ni más ni menos que empresas; como tales responden a la lógica del mercado. La ganancia de una empresa implica vender su producto, pero no sólo eso, sino también garantizar las condiciones para que ese producto siga siendo producido y nuevamente requerido por el público. Un ejemplo: las mismas empresas que venden los antivirus han sido señaladas, más de una vez, como las principales productoras de los virus que combaten. En el caso de la noticia (un producto más, entre tantos) reproducir las condiciones para que este producto siga en boga implica paralizar, o incluso ahondar, una configuración de la realidad de la cual surge, en dónde ésta se hace posible. La espectacularización del dato y el patetismo de su transmisión logran concretar ambas consignas, con temible efectividad. Muertes, violaciones, robos acontecen cruentamente, y nadie sabe por qué. Recibimos, asimismo, otra violencia, la del dato y reforzamos esa sensación de incertidumbre, de impotencia; tornándonos cada vez más inseguros, más miedosos. Y es entonces, cuando menos dispuestos a pensar nos encontramos, cuando retornan y resuenan las más irracionales y abstractas de las «soluciones»: pena de muerte, baja de imputabilidad, etc.
Pero preguntémonos, por último: ¿podrían los Medios hacer otra cosa que lo que hacen? Es obvio que este mundo que nos presentan les conviene: de él toman la materia prima (algunos hechos) y en él venden sus manufacturas (su singular interpretación de los mismos). Esta «realidad», sin dudas, les es favorable (basta con detenerse a pensar en la seguridad de los dueños de las emisoras y en sus aseguradísimos patrimonios); ¿por qué habrían de ayudarnos a transformarla? En menos palabras, este sistema le es profundamente afín. Por eso lo ahondan monopolizando, compitiendo deslealmente, reproduciendo las condiciones en las cuales su empresa se enseñorea, anulando otras voces. Sus intereses y los nuestros, sus negocios y nuestras vidas, digámoslo de una vez, corren en paralelo. Y los paralelos, lo sabemos, con suerte en el infinito han de tocarse. Será cuestión entonces de soltarles la mano a los grandes (Medios), de perder el miedo y animarnos a pensar por nosotros mismos; salir del rol pasivo y activar. De buscar otros medios (ya sin mayúscula) más acordes a nuestros fines.

La política acechada, Ezequiel Pinacchio

La política acechada (o «que otros hagan leña del árbol caído»)
Ezequiel Pinacchio, para "El andén"

El pasado 28 de junio, los ciudadanos argentinos se manifestaron en las urnas. Los resultados son de todos conocidos. Y a menos de un mes, ya estamos en condiciones de señalar como erróneos muchos de los análisis «políticos» que se han hecho en miras de los resultados. Creemos que con un par de citas de los principales referentes de los espacios multi-partidarios ganadores, quedará claro porqué deberían rever seriamente su parecer quienes creen que, ahora sí, «se acabó la soberbia en el país» y que, desde ahora, «la verdadera democracia empieza».
Una de las primeras declaraciones de la demócrata Elisa Carrió, tras saber los resultados fue categórica: «Néstor Kirchner es un muerto político». El dialoguista De Narváez, por su parte - y en otro claro aporte para erradicar la soberbia nacional - consideró enfático, refiriéndose a Daniel Scioli, que «con perdedores no se negocia».
Estas frases, sin embargo, no deberían sorprender a nadie, tomando en cuenta quienes las han pronunciado. Veamos porqué.
Contrato Moral.
No seria descabellado proponer que «Lilita» imagina toda la realidad política según la imagen de Cristo crucificado. En su reinterpretación vernácula del relato bíblico ella estaría, obviamente, en la cruz del medio; mientras que tanto a su derecha como a su izquierda no encontraríamos mas que ladrones.
Con esa misma imagen bíblica, además, la señora se permite deslizamientos interpretativos realmente notables. Para ella, si es el otro quien pierde en una votación entonces «ha muerto»; pero si es ella la que pierde (como casi siempre sucede) en realidad resulta que, heroicamente, «está dando su vida por nosotros». Es decir, por un lado martiriza sus derrotas y las convierte en algo positivo; y por otro dramatiza la de los otros, hasta darlos por muertos.
Muy poco importará que, una y otra vez, el electorado le siga diciendo «¡no, no y no, señora Lilita!». Ella, como Cristo, le dirá a su padre «perdónalos, no saben lo que hacen» y se resucitará políticamente en tres días (o incluso antes, como en el 2007). Reencarnará luego en figuras pseudo-políticas (creadas totalmente ex nihilo, por ella misma) como la de «jefa de la oposición».
Es así, además, como hace otro de sus grandes aportes a la concertación nacional: dividiendo el mundo en dos: oficialismo (= MAL) de un lado, y oposición (= ELLA = BIEN) del otro.
Desde posturas como la carriotista el punto de partida de la «buena» política sería la idílica y edénica eliminación de todo conflicto terrenal, sería el tan mentado y celestial «contrato moral». Pero en este tipo de propuestas hay un pequeño problema: se presupone un inicio absoluto de la política, un punto cero en que todos los ciudadanos se ponen de acuerdo acerca de unos impolutos valores morales que todos habrán de respetar a ultranza para siempre; es decir, se presupone (neciamente) una sociedad totalmente armónica para «recién luego» empezar con la política.
¿Dónde han quedado todos los intereses enfrentados que recorren nuestra nación? ¿Dónde las interminables injusticias sociales, el creciente poder de las corporaciones y las multinacionales, las innumerables diferencias ideológicas, por mencionar una ínfima parte de conflictos que estas propuestas parecen querer desaparecer con un poco de buena voluntad? De eso no nos dice nada. Además, ¿para qué haría falta política en una sociedad sin conflictos?
Dios Mercado.
Mucho se ha insistido en las candidaturas testimoniales y de la utilización de fondos públicos para hacer campaña por parte del oficialismo nacional. Y está bien que se lo haya hecho. Pero casi no se habló del 75% de inasistencias a las sesiones con que De Narváez honra su actual banca. Ni del hecho de que además de descomunal, la inversión de dinero que el victorioso candidato ha sido totalmente ilegal. Y estos silencios no son - aunque quieran parecerlo - silencios inocentes.
El avance de la lógica mercantil (según la cual «absolutamente todo es mercancía»: ya sean objetos, naturaleza, hombres, mujeres, ideas, tiempo…) instala en el sentido común de los ciudadanos la nefasta idea de «cada uno, con su plata, hace lo que quiere». Así, los grandes empresarios ya no sólo operan desde las sombras, decidiendo los rumbos del país; sino que salen a la luz, se presentan a elecciones y las ganan. La «plutocracia» (que no es el gobierno del perro Pluto, sino el de los más ricos) vuelve, victoriosa, a escena.
El cambio en el modus operandi, sin embargo, no debería cimentar la vana ilusión de que los objetivos de los empresarios vayan a cambiar. Al contrario. Sucede que la ya mentada lógica mercantil sigue su avance furioso y ni siquiera el Estado (que quizá podría operar como barrera de contención a su desenfrenada y deshumanizante expansión) se mantiene a salvo de ella.
El Estado pasa a ser PRO-piedad de empresarios, y por ende se configura de acuerdo a criterios empresariales. Y esta lógica, ya lo sabemos, tiene un solo principio y un solo fin: la rentabilidad. Es por eso que «con perdedores no se negocia», porque no es rentable.
Pero si no se negocia, ¿qué se hace con los perdedores? Pues se le impone unilateralmente el parecer del ganador, por supuesto.
Este sería «el diálogo», «el pluralismo», «la concertación» con la que tanto, y tantos, se llenan la boca. Otro dato más para desconfiar del pretendido fin de la soberbia que ahora tanto se festeja.
En fin.
Las prácticas mercantil/empresariales de un De Narváez y el discurso moralista/religioso de una Carrió, ganan poco a poco el espacio de la política. Pero el avance de estas dos lógicas, en realidad, sólo apunta a una cosa: neutralizar la política, volverla absolutamente inútil.
Pretenden convencernos, con discursos pueriles, de que cuando todos nos pongamos de acuerdo en defender y propulsar la justicia, la libertad e igualdad seremos un mejor país. Pero no dicen nada acerca de que los problemas políticos no tienen que ver con cuáles son los valores que elegimos sino con qué entendemos por cada uno de ellos. Todos podemos acordar superficialmente en que queremos «el bien de la nación»; pero cuál es ese bien y cómo se consigue es la verdadera cuestión de fondo. El conflicto del campo, dejó esto en evidencia.
Son las diferencias acerca de qué entendemos por «justo» por «libertad» por «igualdad» por «bien común» la raíz de los conflictos; es allí donde reside la esencia de lo político.
Anular el conflicto es anular la política, es anular la diferencia de la cual ella es producto. Por eso, si prestamos atención veremos que quienes mas hablan de «pluralismo» son quienes menos cabida dan a la posibilidad del conflicto, con lo cual tienen en mente un pluralismo de otros que piensen igual que ellos, nada más.
Terminemos planteando el dilema de fondo: o bien hay otro que puede pensar, querer hacer y ser diferente y queda entonces abierta la posibilidad del conflicto, de la política; o bien todos deben pensar lo mismo y así no habrá ni diferencia, ni conflicto ni política ni nada, y seremos, por fin, un «país normal».

Devoluciones a ¿Todo siempre lo mismo?

Devolución de Sebastián Chun

¿Necesitó Europa de América para configurar esa figura del otro colonizado? Esto parece implicar pensar Europa de manera monolítica sin considerar la presencia de ese otro ya ahí (desposeídos, esclavos, etc.). Tal vez no sea fundamental la idea de raza a la hora de pensar el eurocentrismo, sino que sea una nueva figura para ese otro. Es decir, ¿no podría pensarse una colonialidad intra-cultural o pre-colonización?
Esta irrupción desde la exterioridad como principio de otra política me parece que da en el punto de lo que venimos discutiendo en Polética desde siempre, y creo que es lo que piensan muchos de los autores que venimos trabajando. Con esto quiero decir, ¿no es la "misma" problemática que en Derrida, Adorno, etc.?

Devolución de Facundo Martín

Por un lado, simpatizo bastante con el tipo de apropiación del marxismo que propone el texto. Me refiero a una apropiación cabalmente situada del marxismo, que, fiel a su espíritu histórico, evita la homogeneizació n lineal de la experiencia bajo unas categorías rigidizadas; atendiendo, en cambio, a las variaciones históricas particulares (y sin por eso dejar de dar importancia a las continuidades, por ejemplo, la de la explotación). En continuidad con esto, rescato cierto "latinoamericanismo" (en el sentido de una política situada en términos latinoamericanos, o más ampliamente tercermundistas) sin apelar a un "esencialismo" de lo local o lo nacional. Digamos que se reivindica una especificidad latinoamericana como horizonte del problema político, pero no porque se crea que hay un "ser" latinoamericano sustancial, un pueblo originario simplemente dado y aceptado acríticamente o algo así. Por el contrario, la pregunta por la especificidad latinoamericana se inscribe en una lectura de la historia del colonialismo. De hecho, la idea de un "sistema mundo" supone un entramado de relaciones mundiales en las que el tercer mundo ocupa un lugar específico, antes que una visión de las culturas como compartimientos estancos, cerrados hacia el exterior y homogéneos hacia el interior.
Siguiendo lo anterior, no simpatizo tanto, en cambio, con el cuestionamiento de la ecuación 1 sujeto = 1 cuerpo y la correlativa apelación a la diferencia cultural como "exterioridad". Creo que hay que sondear las posibilidades -y los límites- del "nominalismo" en política. Con esto me refiero a que, si se asume que el individuo es un mero producto de la cultura o las significaciones culturales, entonces a lo mejor corremos el riesgo de otorgar a la cultura facultades creacionistas o constructivistas totales. Así, vemos a los hombres de carne y hueso como un mero producto de su cultura, sin dinamizar correlativamente la cultura como un producto de las relaciones entre los hombres de carne y hueso (esto es, los individuos en tanto cuerpos). Con esto quiero decir que, contra cierta tendencia post-foucaultiana en el estudio de lo social, habría que al menos tantear la posibilidad de atribuir validez omnihistórica a la categoría de individuo. De lo contrario, sospecho, enajenamos a la interacción social las figuras de lo colectivo, haciéndolo aparecer como algo previo a los sujetos, que se realiza a través de ellos pero los niega radicalmente (en el sentido de que se abstrae de ellos o les es indiferente) . En este sentido, si en la primera mitad del trabajo, con la explicación del "sistema mundo" y las relaciones capitalistas internacionales, se evita la sustancializació n de lo colectivo en figuras homogeneizadas, en la segunda mitad tal vez se reponga hasta cierto punto esa sustancializació n. Siguiendo los planteos de Adorno y Marx, el individualismo y la sustancializació n de lo colectivo en una figura de lo preindividual son las dos caras de una misma moneda. Decir que la individuación es un mero resultado de la historia cultural, me parece, es alienar lo colectivo como algo trascendente a los sujetos en relación. En ese sentido, la visión adorniano-marxista no apela al individuo, ni a la cultura (como totalidad preindividual) , sino a las relaciones sociales como núcleo de la teoría. Las relaciones sociales se dan entre individuos, no en su interior, ni a sus espaldas. Partir de las relaciones, y no de las partes relacionadas, pero tampoco de una figura abstracta de la totalidad, me parece la mejor manera de no recaer en las categorías de la alienación. Esto supone, al mismo tiempo, no comprender las culturas como totalidades cerradas, inconmensurables entre sí y homogéneas en su interior, sino como estructuras abiertas, dinámicas, donde la distancia entre el yo y el nosotros que impone la individuación pueda llegar a ser, tal vez, una fuente de dinamismo histórico (y no, como bajo el contractualismo, la garantía de una rigidez formalista).
En este sentido, simpatizo con el latinoamericanismo en términos económico-sociales, pero no con su deriva en algo así como un nacionalismo cultural que, a mi ver, permite criticar la colonización europea pero no ayuda a criticar la propia cultura, cosa que creo es igual de fundamental.

Respuesta a las devoluciones, Ezequiel Pinacchio

Con respecto a la inquietud que planteaba Seba acerca de mi artículo, me puse a pensar qué puede querer decir que las de Adorno, Derrida, Quijano y Dussel, entre otros, sean «la misma» problemática. Y me pareció que esta pregunta nos remitía a otra, quizá más general, y quizá por eso más importante: ¿La filosofía es necesariamente universal o es inevitablemente provinciana? Sé que puede discutirse la mismísima dicotomía que planteo; pero avancemos un poco con ella a ver qué pasa.
Sabemos bien de la presentación tradicional según la cual el objeto de la filosofía es lo universal; y también de los peligros de adherir a esta pretensión sin más. Ya no sólo porque de fondo opere un movimiento dialéctico - que se hace absolutamente patente en la modernidad - que nos lleva a suponer/postular un sujeto universal (correlativo) siempre que queremos fundar dicho objeto universal; sino por el detalle, no menor, de que esa objetividad debe, tarde o temprano, ser enunciada, debe encarnarse por decirlo así e una determinada subjetividad histórica concreta.
Es esto, creo yo, lo que hace de Hegel la fuente y/o el blanco de casi cualquier pensamiento interesante en nuestros días. Pasa que el tipo puso bien en claro algunas cosas importantes. Su extravagancia y perversa (aunque genial) conceptualización sistemática de lo real le permitió desenmascarar la dinámica propiamente totalizante de toda filosofía. Pero también, y esto para mí es más importante, puso en evidencia la estrecha relación el ámbito cultural desde el cual se enuncia toda filosofia. Su versión de la historia lo deja en evidencia. (E incluso cualquier idea de historia, en los términos corrientes en que suele emplearse, responde al mismo propósito. Pues, al fin de cuentas, toda historia es un cifrar el sentido del acontecer del ser en alguna dirección definida de antemano)
Me parece importante recalcar que Hegel nunca deja cosas por fuera de la realidad, sino que, en cambio, las incorpora; pero como lo contingente, lo atrasado, lo que se detuvo. Y es así cómo se configura el todo jerárquico que necesita justificar.
La teleología (con aura divina) o la linealidad histórica (con una más humana), son enteramente funcionales a este tipo de des/valorización de «lo otro», tal como intenté argumentar en el articulo. Se trata, decía allí, del despliegue en el tiempo de las diferencias de poder concretadas con el transcurrir de los tiempos.
De aquí que, intentaba sugerir, la ligazón entre filosofía e historia sea la manera moderna de cerrar, reponiendo, la esfera parmenídea del ser=pensar. Su principal función sería la de encubrir las diferencias geográficas, que más bien quiere decir diferencias geopolíticas, que sirven a su vez de telón a las diferencias geo-culturales.
Y hacer pasar eso como algo objetivo, ese es todo el negocio.
Hegel escribe desde Europa y encuentra en ella, oh casualidad, la razón de ser de todo lo existente. Y esto es muy lógico: toda producción cultural (y la filosofía lo es) funciona así. Nadie tiene su razón de ser en nada enteramente otro de sí; y si se adora un dios trascendente y se lo torna razón de vida (lo que se presenta en términos de heteronomía), se trata siempre del «propio» dios. (¿O porqué no se pone a adorar a mahoma el amigo Levinás?)
Es por eso, creo, que a pesar de ser tan crítico de Hegel; Adorno queda también en evidencia cuando tiene que esperar hasta el holocausto para decir que ya no puede haber poesía. Su mundo de la vida, su entorno cultural, es el de un perseguido político de la segunda guerra mundial: piensa y habla desde ahí.
Y esta dependencia cultural (del filósofo) queda mucho más clara en otro miembro de la escuela de Frankfurt, Habermas, cuando sostiene que la modernidad es un proyecto inconcluso, promoviendo enfatizar algunas de sus líneas mejorcitas, a fin de que podamos llevarlo entre todos a buen puerto. Pero, ojo, no creo que escapen de dicha dependencia cultural quienes, por el contrario, creen que la modernidad es ya un proyecto caduco, irrecuperable. Porque, al presentarlo en estos términos, siguen concibiendo una uni-linealidad y un tan endo-lógica , manera del acontecer histórico que los lleva a la rimbombante (y esto es lo eurocéntrico por excelencia) conclusión de que La Razón, en su despliegue, se encontró con sus propios límites y desnudó su cara violenta, irracional, irracional.
Entonces hablan de contradicciones que se despliegan a nivel histórico, y algunos esperan que de ahí salga el socialismo, y otro que una nueva fase del capitalismo. El punto es que no pueden dejar de mirarse el obligo. (Pero la historia del indígena es otra, o al menos su perspectiva histórica es bien distinta.)
Incluso los más lúcidos filósofos se van a rastrear ese sujeto moderno hasta la antigüedad, para ver lo que hay en el de constructo, de contingente, de transformable; pero, claro, se van hasta la antigüedad griega que toman como tradición, como antecedente lógico de su desarrollo histórico. Al fin de cuentas, se trata de «su» tradición.
Ellos lo saben, y lo dicen todo el tiempo: estamos hablando de Europa, de occidente nomás. Foucault es uno de los más claritos, de los que venimos trabajando, a este respecto. Pero muchos de los que piensan desde estas latitudes, parecen no querer escucharlos justo en este punto. Después, tratan de copiarlos en todo.
En breve: nuestro problema sería el perverso y fetichista quedarnos mirando su ombligo.
Marx tiene algunas formulaciones interesantes al respecto. Dice, en las colonias el capitalismo se desnuda en toda su brutalidad. En esa parte de El Capital en la que habla de la acumulación originaria del capitalismo, describe todas las maniobras jurídicas o las lisa y llanamente de violencia explícita con que se expropiaron a los campesinos sus tierras, para «liberar» la mano de obra, para favorecer el desarrollo del capital y todo eso.
Sus principales referentes, debido al momento desde el cual escribe naturalmente, son Africa y Asia, recientes colonias. Y aunque menciona a América un par de veces, la verdad es que no hace suficiente hincapié en la anterioridad, de casi dos siglos, de las prácticas coloniales hispano portuguesas como un generador de plusvalor impresionante para la posibilidad de ser del capitalismo. Y de aquí surge una cuestión importante, a modo de hipótesis tal vez: el imperialismo no vendría a ser una «fase avanzada» del capitalismo, sino más bien una de sus condiciones de posibilidad.
O, al menos, de su expansión a escala planetaria como forma dominante en términos de producción, de su imposición global. Lo indiscutible, que sin el atlántico uniendo todos los circuitos comerciales mundiales, el capitalismo no se hubiese desplegado en los tiempos y la forma en que lo hizo.
Y no está de más decir que ese plus-valor tenía como pequeño «daño colateral» la destrucción de pueblos enteros, que quiere decir, mundos enteros, en beneficio de la imposición de un particular mundo.
Por eso no está de más pensar que gran parte de nuestra lucha es contra el imperialismo, o al menos contra un capitalismo entendido desde nuestro lugar del mundo, uno periférico, y en gran parte de Sudamérica, racializado. Y es desde acá que intento enganchar un poco con lo que plantea Facu en su devolución.

La categoría de mundo la tomo del modo en que Dussel la trabaja en Filosofía de la liberación (no de Levinás, Seba chicanero). Lo que se plantea allí es que el cosmos es una entidad «objetiva», en el sentido de referencia común nomás, que se vuelve mundo por la actividad interpretativa del hombre; pero como el hombre interpreta a la luz de sus necesidades, todo mundo (en sentido Heideggeriano, como entramado complejo y dinámico de significados) es relativo al sujeto que lo constituye como tal. Pasamos de las «cosas» (cosmos) a las «cosas-sentido» (mundo). De aquí que tengamos un solo cosmos y muchos mundos. De aquí, además, que todo mundo sea paradójicamente parcial al mismo tiempo que «total», porque lo explica «todo» para quienes son parte de él; en el sentido de que muchas posibles interrelaciones lo exceden.
Toda filosofía, como decía, es un producto cultural y por tanto algo que responde a la lógica de un mundo, dejando inevitablemente por fuera muchos otros. Veamos: ¿Qué dice del ritual el marxista cuadrado?, superstructura, forma de dominio, opio de los pueblos. ¿Y qué le contesta el indígena? Andá a cagar, Boludo.
¿Quién tiene razón, nos apresuraríamos a preguntar nosotros? Pero convendría preguntar antes, ¿razón en cuál mundo?: ¿En el desencantado, secularizado, causalístico del marxista o en sagrado, religioso y milagroso del indígena?
«Ciertos mundos, corazón, tienen razones que la razón (occidental) no entiende», dijo Blas (Pareda) Pascal.
Con esto respondería yo a la pregunta planteada al inicio: ¿la filosofía en provinciana o universal? Es universal en el marco de su «provincianitud», podríamos decir; o, en sentido más ideológico: es universal en tanto universaliza su «provincianitud».
Ahora, la pregunta que queda sería: ¿no hay diálogo posible con esos otros mundos? Que es otra manera de plantear si la problemática de Adorno y Derrida puede ser la misma que la Dussel y Quijano. Sí y no, respondería yo.
Sé que podría apelar a la idea de que por suponer un cosmos, tipo noúmeno kantiano, a modo de difusa referencia común de todos los mundos parece cierta objetividad quedaría salvaguardada. Pero no me cierra del todo esa estrategia. Prefiero ir por otro lado. Y hacer hincapié en que, en los hechos, se da el «choque» físico entre los distintos. Y esto primero, lógica y cronológicamente, al «encuentro» de culturas, de mundos.
Y es esto es lo que no quieren ver los que presentan al descubrimiento de América como encuentro de dos mundos.
Partamos de la matanza, mejor, y de cómo quedan dispuestos los cuerpos para entablar en pretendido diálogo. Porque es después de la violencia que empieza el diálogo, no antes: ¿o se lo imaginan a Cortés consultando por los dioses de os aztecas? (¿O se lo imaginan al campo dialogando antes de los paros? ¿O se lo imaginan a Micheletti dialogando antes del golpe de Estado en Honduras?) La pregunta por los dioses viene después, una vez impresa la supremacía física, para perpetuarla en el imaginario.
Y a eso también apuntaba mi artículo.
También apuntaba, o más bien sobre todo apuntaba a cuestionar si nuestra mismas categoría de análisis no son corolarios de ese imaginario impuesto unilateralmente por el vencedor en los hechos; o sea si en nuestras mismas formas de pensar los hechos no estamos, en gran medida, avalando la historia que no nos permite pensar otras historias posibles, en curso.
De aquí la crítica al teleologismo occidental, pero también a la supuesta ecuación un cuerpo = un sujeto (que a Facu le hace ruido), ecuación que permitiría (creo yo, erróneamente) explicar lo que pasa en Bolivia en términos de normalización institucional, en términos netamente liberales, de su acontecer político. Se trata, en suma, de intentar criticar la matriz epistemológica desde la cual damos sentido a las cosas.
La exterioridad cultural, como mundo solapado, desfazado, ofrece un posicionamiento crítico que, en principio, permite la crítica de la totalidad, que quiere decir la totalización de un mundo, que quiere decir la universalización de una provincia. Y la dialéctica sería, en gran medida, parte de eso también. No sólo porque la dialéctica intente cerrar el sistema apelando a mediaciones racionales que den cuanta de todo partiendo de un principio y desarrollando una estrategia de tipo especulativo, sino porque el mismoo intento descrito es sólo posible dentro de determinado mundo. Y no vale decir que el hindú es «más atrasado», eh.
La exterioridad es la exterioridad de otro mundo. No de otro tipo individual: de otro mundo, de otro pueblo ni más ni menos. Y de qué mundo, de qué pueblo, esa es la pregunta filosófico política que a mí me interesa.
Yo creo que de un mundo oprimido, de pueblos mundos oprimidos por la llegada de los españoles en nuestro caso.
Claro que podría preguntarse si era bueno o malo ese mundo como para andar revindicándolo tanto. Si la relación entre individuo y colectivo era la que tenía que ser o no. Pero esa, al menos para mí, es otra discusión: una bastante posterior, en donde sí tendrá lugar la crítica de la dialéctica individuo-colectivo que rige la sociedad.
Entonces, la problemática de Derrida y de Adorno puede que sea «la misma»; pero resta ver si uno va a destinar sus esfuerzos a cotejar lo que dicen con lo que dicen Dussel y Quijano, o si va a tratar de pensar en qué construcción histórica se ubican cada uno de estos pensamientos y cuál creemos que es más afín a nuestra verdad histórica. Y creo que una manera de empezar a dirimir este complejísimo problema es evaluar los parámetros categoriales generales desde los cuales pensamos y analizar qué consecuencias, a nivel perceptivo incluso, tiene cada uno.
El artículo apuntaba a eso.

¿Todo siempre lo mismo?, Ezequiel Pinacchio

¿Todo siempre lo mismo?
De-colonialidad, Pueblos y Estados en Bolivia



Consideremos, en primer lugar, a algunos de los “rostros” latinoamericanos que quedan ocultos a la modernidad: son aspectos múltiples de un pueblo uno.

Pueblo y pueblos.

La noción pueblo presenta notables dificultades a la hora de ser definida unívocamente. Pero su estrecha relación con la de idea de sujeto político la torna ineludible. Por eso, y para empezar a entendernos, delinearemos rápidamente tres maneras en que se suele ser sancionado su alcance.

En la primera, el conjunto de cuerpos que hace al concepto pueblo y el que hace a la idea de sociedad civil se corresponderían palmo por palmo. Así interpretado, «todos» (en tanto que «cada uno» de) los ciudadanos conformarían un pueblo. Se trata aquí de una sumatoria de individuos que, libremente, pactan alguna forma de convivencia; tal como quería el contractualismo.

En la segunda, podemos relacionarla con conjuntos de inclusión/exclusión delimitados desde parámetros como los religiosos, nacionales o étnicos. Y, tal como lo demuestra cualquier país en estos tiempos; estos distintos conjuntos de cuerpos (pueblos/cultura), a su vez, pueden formar parte de un conjunto mayor (pueblo/sociedad).

Y existe una tercera manera: la que lo señala como uno de los dos polos que dan vida a una co-existencia territorial siempre asimétrica y conflictiva. Así, dentro del conjunto de los cuerpos integrantes de un determinado espacio tendríamos, por un lado, al subconjunto pueblo, y por otro al subconjunto anti-pueblo, u oligarquía.

De acuerdo a este esquema, las referencias al pueblo dentro de un país pueden ser «lo uno» (en la homogeneidad igualitaria y abstracta de la ciudadanía), «el dos» (en la confrontación asimétrica de unas partes siempre en pugna), o «lo múltiple» (en la convergencia irregular de muchas identidades dispares). Las relaciones de conjuntos y de cuerpos tienen, por ello, una gran complejidad.

Tan sólo para comenzar a desandar las complejidades inherentes a la cuestión de lo popular, e involucrarnos en esas difíciles e intrincadas relaciones entre cuerpos, conjuntos y sujetos proponemos considerar algunos planteos realizados en el libro El Desacuerdo, de Jacques Ranciere.

Política y policía.

Este libro nos dice que:

Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y sistemas de legitimación de esta distribución.

Pero, también, que ésa es justamente la definición de lo otro de la política. Para Ranciere:

La política es asunto de sujetos o más bien de modos de subjetivación (…) - y agrega - Un modo de subjetivación no crea sujetos ex nihilo. Los crea al transformar unas identidades definidas en el orden natural del reparto de las funciones y los lugares en instancias de experiencia de un litigio (…) - concluyendo que -Toda subjetivación es una des-identificación, el arrancamiento de la naturalidad del lugar.

De acuerdo con esto, mientras que por policía deberemos entender un ordenamiento y asignación, pretendidamente «natural», de los cuerpos dentro de la comunidad; por política, entenderemos un movimiento disruptor (en el sentido de subjetivización des-identificante) que signa la transformación de dichos ordenamientos y asignaciones.

Para comprender dicho planteo, es importante tener en cuenta que según Ranciere el principio (no político) de la política es la igualdad: quien domina y quien es dominado son, necesariamente, iguales. Que el primero dé una orden y el segundo la obedezca lo demuestra sin más; pues para ser obedecida esta orden debe primero ser comprendida. Es en ese mismo acto racional que relaciona a quien manda y a quien obedece, en donde se hace posible el ejercicio concreto de la diferencia jerárquica y, al mismo tiempo, en donde queda evidenciada la falsa diferencia que justifica la orden; es decir, el orden.

De aquí que cualquier distribución funcional de los cuerpos sea siempre producto de una violencia (física o simbólica) contra-natura. De aquí, además, que la naturalización, como proceso de conquista del imaginario, le sea inherente a cualquier ordenamiento. De aquí, por último, que política resulte ser la efectuación concreta del principio de igualdad: el despliegue dis-ruptor de los cuerpos en el marco de lo establecido.

En consonancia con lo hasta aquí dicho, en este trabajo no entenderemos por pueblo ninguna entidad esencial, positiva y eterna, en nombre de la cual realizar, a posteriori, tales o cuales operaciones políticas; sino lo contrario. Será el movimiento mismo, la disrupción política operante, aquello que instituya al pueblo como tal. El movimiento de los cuerpos y no los cuerpos; la dislocación de conjuntos y no los conjuntos, serán considerados por nosotros como la expresión de lo subjetivo en política.

Modernidad y eurocentrismo.

La matriz dominantemente moderna (es decir, eurocéntrica) de las categorías desde las cuales pensamos nuestra realidad suele tornarlas encubridoras, cuando no lisa y llanamente promotoras, de las prácticas más irracionales y violentas. Y, creemos que, es difícil ser realmente «críticos» sin desarrollar una reflexión en este preciso sentido, el categorial.

Enrique Dussel ha estudiado la estrecha relación que existe entre las prácticas coloniales y los discursos modernos. Ha mostrado, argumentando de manera convincente, que el tan moderno ego cogito («yo pienso») cartesiano hubiese sido imposible sin un previo y arrasador ego conquiro («yo conquisto») encarnado, entre tantos, por Hernán Cortés.

La primera experiencia subjetiva propiamente moderna se verifica, según Dussel, en tierra americana (1492); realizándose, sucesivamente, en las figuras prácticas de la conquista y la colonización. La modernidad, por su parte, inaugurada discursiva y filosóficamente mucho más de un siglo después (1636), oficiará de relato celebratorio, en el cual se introyecta y proyecta la tendencia a eliminar (física o simbólica) todo lo Otro; acrecentando así el imperio «ego-lógico» de su Mismidad. «Cristiandad», «civilización», o las más actuales, «desarrollo» y «democracia», deben contarse entre los principales ideales/dispositivos de dominio modernos.

Todo esto, asimismo, encuentra gran parte de su sentido en la más lograda y efectiva herramienta discursiva para el ordenamiento y distribución de los cuerpos: La Historia. En el siglo XVIII, las diferencias de poder que hasta entonces se expresaban en el imaginario sobre todo espacialmente (en la construcción de los mapas por ejemplo); ganan una nueva dimensión del ser: la temporal.

Hegel y su «historia universal» resultan paradigmáticos en este sentido. En el marco de ese inmenso y laborioso aval de lo existente que es su sistema filosófico, el alemán llega a asegurar que frente al pueblo que lleva la agencia histórica (el cual posee «derecho absoluto») todos los demás no tienen derecho alguno. Con sus necesarias fases de despliegue del «espíritu universal» (es decir, del espíritu «europeo»), sacraliza lo dado y lo torna conceptualmente necesario. Hegel entiende que el espíritu se desplaza de oriente a occidente, como el sol. Así Europa, en su destinada consumación de la historia, se enseñorea luminosa desde «el centro». Mientras el resto del mundo, la retrazada «periferia»: o bien se acomoda, o bien desaparece.

Raza y capital.

Aníbal Quijano, entre muchos otros, sostiene que buena parte del marxismo ha sido, y sigue siendo, presa de dicho encantamiento eurocéntrico; y que eso se torna particularmente notorio cuando de pensar la realidad suramericana se trata.

Al igual que Dussel, entiende que el «descubrimiento de América» es un hito crucial en la configuración del actual sistema-mundo. América, como producto material y simbólico que comienza a construirse en el siglo XVI (en correlación directa con el proceso que lleva a que Europa se convierta en centro geopolítico del planeta), será la piedra de toque en la constitución del actual patrón de poder en su configuración hegemónica, expandida luego a escala planetaria.

Dos procesos históricos convergieron y se asociaron en la producción de dicho espacio/tiempo (América) y se establecieron como los dos ejes fundamentales del nuevo patrón de poder. De una parte la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en la idea de raza (…) De otra parte, la articulación de todas las formas de dominación del trabajo, de sus recursos y de sus productos, en torno del capital y del mercado mundial.

Ese nuevo patrón de poder es lo que denominamos, con Quijano, «colonialidad del poder». Lo entenderemos como un complejo proceso histórico en el cual raza y capital se transforman en ejes articuladores de un nuevo e intrincado proceso (policial) de ordenamiento de los cuerpos.

Que sean «ejes» quiere decir que co-existen con otros modos de clasificación y con otros modos de producción, a los cuales ellos sirven de horizonte, en tanto que los articulan. Así, junto con el capitalismo, en América encontraremos reciprocidad, servidumbre, esclavitud. Y junto a la discriminación racial, la de género y la etaria, por ejemplo. Las relaciones entre estos elementos, a su vez, variarán notablemente de acuerdo a los diversos espacio/tiempo que estudiemos.

Ahora bien, suponer esta diversidad histórico-estructural de elementos co-existentes redunda en la configuración de una totalidad, en tanto objeto de estudio, que es concebida como algo discontinuo y heterogéneo. Esta perspectiva se contrapone, por ello, al pretendido despliegue lineal, seriado y homogéneo de los acontecimientos históricos que está a la base de los planteos eurocéntricos, sean estos liberales o marxistas. Nos proponemos, con esto, desplazarnos del paradigma de la sucesión, al de la simultaneidad.

Colonialismo y colonialidad.

El colonialismo hispano-portugués, una experiencia económica, política y militar de las tantas que ha habido en la historia de nuestra especie, se propagará con denodada fuerza y se impondrá como matriz lógica en la realización concreta del primer proyecto civilizador a escala planetaria. Recién con dicha expansión marítima por el lado del atlántico, y posterior conquista del continente americano se hace posible articular todos los grandes circuitos comerciales del planeta. El de anahuac (centro de América) y el del tawantisuyu (sur de América) habrán de sumarse así a los ya existentes, e interconectados, del África, Asia y Europa.

El singular tipo de relaciones materiales perpetradas en (lo que luego sería) América, a partir de la llegada de los invasores, se cristaliza en un determinado tipo de relaciones inter-subjetivas. Y como su dinámica es netamente expansiva, tales relaciones son, a su vez, proyectadas en el tiempo y el espacio configurando el actual patrón mundial de poder, la colonialidad.

Con el color de la piel como índice inapelable del grado de humanidad de sus portadores, comienza a operar la maquinaria simbólica que busca naturalizar discursivamente el rol impuesto a los cuerpos en la práctica por la fuerza. De este modo, a lo Hegel, se troca en algo lógicamente necesario, esencial y evidente para la Razón, lo que, temporalmente al menos, no había sido más que contingencia, accidente, violencia.

Una de las primeras operaciones de dicha «novedosa» maquinaria consiste en desaparecer toda singularidad relativa a «los otros» conformando discursivamente un solo y homogéneo Otro, por caso con la impropia designación de indios. Ese Otro, a su vez, es concebido como diferencia interna del sistema: lo diferente-inferior. Se desprecia con ello, sin más, la existencia de innumerables diferencias internas al suelo americano y se las pone en función de un proyecto ajeno, el occidental. Luego se hará exactamente lo mismo con los negros del África y los amarillos del Asia. Continentes enteros de infinita diversidad cultural, miles de pueblos y cosmovisiones distintas, devorados por la furia de los universales.

Estado y nación.

La delimitación de los conjuntos tiene por principal objetivo consolidar un determinado ordenamiento social de los cuerpos. Postulando la discriminación racial como parámetro específico de clasificación se deriva, entre otras cosas, una «división racial del trabajo». Los «negros» son esencialmente esclavos, los «indios» naturalmente siervos y los «blancos» razonablemente dignos de algún título de propiedad o, al menos, de recibir un salario por su trabajo.

La jerarquización racial de los conjuntos de cuerpos que conforman la sociedad alcanza, a su vez, todos los ámbitos de la existencia. Así, ni los negros/esclavos ni los indios/siervos, jamás, deciden nada. El nacimiento y vida de los Estados-nación en estos pagos es una de las muestras más claras del influjo decisivo de la racialización de los sujetos en nuestra vida política.

Es cierto que ciertos países sudamericanos, el nuestro por caso, encuentran en el genocidio de lo aborigen y la inmigración europea exitosas medidas para «blanquear» el territorio nacional. Hablar de ellos como de Estados-nación en el sentido moderno del concepto tiene cierto sentido: la homogeneización racial y su consecuente inclusión en la ciudadanía, en la representación, lo permiten. Pero en territorios donde la confederación incaica se había establecido más firmemente con anterioridad a la llegada de los invasores, la cantidad de población de ascendencia aborigen es mayoritaria, aún hoy, y por tanto el panorama es radicalmente diferente.

Al instituirse los Estados-nación en dichos territorios, esta parte mayoritaria de la población estuvo excluida de todo derecho civil. La «nación» que estaba a la base y servía de norte a la existencia del «Estado» era la blanca: una ostensiblemente minoritaria y para nada representativa de los habitantes del territorio. Es que operaba allí una variante de la colonialidad del poder, el colonialismo interno; así el dominio de la cultura foránea sobre la/s autóctona/s continuaba en plena vigencia. El enfrentamiento de los intereses de gobernados y gobernantes, aunque todos hayan nacido en el mismo territorio, se perpetúa sobre nuevas bases institucionales.

Es en miras de este preciso panorama socio histórico que Quijano afirma:

en Bolivia, la demanda de las poblaciones que precisamente fueron víctimas de estados no nacionales y no democráticos, es no tanto más nacionalismo y más Estado, sino ante todo otro Estado; esto es, des/colonializar ese Estado, que es la única forma de democratizarlo. Pero si ese proceso llega ser victorioso, el nuevo Estado no podría ser un Estado-nación o un Estado nacional, sino uno multinacional, o mejor aún, internacional.


Punto y seguido.

En el primero de nuestros apartados decíamos, con Ranciere, que la política es un movimiento de des-identificación subjetivante. Mostrábamos allí que pueblo y política son elementos inescindibles. Ahora explicitamos lo obvio: política y policía también lo son; sencillamente porque todo des-orden implica un determinado orden previo, en el cual irrumpe. Y así como el sentido de cualquier movimiento en el espacio sólo puede determinarse tomando en cuenta su punto de partida; del mismo modo, los condicionamientos socio histórico específicos que le sirven de suelo, pero también de horizonte, a toda acción política son fundamentales para lograr comprender su significado.

En una periferia signada por la discriminación racial, en regiones donde tanto la división del trabajo como el derecho a las decisiones políticas están regidas fundamentalmente por dicho patrón de clasificación; la explotación, la dominación, han de expresarse en una experiencia subjetiva diferente a la que podríamos encontrar en el centro del continente europeo o, incluso, en la metrópolis de nuestro propio país.

En la hermana Bolivia, lo mismo que en gran parte de Sudamérica, el conjunto de cuerpos que conforman los pueblos etnia aborígenes (decenas de diferentes pueblos) y el que conforma al pueblo anti-oligarquía (que incluye también proletariado de ascendencia no-indígena) aunque no se identifican, tienden a solaparse notablemente. Esta característica se explica, sobre todo, atendiendo a la confrontación que este/os conjunto/s entabla/n con el anti-pueblo (la oligarquía) en lo que hace a la conquista del derecho a ser, también ellos, considerados pueblo en el primer sentido del término, o sea ser dignos de tomar decisiones políticas dentro de su país.

En franca oposición a la anterior cita a Quijano - y entendemos nosotros que por el tipo de categorías desde las cuales piensan - hay quienes ven en esto razones para afirmar que en Bolivia,

se trata, intencionadamente o no, de una democratización limitadamente burguesa: un esfuerzo por instauración de la igualdad formal (la eliminación de la discriminación racial); la ciudadanización de los indígenas, es decir, su inclusión política, por la expansión del mercado interno, el desarrollo del capitalismo, y la instauración de una democracia liberal y representativa hasta hoy inexistente en Bolivia, pese a las liturgias electorales de los últimos veinticuatro años.

Pero: ¿es posible hablar de democracia burguesa, liberal y representativa, sin más, en este caso?

Civilización y culturas.

En una de sus editoriales, Dialéktica afirma que absolutamente todos los procesos políticos sudamericanos forman parte de lo mismo, una «comparsa nac&pop»; consecuentemente, los rechaza en forma unánime, con una indeferencia realmente notable. Ahora bien, si señalamos esta indiferencia no es para dar cuenta de una discrepancia moral acerca de cómo debería juzgarse lo que ocurre en Bolivia; sino acusando diferencias acerca de las categorías con las cuales abordar los movimientos políticos de nuestra región a la hora de acercarnos a su sentido.

Consideramos que la posibilidad de pensar lo singular del actual proceso político boliviano, su real diferencia, nos obliga a insistir en la necesidad de desmontar aquella operación moderna, cifrada en la categoría de raza, mediante la cual el dominador impone en el imaginario las condiciones para perpetuar simbólica y materialmente su dominio, reduciendo el ámbito de lo existente; ya eliminando ya inferiorizando ya desconociendo todo aquello otro-de-sí. Des-colonizar; habilitando así lo diferente como alternativa y no como simple «momento a superar».

Por eso mismo, es importante dejar en claro que cualquier propuesta política que se sostenga en la reivindicación de lo indio entendiéndolo como un todo homogéneo y esencialmente diferente a todo otro-de-sí, sólo reproduce el imaginario, y así las prácticas, coloniales/modernas. No se trata, de ningún modo, de pretender que la etnificación vaya a desarticular de por sí el mecanismo opresor estatal en Bolivia; sino de poner en la mira el hecho histórico de que siempre estuvo etnificado dicho Estado y en que éste era el peculiar modo en que la opresión se realizaba.

Y si hemos preferido pensar lo popular en términos de cuerpos y de conjuntos de cuerpos, y a lo político como movimiento de des-identificación desde (y no como identificación con) estos cuerpos y conjuntos es porque requeríamos cierta flexibilidad conceptual - que el contractualismo negaba de plano - en nuestro intento de dar cabida a una lectura del problema político andino que recoja sus particularidades. Entre estas, fundamentalmente, la que hace a los inconvenientes de pretender «regularizar» la relación de los pueblos aborígenes con el Estado dentro de las formas liberales de representación.

Pero, ¿por qué decimos que teorías modernas como el contractualismo no nos permiten pensar el problema andino? Pues porque una teoría asentada en la ecuación un cuerpo = un sujeto, presupone un particular desarrollo histórico de individuación en lo que hace a los agente sociales que se desarrolla la Europa pos-cristiana. Que lo social sea, luego, teorizado como una agregación se voluntades particulares puede entenderse sólo en miras de dicho desarrollo. Sin esto, la sociedad «civil» como tal no existe. Marx lo ha dejado en claro cuando en su Sobre la cuestión judía desnuda el sentido de los derechos humanos, en su crítica a la particular idea de libertad sobre la cual estos se construyen. El otro, allí, es pensado como límite: como imposibilidad u obstáculo de mi realización en su pretensión humana de realizarse.

Consideramos que afirmaciones como la antes citada de Ayllón, no toman en cuenta que dicha lógica opera de igual manera en la relación entre pueblos/cultura. Eurocéntricamente, reducen toda la realidad al curso pre-fijado por categorías de análisis teleológicas, que se configuran de acuerdo al paradigma de la sucesión. Es dicho paradigma, a su vez, el que habilita un pensamiento en términos de totalidad jerárquica. Toda transformación es concebida entonces como realización de lo mismo. Y todo otro, como mediación interna en la consecución de un proyecto universal-izado. Y así, claro: todo siempre lo mismo.

Pensémoslo así: desde el paradigma de la sucesión, la metáfora temporal traduce las diferencias en distinciones de «antes» y «después». La uni-dimensionalidad del ser, determina todo lo existente, sea como potencia o como acto, siempre como parte de un movimiento idéntico a sí mismo. Por eso es que hay capital y pre-capital. Hay modernidad, y hay pre-modernidad…

Dussel, en cambio, utiliza una metáfora espacial - afín, creemos, con un paradigma de la simultaneidad como el que antes hemos señalado - donde la diferencia se traduce en exterioridad. Evita caer, gracias a ello, en una jerarquización de lo existente. Dicha exterioridad, además, ofrece la posibilidad de un posicionamiento crítico alternativo, otro lugar de enunciación.

Es cierto que la dialéctica supera la ingenua postura de la ciencia, pues logra pensar sus principios, remontándose hasta el mismo fundamento del sistema. «El proceso dialéctico, con respecto a la ciencia - nos dice Dussel - (…) se eleva a sus supuestos (…) históricos, sociales, económicos. No demuestra el fundamento sino que lo muestra como lo primero (…) en el cual todas las diferencias (entes, partes, funciones) cobran su sentido último». Por eso Dussel sostiene que la dialéctica alcanza a pensar la totalidad y las diferencias internas de un sistema; pero, agrega que, ciertamente, la totalidad no es todo lo que hay por pensar.

Es en su filosofía de la liberación donde nos habla de un pensamiento «analéctico», donde «el otro», exterioridad del sistema, se torna crucial. Superadora de la dialéctica negativa, que se expresa como negación de lo negado: la analéctica se presenta a sí misma como afirmación de la exterioridad.

Siempre hay exterioridad económica, porque hay distintas estructuras (entre indígenas, africanos, asiáticos, masas populares), distintos procedimientos de cambio, distinta significación (el valor de cambio es símbolo cultural o un signo de status (…) del producto, simplemente porque hay exterioridad cultural (…).

Pachacutti y revolución.

Cosmologías cíclicas como las andinas, ligan el cataclismo al reestablecimiento del orden. Lo que será es lo que siempre ha sido. Y lo que siempre ha sido es, entre otras cosas, la imposibilidad de un sistema que se cierre sobre sí albergando todo lo existente: es decir de un todo que sea siempre lo mismo. La exterioridad como elemento dis-ruptor del sistema se presenta, en su re-articulación con los conjuntos de cuerpos que lo dominan, como un movimiento netamente político.

El Pueblo boliviano vive el actual proceso político como un pachacutti. Y la palabra quechua pachacutti puede entenderse como revolución sólo si no es pensada en un sentido moderno, teleológico, superador. Rodolfo Kusch, nos dice que «el término pachacutti era un título que se identificaba con ciertas épocas paralelas a las cinco edades y que señalaban un momento en que el tiempo y el espacio y la tierra debían resolverse». Momento crucial el de Bolivia, entonces. Mas ¿cómo pensarlo? Esas son cuestiones abiertas, ciertamente. Mencionaremos sólo algunas de ellas.

Diferencia y alternativa.

Quijano nos ha dicho porqué, de realizarse, el Estado Boliviano no ha de ser un nacional, sino inter-nacional. Y de estar en lo cierto, el principal dispositivo del estado moderno, es decir la reducción de la diferencia a una abstracta identidad, estaría siendo puesto seriamente en entredicho. La historia sudamericana de Bolivia, hemos intentado mostrar, torna viable esa hipótesis. ¿Otro Estado, entonces?

Sumémosle a esto que la construcción política del MAS, también invita a revisar categorías: qué tipo de representación se juega allí. Es difícil sostener que los movimientos sociales sirvan simplemente de «base». De hecho hay quienes creen que: «La disyuntiva irresoluble - si formamos partido de cuadros o partido de masas, si el poder se toma o se construye desde abajo - es planteada por el evismo de forma teórica en sus estrategias de lucha, pero a la vez siendo resuelta. En sentido estricto, este es el único caso en que los movimientos sociales han llegado a tomar el Estado». ¿Otra representación, luego?

Por último, sólo pensar que buena parte de la sociedad boliviana se estructura en base a ayllus (en los cuales llegan a contarse hasta 200 personas), con la tremenda exterioridad cultural que esto implica respecto de la cosmovisión occidental, torna absurda la espera de una solución en términos de inclusión en la «ciudadanía liberal». Desde hace 2500 años las sociedades andinas se organizan adoptando dicha figura; figura que está muy lejos de ser una agregación de individuos «libres» y que tampoco se deja encerrar por el concepto occidental y cristiano de familia. ¿Otro mundo, quizá?

Creemos que en la exterioridad cultural está la clave de nuestras preguntas. Y en ellas, aquello que opera como dimensión realmente trasformadora en el actual fenómeno político boliviano. Aquello para lo cual, intentamos sugerir, harán falta otras figuras políticas, otras constelaciones de sentido y otras metáforas, que se enmarquen en otros paradigmas de pensamiento. Aquello que, por tanto, aún no podemos pensar. Aquello que no hemos asido. En suma, aquello.

Devoluciones a "La emancipación de las fuerzas..."

Devolución de Facundo Martin

Acabo de leer el trabajo de Juan Pablo y el proyecto de Seba. Me parecen muy interesantes los dos. De cara a su presentación en cualquier instancia formal, los encuentro inobjetables, porque presentan las tres características básicas que toda presentación formal debe poseer: consistencia interna, claridad en la delimitación de los problemas y mesura en la elección del tema. Así que lamento no poder ayudar con indicaciones puntuales. Les mando nomás estos comentarios que tienen que ver más que nada con una inquietud que me arroja siempre la lectura de Derrida. Creo que tienen más que ver con lo que escribió Seba que con lo que escribió Juan. Espero no sea muy oscuro, la verdad que no tengo tan trabajado a Derrida.
Hay una pregunta que me anda dando vueltas en la cabeza desde que leímos Espectros de Mares. Primero, me gusta cómo se desarrolla el vínculo entre escritura, subjetividad y política. Me parece que en los dos trabajos está muy bien desplegado ese vínculo. La idea es más o menos que la deconstrucció n de la metafísica trasunta una apuesta ético-política ya en el modo como comprende la escritura. Porque la escritura no depende de la identidad íntima de un sujeto que se expresaría a posteriori en la letra, sino que produce el sentido al inscribir la palabra en el régimen diferencial del texto. Así, sólo hay sentido en la inscripción de palabras que, al interactuar, también se diferencian. Ni hay un sujeto trascendente dador de sentido, ni hay palabras que porten sentidos aisladamente. Es en el juego de las diversas relaciones entre palabras, en la escritura, que se da el sentido. La producción de sentidos es, por lo tanto, un fenómeno fundamentalmente desapropiado y desapropiador: nadie puede "poseer" el lenguaje que escribe, nadie puede subordinarlo a su mismidad como principio ordenador o dador de sentido. El lenguaje, entonces, es algo más que una sumatoria desarticulada de ruidos glóticos o dibujitos repetidos no porque represente las ideas de una conciencia soberana, sino porque vincula las palabras entre sí bajo ciertas relaciones variables que lo vuelven significativo. Poner de manifiesto la producción de sentidos en esos múltiples e inapropiables cruces entre palabras sería, entonces, la deconstrucció n. Como ejercicio de interpretació n de textos, el hacer deconstructivo descoyunta la primacía del sujeto como dador o propietario del sentido. Así, posibilita la apertura a lo diferente (se la conciba como juego entre las fuerzas en un plano de inmanencia o como atención a la venida del Otro). Luego, deconstrucció n y escritura serían en sí políticas, en tanto descentrarían al sujeto y harían posible la emergencia de lo diferente. El sujeto, recordemos, es en todos los sistemas idealistas el que pone la unidad, la identidad (desde el yo como unidad de los muchos pensamientos en Descartes hasta la idea hegeliana). Centrar la escritura en el sujeto, concebir al lenguaje como expresión de las representaciones de una conciencia propietaria, equivale a afirmar una política del retorno opresivo a lo mismo y la exclusión de lo otro. Descentrar al sujeto es, entonces, ya propiciar la emergencia de lo heterogéneo.
La imagen especular del sujeto, en el plano macropolítico, es el estado. El estado (también el derecho y la economía en el plan de trabajo de Seba) es la unidad que excluye la diferencia. Para esto realiza dos operaciones: 1) reduce la heterogeneidad a la imagen del caos, de la inorganicidad invivible; 2) organiza esa heterogeneidad bajo un principio exterior que, a modo de Fundamento, le otorga un orden idéntico, un orden de mismidad. Estado, derecho y economía son, pues, formas de reducción y subordinación de la diferencia a la identidad. Bajo estas formas se reducen la heterogeneidad de las fuerzas y/o la alteridad del otro al principio abstracto de la equivalencia, la nivelación y la identidad.
Frente a la reducción estatal-jurídico- económica de la diferencia a la identidad, los dos trabajos plantean una alternativa, alternativa que tiene por modelo a la concepción derridiana de la escritura. En la escritura, como ya dijimos, se pone de manifiesto el acontecimiento desapropiador de la producción de sentidos, que emergen en el cruce múltiple de palabras diversas. Este acontecimiento desapropiador encierra ya una promesa de apertura a lo diferente porque torna imposible la totalidad (que es el cometido, siempre trunco, de la reducción de la diferencia a la identidad). La deconstrucció n plantea, entonces, una política siempre anti-estatal, porque socava las bases mismas de la estatalidad, es decir, socava la reducción continua de la diferencia a la identidad. La deconstrucció n, como apertura al Otro o emergencia de las fuerzas puras (que portan en sí su propio orden) aspira, pues, a un más allá: más allá del estado, de la identidad total, del sujeto.
Esta apertura (he aquí el problema) es radicalmente no-plenificable, “siempre por venir”. Aparecen dos razones para esta imposibilidad. Juan Pa señala que, en la medida en que estamos insertos en la tradición metafísica, no podemos actualizar cabalmente esa emancipación de las fuerzas, sino -digamos- sólo “tantearla”. Seba, por su parte, sostiene que la democracia por venir sólo se efectiviza en el modo de la promesa, de la construcción constante y la continua perfectibilidad del derecho. No puede pensarse una venida plena de la democracia, porque la plenitud que actualiza la presencia total sería la exclusión misma de lo otro, el cierre de lo consumado que impide todo devenir ulterior. El anti-estatalismo deconstructivo, como militancia contra la reducción de la diferencia a la identidad que todo estado encarna, es entonces, a su vez, estatal, porque no se coloca más allá de lo que deconstruye, sino en su seno. Desarrollemos estos dos argumentos por separado.
Por un lado, pertenecemos a la metafísica de la presencia, como hijos de occidente, de la modernidad, o tal vez simplemente como hijos del hombre (del hombre propietario, del hombre- centro-del-mundo, del hombre que nombra y camina erguido por sobre los demás animales). Podemos vislumbrar la anulación de esa metafísica, pero no llevarla a cabo por completo. Esto, empero, no excluye que otros venideros sí puedan, pues nuestra adhesión a las categorías de la mismidad (del sujeto, del idealismo, de la propiedad) es contingente, histórica, en tanto se basa en el “mero hecho” de que nuestros antepasados llegaron a pensar y hacer las cosas de cierto modo (el modo de colocarse en el centro, subordinar lo diverso a lo mismo, etc.), modo evitable en tanto simplemente contingente.
Por otro lado, siguiendo el segundo argumento, querer ir más allá de la metafísica de la presencia sería suturar lo intempestivo de la deconstrucció n en la transparencia de la plenificación. Como dice el propio Derrida en Espectros de Marx, realizar al comunismo sería el modo (marxista) de conjurarlo. La apuesta política derridiana, aquí, no se basa en la mera contingencia de una herencia histórica de facto, sino en las exigencias universalmente válidas de una afirmación ética: la afirmación de la apertura a la diferencia como lo único imperecedero y constante. No se trata de que no podemos realizar la democracia por venir por la resistencia que le oponen nuestras condiciones históricas, sino porque, por su propia estructura, la democracia por venir es lo no-realizable o lo realizable sólo en el modo de la promesa.
Me parece que es preciso distinguir claramente las dos cosas. En una caso, la política de apertura a lo otro que la deconstrucció n propicia, es decir, la política contraria al estado (al derecho, al mercado, a la identidad total), se produce en el marco del estado (de lo estatal, mercantil, jurídico, totalitario) porque no hay otra cosa. No nos queda sino habitar las fisuras (que por ser fisuras no deben ser necesariamente pequeñas o ajenas a la masividad). En el segundo caso, lo “irrealizable” es la estructura misma de la deconstrucció n. Se trata de un límite infranqueable y por lo tanto meta-histórico: la totalidad, la plenitud, el cierre en la mismidad, no es posible (ni deseable) en ningún caso. La afirmación deconstructiva, la apertura al Otro, entonces, jamás se agota.
Estoy de acuerdo con ambos planteos, pero me parece que hay que mantenerlos claramente distinguidos. Porque, de lo contrario, la deconstrucció n afirma la eternidad, necesariedad (e incluso necesariedad para conservar la alteridad del Otro) de la identidad total (el estado, el mercado, y vamos…). Se afirma: puesto que la apertura a lo Otro es por definición no-total, ésta sólo puede “operar” en el marco de lo existente, colaborando con su infinita perfectibilidad. Me pregunto, ¿no se puede pensar un más allá del estado, el mercado, y la identidad total que no asuman una expectativa de plenitud clausurante? Creo que una política puede pensar y hacer en términos de totalidad (de cuestionamiento y transformació n globales de la sociedad), sin ser totalitaria (sin tender a la clausura). Esto es posible en la medida en que la alternativa global y radical planteada frente a lo vigente pueda organizarse en sí misma como apertura a lo heterogéneo y no como una clausura. En suma, la afirmación de la no-plenitud no supone el “reformismo”, es decir, el trabajo constante en pos de un ideal de democracia inalcanzable. Lo actualizable en el modo de la promesa, la democracia por venir, es entonces efectivamente actualizable, a condición de que no se conciba esa realización como clausura.
En otros términos: la deconstrucció n se dedica a habitar las fisuras de la totalidad (de la metafísica de la presencia, etc.) en virtud de las condiciones históricas (totalitarias, estatal-jurídico- económicas, etc.) bajo las que produce. A su vez, la deconstrucció n apunta a un más-allá de la totalidad (las fuerzas puras o la apertura a lo Otro), que por su solo concepto no puede ser pleno. Ello, sin embargo, no significa que no pueda actualizarse como organización social global (no por eso totalitaria, cerrada). En resumen, la “venida del Otro” como presencia de lo inmemorial que no puede actualizarse por completo no es un modelo para la política emancipatoria. La emancipación sería construir el mundo propicio para la apertura a la alteridad. La alteridad, como tal, no puede acabar de darse en la presencia, o construir esa apertura no implica una acción totalizante. Pero no hay que identificar la emancipación (construcción de las condiciones para la apertura a lo heterogéneo) con la apertura a lo heterogéneo misma (como el contenido imposible de la emancipación, o sea imposibilidad de la clausura que haría de una comunidad emancipada algo aún móvil y vivo). Que la estructura interna de la comunidad construida a partir de lo heterogéneo sea la apertura a una alteridad, que siempre se escapa más allá o impide el cierre, no significa que esa comunidad sea, también, imposible. O sea, me parece que habría que distinguir entre la imposibilidad como estructura interna de una democracia por venir realizable y la imposibilidad de la democracia por venir como tal. Y si no se puede hacer esa distinción, la deconstrucció n sirve para criticar un estado, un mercado y un derecho cuya inexorabilidad afirma al mismo tiempo, con lo que permite socavarlos al tiempo que los restituye todo el tiempo. Más brevemente: abandonar una política utópica (signada por la promesa de una plenitud paradisíaca al fina de la historia) no debería necesariamente conducir a afirmar una política reformista, que eternice el trabajo en el marco de lo existente como lo único posible. El espectro del comunismo no es la venida del Otro, y tal vez la política y la ética deban permanecer separadas.

Devolución de Sebastián Chun

- Deconstrucción y escritura también son políticas como modos de relación con el otro más allá del poder (que en Lévinas era el habla). Si no soy un sujeto soberano que tutela el sentido de lo dicho, se abre otro tipo de relación con el otro (por eso se separa de Habermas, Rorty y Gadamer). Quizá esto ayude a tender el puente entre escritura y política y que no quede en un plano de abstracción absoluta.

- Entiendo que el carácter mesiánico de la política derridiana es fundamental, ya que es lo que motoriza la deconstrucción (es decir, la apertura a lo heterogéneo). Los venideros de algún modo somos ya nosotros, en tanto habitamos esas fisuras. Si se plenifica la "democracia por venir" como totalidad que anula la diferencia (es decir, si no se es derridiano a la hoguera y se acabó), ya no es una política por venir, es decir, ya no es deconstructiva. El problema es cómo pensar una totalidad no totalitaria (el momento de la decisión, del derecho, del Estado, parecen necesarios). Lo imposible es posible como imposible, y ese es el contenido emancipatorio de la democracia por venir. En otras palabras, pensar en una política (no?) totalitaria implica siempre pensar una economía de la violencia (hay un momento de cierre necesario pero que no debe clausurar la posibilidad de la apertura), pero es no es una política por venir, sino que tal vez se tiende hacia ella. Parece que sólo hay política cuando hay momentos totalitarios (cuando se suspende la ética). Yo con esto no estoy muy contento, pero entiendo que es lo que dice Derrida y de algún modo también Lévinas. Ojo, habría que ver si esto significa ser reformista o ya implica pensar otro Estado (estado), otro derecho, otra decisión, otro totalitarismo, etc. Pero me da la sensación que es darle la vuelta al mismo problema. Cómo pensar un Estado sin momentos totalitarios? Cómo pensar una totalidad sin momentos totalitarios?

Devolución de Juan Pablo Parra

Viendo la naturaleza de ambas devoluciones o directamente aportes para la discusión, veo que mi aporte será bastante limitado y posiblemente improvisado, pero sumo algún que otro elemento para ver si sirve de algo.

Me parece que está muy bueno el punto en el que se instala Facu, para pensar posibles proyecciones políticas de la deconstrucción: en qué medida ciertos giros críticos hacen posible o no una transmutación o si se circunscribe a una especie de ideal regulador. Creo que, en este sentido, noto un límite, tal vez, en la postura derrideana y al mismo tiempo una potencia. La potencia del texto derrideano es que no se puede buscar una respuesta a semejante problema en el texto derrideano, si no que, según alcanzo a interpretar, esa problematización es producto de las reinterpretaciones y posibles elaboraciones que quedan a cargo de los lectores (es decir, en este caso, de nosotros). Y, en este sentido, la cuestión se plantea no solamente como ejercicio de lectura, sino de deconstrucción, es decir, como una forma de habitar el mundo, como una práctica activa. Esto me parece que está copado porque nos obliga a pensar y a crear allí donde el texto queda en suspenso.

El límite que noto, de acuerdo a los textos que leí, es que la deconstrucción como forma de vida que busca solicitar (mover desde los cimientos) las estructuras establecidas y en ese mismo gesto, habilitar posibilidades nuevas; suele dejar de lado o reducir a una mera mención que habría que entender de suyo, cómo juega esta forma de habitar en una sociedad cuyas forma de relación y producción son específicamente capitalistas. Quiero decir, no es que Derrida deje de lado nada de esto, cuando uno deconstruye los cimientos de una estructura, estructuras que son las nuestras, va de suyo que el capital cae en la volteada. Lo que quiero decir, es que no se sigue de suyo, de este supuesto, cómo juegan estas relaciones en una sociedad capitalista. Una cosa es no caer en una especie de reduccionismo economicista, que encontraría en la ley del valor de Marx el arjé desde lo cual todo se sigue (la deconstrucción milita contra todo esto) y otra cosa, es prácticamente dejar de lado toda perspectiva de análisis en estos términos como si no tuvieran ninguna pertinencia.

Esta cuestión permanece abierta y lo que yo suelo hacer, es interpretar que la crítica a la metafísica de la presencia, la reducción de la diferencia a la identidad, a la representación en todos sus ámbitos y a la trascendencia, pueden dar lugar a un incipiente forma de pensamiento anticapitalista. O dicho de otra manera, la apertura a lo que viene, si es una apertura radical, debe poder cuestionar todas las prácticas en que la reducción de la diferencia tiene lugar, el derecho, el Estado, la filosofía, la escuela, etc. pero también la acumulación de capital y habilitar en el mismo movimiento práctico una posibilidad distinta. Y suelo entender que este gesto de apertura implica necesariamente un cierre, una cierta afirmación que posibilita, paradójicamente, esa apertura: la militancia deconstructiva cotidiana contra toda forma que fagocite el devenir y el cambio, instaurando una nueva trascendencia, llámese como se llame, Estado, Capital, patria socialista o lo que fuere.

Así entiendo el carácter paradójico de la democracia por venir: que está siempre fuera de sí o siempre prometida implica que la deconstrucción no es un estado, sino una experiencia, y no es un concepto teórico, sino una práctica, que por definición, no puede clausurarse nunca. Creo que esta idea puede tener la pertinencia política de no instaurar un utopisto neo-religioso que nos invitaría a creer y desear una especie de paraíso en la tierra donde todo sería transparente y terminal (en el sentido de muerto y finalizado). Pero todo esto ya es una interpretación medio trasnochada.