9.5.08

Encuentro del 04-05-08

En primer lugar vinieron dos compañeros/as nuevas/os al espacio, Laura y Juan Ángel. A diferencia de la vez pasada, cuando se incorporaron Pablo y Nati, pudimos hacer una especie de raconto del grupo medianamente comprensible (en aquella ocasión, según recuerdo y tal como aparece en el acta que mandó Seba, les rompimos el coco a Nati y a Pablo con frases incomprensibles sobre el fulano Carl Schmitt). Sin embargo y más allá del leve avance en este sentido, Juan Ángel nos hizo patente una nueva desprolijidad: les zampamos dos años de laburo encima sin siquiera preguntarles cómo se llamaban. En fin, entonces, bienvenidos Juan Ángel y Lau al espacio.
Luego del raconto comenzamos con la discusión y comentario del texto de Castoriadis. Advierto que el comentario fue más que rico y que las líneas que siguen intentarán nada más que cifrar algunos caracteres sobre el laberinto de cosas que dijimos (esto no quiere decir que la discusión haya sido desordenada, sino que intento abrir un paraguas por si varios núcleos nodales de la discusión se hubieran perdido en la oralidad sin encontrar pista de aterrizaje como garabato en mi libreta).
Lo primero que hicimos fue tratar de reponer el derrotero argumentativo del texto en sus puntos nodales. Nos preguntábamos a qué llamaba Castoriadis sociedad no alienada. Lo que decíamos básicamente es que la propuesta viene por el lado de sostener una especie de mediación o tensión entre la absoluta distancia entre la sociedad y las instituciones por un lado y la identificación absoluta entre lo social y lo institucional por el otro. Decíamos que tanto por un camino como por el otro nos íbamos directo a la alienación. La separación tajante inaugura un aplastamiento de lo singular por lo universal (bajo esta postura universal abstracto), mientras que la pura identidad del sujeto social con las instituciones carga con una muy sospechosa intención de terminar con toda opacidad o emergencia de las diferencias (del otro y de lo otro), típicos de la modernidad burguesa (que en la oposición sujeto-objeto/conciencia-mundo, revela su antagonismo y violencia con todo aquello que le resulta ajeno). La absoluta separación o la absoluta identificación trasuntan el afán de dominio expresada en cierta visión moderna de lo real (digo cierta porque con los textos de Foucault veíamos otra genealogía posible de la modernidad).
Por lo demás, la alienación estaría cifrada en el momento en que las instituciones se autonomizan de lo social apareciendo como absolutamente opacas a la producción humanas o, en todo caso, completamente ajenas (que es prácticamente lo mismo). Sin embargo, la pretensión de volver todo lo ajeno a la esfera de lo propio implica el deseo de control y dominio de todo el devenir. Se trataría del paralelo a nivel social de la conquista psicótica del ello a nivel individual. Una sociedad donde lo social se reconoce por completo en sus instituciones acabaría con la dinámica histórica misma y hasta con la política (puesto que solamente habría gestión de lo social inmediatamente, sin necesidad de ningún tipo de institución). Decíamos también que esta crítica al deseo de armonía completa se parecía mucho a lo que leímos de Políticas de la Amistad de Derrida, donde la afirmación de la pura diferencia sin cierre alguno devenía en el reino de la pura hostilidad, donde todos los gatos son pardos y dónde cualquiera, en cualquier momento, puede devenir enemigo (lo del carácter pardo de los gatos no aparece en el libro de Derrida obviamente, que siempre posee metáforas más locas para decir cosas sencillas después de todo).
Por otra parte, la autonomía, lejos de ser la instancia que reenviaría todo el ámbito de la sociedad a la autodeterminación absoluta del sujeto (lo social-histórico, si no entiendo mal), provocando en reino de dios en la tierra, consistiría en una continua reelaboración, una infinita reelaboración del discurso del otro. Esto a nivel individual (de paso, Castoriadis se encarga de aclarar que este esquema de lo individual y lo socia-colectivo no implica ámbitos completamente separados, sino que, incluso en los conflictos parentales están contenidos toda la sociedad e incluso toda su historia).
Nos preguntábamos también qué era esto de la praxis revolucionaria. Decíamos que el concepto era complejo porque si bien se postula la imposibilidad e indeseabilidad del reconocimiento total en las instituciones, no obstante hay una clara apuesta al cambio social revolucionario. Nos preguntábamos cómo sería esto. De paso, estuve leyendo una entrevista a Derrida, donde el franchute dice que podemos renunciar a una jerga política revolucionaria, incluso a los modos supuestamente revolucionarios en que se nos presentan ciertas prácticas, pero que la renuncia lisa y llana a la revolución implica necesariamente la renuncia a todo acontecimiento y a la idea misma de justicia (y de justicia al otro y frente a lo otro). Hago esta digresión porque hay, por lo visto, varios puntos de encuentro entre lo que estábamos leyendo de Derrida (la entrevista es casi contemporánea a Políticas de la amistad) y este texto de Castoriadis; y de paso sumo agua para mi propio molino frente a los que leen a Derrida desde el reformismo (qué tanto).
En relación a esto hicimos referencia a la idea también derrideana (renocozco que tantas referencias al franchute ya me parecen sospechosas), aunque no solamente, de mesianismo sin Mesianismo. Es decir, si las relaciones sociales no pueden ser completamente transparentes ni es deseable una armonía total entre los sujetos y sus instituciones, cómo sería posible una sociedad en vías de liberación y que, a su vez, mantenga el conflicto consustancial a la existencia social. En este sentido nos remitimos al texto, al momento en que Castoriadis sostiene que la distancia entre lo social y lo político institucional no es una carencia sino una determinación conceptual afirmativa de la existencia en sociedad. Que lo social emerja e irrumpa en las instituciones es condición sine que non de la dinámica histórica. No se trata entonces de postular un ideal regulador al cual nos sería imposible llegar pero hacia el cual hay que tender (este sería un nuevo modo del mistificación), sino que se trataría del trabajo continuo de habitar esta distancia necesaria a fin de que las relaciones sociales no devengan alienantes (esto es, que una parte de la sociedad se erija como la totalidad del movimiento social e imponga su posición sin posibilidad de que esas determinaciones puedan ser alteradas; allí cuando la ley le corresponde absolutamente al otra: la heteronomía como ley absoluta del otro).
La autonomía sería entonces la continua reelaboración de la relación con los otros, con uno mismo y con las instituciones. Así como a nivel individual la relación con el lenguaje, con el inconsciente, es decir, con lo otro, no implica de por sí alienación, sino que, por el contrario, son condición de posibilidad de la existencia de la vida psíquica (el otro como condición de posibilidad de la mismidad), la mera relación con las instituciones no implica en lo más mínimo alienación. Solamente una cierta manera de relacionarse con las instituciones cifra la medida de la alienación. Allí donde ya no nos es posible reenviar una decisión a instancias de alterabilidad social, allí donde lo que hay es solamente una orden estatal o las determinaciones impersonales del mercado, etc.; recién allí las instituciones se autonomizan y devienen alienantes. La mera relación no implica alienación. Al contrario, son constitutivas de la dinámica histórica: no hay institución sin proceso instituyente pero tampoco a la inversa, no hay proceso instituyente sin instituciones.
En este punto llegábamos a que la autonomía, ya sea individual o colectiva (en el texto también se toma la posición de que, más allá del esquema, no es posible una vida autónoma solamente a nivel individual), se presenta en la manera en cómo nos relacionamos con el otro y con las instituciones. Esto nos habilitaba varios pensamientos: el primero es que la mera fuga de las instituciones establecidas no era sinónimo de autonomía y que, toda praxis revolucionaria implica cierto tipo de distancia de lo que, incluso colectivamente, se decide. Poníamos el ejemplo de una asamblea donde no necesariamente todos y todas debían estar de acuerdo con las decisiones allí tomadas, sino que, en todo caso, lo que se debía presentar era la continua revocabilidad de las decisiones allí tomadas (o algo así). Entonces, no habría un más allá de las instituciones, sino una cierta manera de relacionarse con ellas.
También hicimos referencia a terapia psicoanalítica. Así como en el psicoanálisis no se trata de eliminar el discurso del otro sino de reinterpretarlo de modo tal que nos sea posible el enunciado «el otro es mi otro», la relación con la institución debería correr derroteros similares de continua reinterpretación.
Finalmente nos metimos con una discusión que discurría por fuera del texto pero que igual merece ser puesta en el acta. Nos preguntábamos si era posible salir de la alienación (dando por supuesto que esta era la apuesta del texto). Al mismo tiempo nos preguntábamos, qué sujeto supone (habida cuenta de que el texto también lo supone, sería lo social-histórico mismo). Es decir, nos preguntábamos cómo se re-articularía el problema de la representación desde esta postura, ya que se supone descartada la representación de tipo burguesa pero dejaría lugar a cierto tipo de representación (que iría de la mano con la negación al abandono de toda institución que no implique cierta distancia con lo social). La pregunta era cómo sería concebible o posible un nosotros que permita volver, que no devenga en alienación o en pura armonía psicótica. Por lo demás, cómo operaría este sujeto.
En principio soltamos que esta subjetividad debería pensarse como una subjetividad de conflicto, incluso de lucha sin alienación o antagonismo. Es decir, se estaría pensando en un sujeto colectivo plural capaz de estar a distancia de sí, de la pura homologación consigo pero también con el otro. Pero dejamos estos balbuceos por allí.
El otro problema, que de hecho es el que nos llevó a nuestra próxima lectura, es el de cómo pensar el cambio social o el momento de totalización. Es decir, si de lo que se trata es de pensar, al mismo tiempo, una práctica revolucionaria anclada en las propias reconfiguraciones de las relaciones con las distintas instituciones establecidas, cómo sería posible una acción de conjunto. ¿No sería necesario, en algún momento, cerrar filas y que alguna parte de la sociedad afirme una dirección o un sentido de avance? ¿No será necesario cierto Schmittianismo en todo esto? ¿No sería preciso que, en algún momento, un sujeto se cargue con lo establecido?
Todo esto surgía porque del texto se deduce que no hay autonomía de una parte de la sociedad o de un individuo sino que la autonomía solamente es posible de conjunto. Solamente en la totalidad social (totalidad que siempre fuga pero que existe en esa fugacidad) es posible una sociedad autónoma. Decíamos en este sentido que el límite del cierre se halla allí donde su cristalización inaugura un nuevo proceso de heteronomía. En este sentido hacíamos referencia a que el momento de cierre, si bien necesario, debía circunscribirse a la máxima «buscar la autonomía del otro». Acá se dio toda una discusión sobre si el recurso a la práctica psicoanalítica no trasuntaba una especie de iluminismo del estilo «el/la terapeuta como liberador/a». En este sentido recurrimos al ejemplo de las máscaras zapatistas, que propondrían una idea como la siguiente: el Zapatismo desde su práctica estaría cuestionando y poniendo sobre el tapete relaciones sociales de explotación a nivel universal pero que no pueden ni realizan ningún tipo de indicación sobre cómo hacer para que el otro se libere. Las máscaras estarían allí para dar cuenta de que no importa quién dice o postula la explotación (podría ser cualquiera) sino que no hay modo de que esas máscaras nos digan qué debemos hacer, o que esas máscaras nos liberen. Esa liberación no puede estar más que a cargo de la propia práctica del otro.
En fin, el problema es cómo pensar una totalización de la praxis revolucionaria sin caer en el vanguardismo o en una nueva forma de heteronomía. No sobre este punto específico, pero sí sobre modos de organización político-revolucionaria versa el próximo texto que vamos a leer. Resulta que la publicación (revista Socialismo o barbarie) de dónde surgen los primeros textos del La institución imaginaria de la sociedad, se rompió justamente por discusiones sobre estos puntos. Parece ser que había dos posiciones al interior del colectivo: una que sostenía la necesidad de cierta centralización de las prácticas de alteración y otra que sostenía la innecesariedad de dicha centralización y que postulaba la situacionalidad específica de cada experiencia sin ningún tipo de órgano central de coordinación.
Para la próxima entonces leeremos la discusión que llevó a la ruptura de Socialismo o Barbarie sostenido entre Castoriadis y Le Fort por una parte y un situacionista, Pannekoek por otra. Las determinaciones sobre la presentación de este texto y las coordenadas sobre lugar fecha de la próxima reunión ya las mandó Facu.
Bueno, modifiquen, saquen, incorporen, etc.