9.5.11

Encuentro del 31-04-11

Dedicamos esta reunión a discutir el Dossier de Herramienta 46. A todos nos pareció muy estimulante la lectura, y muy en línea con la clave más “coyuntural-histórica” que “filosófico-conceptual” que venimos siguiendo este año.

Empezamos señalando que los dos primeros artículos (Holloway y Dri) marcan algo así como los límites del abanico de posiciones del resto del Dossier. Holloway es el autor que más afinidad guarda con la consigna “QSVT”. Este autor señala que, pasado el momento de la “furia” destituyente y negativa es preciso darse a la construcción positiva de alternativas al Capital. Su propuesta es construir experiencias políticas a distancia del Estado y el Capital que prefiguren una sociedad emancipada. En las antípodas, Dri ve en esas experiencias un resultado del repliegue de la militancia política a partir de la hegemonía neoliberal, que habría destruido las organizaciones solidarias del pueblo convirtiéndolo en la atomizada multitud. Pasada la revuelta del 2001 se hace posible la recuperación del sujeto de cambio popular de entre los fragmentos de la multitud. Entonces el Estado vuelve la centro de la escena y se pasa a la construcción del poder popular. Esto abre varias preguntas. Ante todo, ¿es el “cierre” de la soberanía estatal el destino inexorable de toda activación política? Y a la vez ¿Es la participación en el Estado siempre una cooptación o subsunción de las fuerzas emancipadoras?

A algunos nos pareció que, frente a estos dos artículos-límite, el jugo del Dossier está en cambio en los textos que se ubican “en el medio”. Esto habilitó a la vez la discusión sobre las formas “institucionalización” de la lucha anticapitalista y la construcción de órganos representativos. Hay que hacer una distinción cuando se habla de crear poder popular: subyacen a esa exigencia dos problemas relacionados pero diferentes. Por un lado, detrás de la consigna “QSVT” enfiló a menudo una hostilidad no sólo al Estado, sino directamente a la representación política como tal. Especialmente en los ámbitos resguardados de la a menudo irresponsable militancia política estudiantil, cierto autonomismo principista afirma lógicas no-representativas que, a criterio de la mayoría de nosotros, obturan directamente la construcción política (y esto lo decimos, también muchos de nosotros, por haber practicado y defendido esas lógicas por algún tiempo). La representación política es el “salto” de lo particular a lo universal, el salto que funda la construcción de lo común. “Lo común” como producto de decisiones tomadas de conjunto, orgánicamente, o sea, en instancias decisorias que tienen primacía sobre los individuos o sectores particulares. La construcción del poder popular supone siempre una vertebración política que no se agota en la proliferación de devenires o experimentaciones singulares descentralizadas. Es más, algunos creemos que esa mera proliferación no es política (no permite una construcción de lo común), además de que se mostró estratégicamente incapaz no sólo de cambiar el mundo, sino directamente de perdurar con cierta masividad ante la recuperación kirchnerista de la legitimidad capitalista. Varios de nosotros creemos que hay que dejar de oponer la construcción de formas de centralización política orgánicas (con capacidad decisora “por encima” de los particulares) a la democracia de base. Por el contrario, la democracia de base debería pensarse como una forma de centralización (con delegados de base, escalonada, con representantes revocables y mandatados, o como la experiencia histórica enseñe en cada caso), pero como una forma de centralización al fin. También señalamos que si nosotros no nos apropiamos de las instancias representativas (o creamos las propias) se la regalamos al Estado y los partidos del orden vigente, es decir, cagamos.

Ahora bien, la fragua de la unidad política (unidad orgánica, representativa) no se hace necesariamente en el Estado. Acá Dri traficaría un supuesto que no es necesario aceptar, justamente, que construir poder popular es construir desde el poder del Estado. Puede haber formas de representación política a distancia del Estado (pensamos en la cara político-militar del EZLN, que constituye efectivamente una forma de organización representativa y centralizada a distancia del Estado y que, dicho sea de paso, es organizativamente algo bastante distante de la pintura romántica que hace cierto activismo argentino). Uno puede preguntarse por las formas y grados de representación (y por lo tanto por las estrategias de construcción del poder popular) en un sindicato, en un movimiento territorial, en un bachillerato popular (o varios, mencionamos la existencia de la interbachilleratos) y en todas esas instancias a distancia del Estado se construye, también, un poder-otro, un poder popular.

Por otro lado, resta también la pregunta por la disputa estatal. La gran cantidad de textos de intelectuales ligados al Frente Popular Darío Santillán FPDS, allende las diferencias entre ellos, actualiza una intervención que muchos consideramos fecunda. Corren la discusión del eje (repetido hasta el hartazgo en espacios de militancia autónoma) Estado sí/Estado no, para preguntarse cómo, sobre la base de qué construcciones organizativas y con qué proyecciones políticas se ocupa u ocuparía el Estado. Frente a una caracterización rígida que ve la búsqueda de una hegemonía estatal en sí misma como una derrota o una traición, esta alternativa nos resultó interesante. Y doblemente interesante cuando generalmente se enarbola, desde el contrafrente kirchnerista, la tesis de que la única intervención política posible es la que parte de la ostentación de cargos en el Estado. Si esta última opción era para algunos de nosotros directamente reaccionaria, la posición de cierto autonomismo principista en su negativa a conducir la intervención emancipadora hacia el Estado nos pareció igualmente cuestionable. No es que el Estado sea neutral, si no que, precisamente porque es una institución de la dominación de clase, puede ser (y acaso deba ser) un espacio de intervención política. Habría, según creemos algunos, que evitar esencializar o cosificar la propia caracterización del Estado como una institución cosificada: si su carácter opresivo y capitalista es irreducible, ello no obsta para que se pueda intervenir en el Estado, contra el Estado y más allá del Estado. Es más: precisamente porque se trata de una institución opresiva, amerita la lucha en su seno. Esto no significaría, para algunos, poner en los cargos directivos a funcionarios progres o “con sentido social”, como dicen los kirchneristas, sino confluir en el Estado desde un proceso de construcción de poder popular en la “sociedad civil”. O sea, a muchos nos parece que si la construcción de “poder popular” a distancia del Estado es indispensable, es a la vez la única base desde la que se podría aspirar a ocupar el Estado con una praxis y unas aspiraciones de cambio social.

Tras todos estos debates, algunos remarcaron algunas herencias sin embargo no desdeñables de las movilizaciones de 2001. En particular (recordamos los debates leídos en Dialéktica) vimos que, si bien no estaba en juego el cambio social, el capitalismo, ni nada de eso; la movilización asamblearia y de base habilitó otras prácticas que renovaron la activación política en Argentina. Esas prácticas incluyen la inquietud por la democratización de las formas de organización y la creación de múltiples frentes de activismo no referenciados en el Estado, y habría que valorarnos allende las dificultades señaladas.

En medio de estas discusiones más político-organizativas, vimos que era necesario recordar la especificidad de dos artículos particulares: el de Bonnet y el de Casas. El primero analiza la revuelta de 2001 a la luz de la lucha de clases y el segundo historiza el rol del movimiento obrero organizado en los últimos 10 años. Los dos muestran las limitaciones de la lucha de los trabajadores. Bonnet señala que la resolución de los eventos de 2001 se dio dentro de los marcos de la lucha interburguesa, es decir, sin que asomara seriamente una proyección anticapitalista de potencialidades hegemónicas y en un marco donde el movimiento obrero organizado no tenía un proyecto político de emancipación de clases. Agrega, sin embargo, que la propia lucha interburguesa está determinada en última instancia por la lucha de clases (a varios esta tesis nos parece muy buena), aunque de momento esa lucha no va a redundar en la organización contra el Capital. Casas agrega directamente que la clase obrera, en los momentos álgidos de la lucha callejera, “faltó a la cita”. Nos pareció que con estos dos artículos era posible responder a la pregunta contrafáctica de Solana: “¿Qué hubiera sucedido si esos movimientos recién nacidos, aún con raíces débiles, con una militancia centralmente joven y sin experiencia, hubieran dedicado esfuerzos a explorar apuestas políticas «institucionales»?” (p. 44). La respuesta que algunos (con muchas dudas) damos es: los habrían derrotado de todos modos. Y justamente porque el movimiento obrero organizado faltó a la cita y la clase obrera globalmente fue y sigue siendo en lo fundamental “furgón de cola” de los proyectos de la hegemonía burguesa. Sin ser unos clasistas cuadrados, varios pensamos que es difícil imaginar que se construya el cambio social sin obturar seriamente la acumulación de capital. ¿Por qué? Porque por medios políticos o militares el capital siempre va a ganar, siempre va a ser más fuerte, va a tener más recursos, más medios prebendarios, ideológicos y propagandísticos para desactivarnos, aislarnos y derrotarnos. En este sentido, varios coincidíamos en la necesidad de atribuir cierta primacía estratégica a la clase obrera como la única que puede “poner un palo en la rueda” de la acumulación (y esa sería una condición necesaria, aunque no suficiente, para el cambio social). (Y esto dicho a pesar del carácter dominantemente burocrático, empresario y capitalista de la mayor parte del movimiento obrero organizado).

Esto generó, empero, bastante debate. Algunos hablaron de evitar la pregunta por el lugar privilegiado de la activación anticapitalista. Se remarcó que esa pregunta por un lugar privilegiado insiste en los que (por ejemplo) dijeron, en su momento, que el movimiento obrero “fue”, que está burocratizado y es capitalista, y entonces hay que militar en otro lado, por ejemplo en el territorio. Se sostenía entonces que había que abandonar, pongamos por caso, la militancia sindical y la intervención en las instituciones dominantes, y hoy vemos que eso condujo a cierto repliegue y aislamiento a mediano plazo. Esta lectura esencializaría los espacios de intervención (lo mismo que la que cree que los obreros son el actor privilegiado). Se discutió entonces si la lucha es “multisectorial”, y si a lo mejor habría que preguntarse qué sectores tienen más importancia estratégica según el análisis de situaciones concretas (sin atribuir esencialmente y de antemano a ninguno importancia privilegiada).

Se discutió si hay que pensar en un sujeto de cambio plural (aunque puedan reconocerse en su interior sectores estratégicos). Si se piensa que ese sujeto es “el pueblo”, o los movimientos sociales, muchas veces se soslaya el problema de la emancipación de la clase obrera (que es emanciparse de su propia condición de clase obrera y por lo tanto del capitalismo). (Algunos dijeron, en este punto, que ven en el FPDS esta limitación en cierta deriva populista que podría llevar a abandonar el anticapitalismo).Si en cambio se piensa que ese sujeto es la heteróclita multitud, se pierde a menudo la posibilidad de construir la organicidad política buscada. En este punto no llegamos a nada superador, sino que simplemente coincidimos en señalar la problematicidad de la cuestión de cuál sería el sujeto de la emancipación hoy.

La aporeticidad encontrada ameritó otra pregunta: habría que ver si el anticapitalismo que se busca una y otra vez (y no se encuentra) en la movilización de 2001, no es algo impostado intelectualmente desde los gustos ideológicos arbitrarios de algunos de nosotros. Mayoritariamente, las salidas políticas de la crisis planteadas aún en aquel entonces eran salidas en términos nacionales, a lo mejor incluso de cierta recuperación de la soberanía nacional, pero no de abolición de las clases sociales. A lo mejor, si se abandona esa preocupación por lo que los movimientos “deberían haber sido” y no son ni fueron, se podría ver el kirchnerismo de otra manera (menos como una cooptación y subordinación y más como una continuación por otros carriles). Esto generó un debate por el rol de lo nacional en la lucha anticapitalista (¿cumple un rol siempre regresivo o puede enhebrarse con una aspiración de cambio?).

También disparó a la pregunta por la elaboración teórica y la política. Alguno dijo que hacer política sería aportar una mirada más allá de la táctica coyuntural. La política sería entonces la preocupación por una aspiración de cambio que excede la mera administración de lo existente y que por lo tanto no se agota en la constatación de lo que ya hay, sino que inventa nuevas maneras de vivir en común. Y esto valdría más todavía cuando se hace política desde la teoría, porque la teoría justamente excede las exigencias de la intervención táctica/coyuntural (y a veces puede decir cosas que van hasta más allá de la práctica, por ejemplo, actualizar una crítica al capitalismo cuando lo que domina en la sociedad es justamente la legitimidad del capitalismo). Nos preguntamos por la relevancia de la filosofía cuando se trata de pensar experiencias concretas y si no hay a veces un vicio de los filósofos que es reducir las cosas a sus conceptos o dirimir en un nivel conceptual muy general los debates cuando sería preciso atender también a temas más de coyuntural y a las mediaciones históricas entre la teoría y la práctica.

Como es usual, y por suerte, no cerramos el debate. Creo que las posiciones planteadas se estructuran en torno a la concreción de la construcción teórica o política. De un lado, me parece, se afirma la reivindicación de la soberanía nacional y la diversidad cultural como prioritarias frente a la aspiración socialista (y de ahí se seguiría una valoración positiva, aunque con matices, del kirchnerismo). El argumento principal a favor de esto es, me parece, que en el horizonte actual la política argentina no nos ofrece una tendencia mayoritaria hacia el socialismo. Del otro lado, se afirma que la política y la teoría pueden permitirse ir más allá de las tendencias mayoritarias y construir alternativas históricas a lo existente, aún en momentos de repliegue. Para esta segunda perspectiva, apoyar al kirchnerismo sería confundir la táctica con la estrategia y reducir la política y el pensamiento a la gestión (más o menos progre, pero siempre abyecta) de lo existente.