23.6.14

Acta Polética 21/06/2014

Acta Polética 21/06/2014

Continuamos con la lectura de El Capital. Terminamos con la “Forma general del valor” y discutimos el “Fetichismo de la mercancía”.

Forma general del valor
Se trata de la representación “simple y unitaria” del valor de todas las mercancías en una única mercancía. Para comprender esta forma es necesario retrotraerse a la lógica de las formas previas. Es importante destacar el carácter asimétrico de la forma simple del valor. Acá una cantidad de cierta mercancía expresa su valor en una cantidad de otra mercancía (20 varas de lienzo = 1 chaqueta). La chaqueta (forma relativa) expresa su valor en lienzo (forma equivalente). El lienzo no expresa su propio valor, sino que cuenta como una pura cantidad de sí mismo, que expresa el valor de la chaqueta. Si bien los valores de ambos (chaqueta y lienzo) son iguales, ambas formas cumplen funciones diferentes: una expresa su valor en cierta cantidad de otra, esta otra, pura cantidad de sí misma, expresa el valor de la primera.
En la forma total o desplegada del valor, una mercancía particular ve su valor expresado en la totalidad del mundo de las mercancías (20 varas de lienzo = 1 chaqueta; 10 libras de té, etc.). Todo cuerpo de mercancía expresa, en esta forma, el valor de la mercancía lienzo. El valor del lienzo posee acá una expresión total en el “mundo de las mercancías”. Sin embargo, no existe de una forma unitaria de manifestación de los valores de mercancías diversas. Se trata de una infinidad de formas restringidas de equivalente, donde la totalidad de mercancías particulares expresa el valor de una mercancía puntual. La limitación de esta forma radica en que no existe una expresión única y universal del valor, sino una totalidad de expresiones particulares.
Finalmente, la forma general del valor es producto de la inversión de la forma total o desplegada. En este caso la totalidad del mundo de las mercancías expresa su valor en cantidades de una mercancía única (1 chaqueta; 10 libras de té; etc. = 20 varas de lienzo). Esta mercancía manifiesta una forma de valor simple y común a todas las mercancías. Se trata de la forma de equivalente general, que expresa el valor de todas las demás mercancías en cantidades de su propia existencia física. La asimetría entre forma relativa y forma equivalente, que ya está presente en la expresión simple del valor, cobra especial importancia acá. El equivalente general no expresa su propio valor, sino que manifiesta en cantidades de su existencia física el valor de todas las demás mercancías. Por primera vez “deja de ser un asunto privado de cada mercancía” el darse una expresión para su valor, y pasa a haber una medida general del valor de todas las mercancías. Por primea vez, entonces, aparece una mercancía particular que oficia como medida universal del valor. El equivalente general es un “universal particular” paradójico, que funda la “cadena” universal de las mercancías al separarse de ella. Esta constitución paradójica del equivalente general tiene varias aristas.
Primero, el equivalente general es una mercancía particular, que a la vez oficia como universal en la medida en que expresa el valor de cualquier mercancía. Se trata de una mercancía particular, igual a las demás en todas sus determinaciones, que sin embargo expresa el valor de la totalidad de las mercancías. Segundo, por la asimetría entre forma relativa y forma equivalente, el equivalente general se excluye a sí mismo del mundo de las mercancías, para “fundarlo” como tal. El mundo de las mercancías, el reino universal de los productos intercambiables del trabajo humano abstracto, se constituye en la medida en que una mercancía particular da un paso al costado y se separa de él. La cadena universal del mundo de las mercancías se funda en una exclusión, precisamente, en la exclusión de aquella mercancía particular que oficia como medida universal del valor. Para fundar la universalidad de mercancías intercambiables, una mercancía (que es justamente la que expresa la universalidad, la que expresa la medida del valor) debe excluirse a sí misma de la serie. Tercero, el equivalente general no puede expresar su propio valor. Para expresar el valor de las demás mercancías, renuncia a la posibilidad de oficiar de forma relativa y ver expresado su valor. Esto se manifiesta especialmente en la forma dineraria: no tiene sentido preguntar cuánto valen 20 pesos (o 20 monedas de oro). La moneda expresa en cantidades físicas los valores de las mercancías, pero a cambio no puede expresar su propio valor (sería redundante decir que 20 pesos vale 20 pesos). En resumen, el equivalente general funda un universal constituido por una lógica de la exclusión: el garante de la serie universal de las mercancías se excluye a sí mismo de la propia serie, para constituirla. Un individuo particular (una mercancía particular) posibilita la existencia de lo universal al excluirse a sí mismo de ello.

El fetichismo de la mercancía y su secreto.
Dividimos la sección en tres partes. Pp. 87-93, donde se despliega el concepto de fetichismo; pp. 93-97, donde se analizan algunas manifestaciones históricas en relación con el concepto de fetichismo; pp. 97-102 donde se precisa el debate con la economía política.
Concepto de fetichismo (93-97). La mercancía parece una cosa trivial, pero se revela al análisis como plagada de “sutilezas metafísicas y mañas teológicas”. El misterio de la mercancía no puede radicar en su valor de uso. Los hombres alteran las materias naturales para amoldarlas a sus necesidades en todas las épocas y sociedades y nada extraordinario ni misterioso hay en ello. El carácter misterioso de las mercancías, en cambio, se debe a que éstas reflejan ante los hombres el carácter social de su trabajo como si fuera un carácter objetivo inherente a las cosas mismas. La mercancía aparece como un objeto “sensible suprasensible”, que encierra en su corporalidad una objetividad espectral de carácter social, pero a la vez vela esa naturaleza social presentándola como una mera propiedad cósica de la mercancía misma. Las mercancías, cuyo valor es producto del trabajo social, parecen poseerlo como una propiedad natural independiente de las personas.
El fetichismo es producto de la peculiar índole social del trabajo productor de mercancías. Se trata de trabajos privados ejercidos de manera independiente, pero orientados al intercambio en el mercado. El carácter social del trabajo productor de mercancías, por lo tanto, sólo alcanza “realidad” en el momento del intercambio, si bien está presupuesto en la producción (se produce para intercambiar). Al mismo tiempo, el valor de la mercancía depende del trabajo social que la produce. Pero, como los valores son creados por trabajos (contradictoriamente) sociales y privados a la vez, el origen del valor en el trabajo abstracto no se transparenta en la mercancía misma.
Las mercancías parecen intercambiarse en virtud de propiedades inherentes y el valor pareciera ser una propiedad natural de éstas, como el peso. Sin embargo, el peso es una propiedad natural que los objetos tiene independientemente de las relaciones que establezcan entre sí: cuando saco un kilo de arroz de la balanza (donde lo comparo, por ejemplo, con hierro), sigo teniendo un kilo de arroz. Medimos el peso comparando objetos diversos en una balanza, pero (en condiciones normales sobre la superficie terrestre) cada objeto tiene su peso naturalmente, en sí mismo y aún fuera de la relación con otros en la balanza. El valor, sin embargo, es una propiedad puramente social de las mercancías: éstas no tienen valor en sí mismas, sino sólo en virtud de las relaciones que entablan entre sí en el intercambio. El acto de intercambio, sin embargo, se conduce como si cada mercancía tuviera de antemano, en y por sí misma, un valor determinado, y fuera al mercado sólo para medirse en relación con las otras. En suma, el fetichismo radica en que el carácter social de los trabajos privados independientes consiste en su igualdad en cuanto trabajo humano (abstracto) y asume la forma de valor de los productos del trabajo.
Las mercancías devienen fetiches porque su peculiar índole social (ser producto de trabajos privados separados en un aspecto concreto y otro abstracto, ser valores) aparece como una índole natural, inherente a su coseidad y que no se deja descifrar como social.
El fetichismo es la estructura objetiva por la cual el intercambio de mercancías impone a los sujetos una falsa conciencia necesaria. La sociabilidad, en virtud de su peculiar forma mercantil, aparece invertida en las mercancías, que se erigen como portadoras independientes del valor, que aparece como una propiedad inherente de las cosas y no como un resultado de la trama social en que se producen e intercambian. Luego, la mercancía es un “jeroglífico social”: no “declara” su carácter de valor producido socialmente, sino que lo oculta sistemática y necesariamente en virtud de la organización social (fetichista) en cuyo seno se la produce.
El fetichismo no es en primer término un fenómeno de conciencia. Si bien está acompañado de representaciones falsas, éstas no son originarias sino derivadas del fenómeno objetivo. La falsa conciencia (la aparición del valor gestado socialmente como una realidad natural) es un resultado necesario de una lógica social objetiva. No es, por lo tanto, producto de un error subjetivo. Esto implica también que la teoría tiene una capacidad de desenmascaramiento limitada: puede desentrañar la “falsedad” de la conciencia generada por el fetichismo, pero ello no interrumpe los mecanismos objetivos que la producen. El individuo versado en Marx, que ha leído cesudamente El Capital, debe comportarse de modo fetichista cuando va al mercado, tanto como el que desconoce el trasfondo oculto tras el jeroglífico social de la mercancía. Los individuos no olvidan el carácter social del trabajo abstracto por una decisión consciente: tienen que olvidarlo para dar consistencia a la práctica concreta del intercambio. El fetichismo es una práctica antes que una representación o una creencia, de ahí que no puede combatírselo con meras representaciones ni creencias.

Algunos ejemplos históricos (o imaginarios) (pp. 93-07). Acá Marx recorre 4 situaciones históricas o hipotéticas: la vida solitaria de Robinsión, la sociedad medieval, la familia patriarcal rural y una supuesta sociedad de productores libremente asociados. El propósito de estos cuatro ejemplos parece ser mostrar que el “misticismo del mundo de las mercancías (...) se esfuma de inmediato cuando emprendemos el camino hacia otras formas de producción”.
Robinsón: se trata de una hipótesis cara a los economistas (imaginar un individuo arcaico, aislado y presocial que sin embargo tiene todos los comportamientos del individuo capitalista moderno). Marx lo trata con su característica ironía. Robinsón realiza múltiples trabajos particulares cualitativamente diversos, donde es manifiesto que se trata de “nada más que diferentes modos del trabajo humano”. Lo extraño del párrafo es que cierra señalando que en esa diversidad de trabajos ejercidos por un solitario inglés en una isla “quedan contenidas (…) todas las determinaciones esenciales del valor” (p. 94). Dejamos este pequeño enigma a las sutilezas de la marxología erudita.
La tenebrosa Edad Media. Este ejemplo histórico, junto con el siguiente, es importante porque ofrece un claro contraste con las determinaciones de lo desarrollado antes sobre la producción de mercancías (no se trata de un mero contrapunto histórico sino también conceptual). Marx enfatiza la centralidad de las relaciones de “dependencia personal” en el nexo social medieval, en contraste con las relaciones sociales mercantiles, “disfrazadas de relaciones entre cosas”. “Precisamente porque las relaciones personales de dependencia constituyen la base social dada, los trabajos y productos no tienen por qué asumir una forma fantástica distinta de su realidad (…) La forma natural del trabajo, su particularidad y no, como sobre la base de la producción de mercancías, su generalidad, es lo que aquí constituye la forma directamente social de aquél”. Es como si las relaciones de intercambio mercantil tuvieran un plus de opacidad, un grado ulterior de ocultamiento social, en virtud de su carácter “velado”. Las relaciones de dominación personal medievales son “abiertas”, no se disfrazan como relaciones entre cosas, no se desdibujan bajo el jeroglífico cosificado de la mercancía. Luego, los productos del trabajo aparecen como sociales en virtud de su forma natural y particular (como productos generados de y para una división del trabajo estructurada a partir de relaciones de dominación personal abierta). En el intercambio mercantil, en cambio, las relaciones personales de dominación ceden a las relaciones sociales “veladas” bajo la comunión universal de las cosas. Los productos del trabajo, acá, aparecen como sociales en lo que tienen de general (ser productos del trabajo humano abstracto, ser valores). La dominación social, en las sociedades donde no predomina la producción mercantil, tiene entonces un carácter más inmediato, acaso más violento, pero también más evidente y manifiesto. “El diezmo que se entrega al cura es más diáfano que la bendición del clérigo”. En cambio, la producción para el intercambio de mercancías desdibuja o “vela” ulteriormente su propia factura social, manifestándose ante los individuos en la forma de propiedades cósicas de las mercancías.
De las relaciones de dependencia personal directa, Marx pasa a estudiar la industria patriarcal rural. Ésta nos permite comprender cómo funciona el trabajo colectivo “directamente socializado” (por oposición al trabajo ejercido en forma privada, socializado efectivamente en el intercambio mediante el valor). Los productos varios del trabajo familiar, acá, no se enfrentan “recíprocamente como mercancías” sino que “en su forma natural son funciones sociales, ya que son funciones de la familia y ésta practica su propia división natural del trabajo”. Los diversos trabajos actúan “desde su origen, como órganos de la fuerza de trabajo colectiva de la familia” (95). No hay trabajos privados independientes cuya naturaleza social se efectivice posteriormente en el intercambio, sino que el trabajo es planificado y ejecutado socialmente desde el comienzo. Podemos decir, siguiendo con el ejemplo anterior, que en la familia patriarcal hay dominación personal (del patriarca sobre los hijos y las mujeres) pero ésta no se entreteje con una estructura fetichista. El fetichismo parece vincularse a una forma de dominación social históricamente determinada, ligada a la producción de mercancías para el intercambio, cualitativamente diversa de otras formas de dominación “prístinas”, “abiertas” o “directas”. Estas últimas tienen la peculiaridad de que no velan, desdibujan ni ocultan su propia naturaleza social (ni opresiva), sino que aparecen diáfanamente como relaciones sociales (de dominación). Las relaciones mercantiles, en cambio, realizan esa singular inversión en virtud de la cual su carácter social no aparece como tal, sino desdibujado en el jeroglífico de la mercancía.
Finalmente, Marx nos insta a imaginar “una asociación de hombres libres que trabajen con medios de producción colectivos y que empleen, conscientemente, sus muchas fuerzas de trabajo individuales como una fuerza de trabajo social” (96). Como hipótesis adicional (sólo para mantener cierta continuidad con la producción de mercancías) podemos imaginar que la participación de cada individuo en el producto del trabajo está condicionada, a la vez, por su participación en la producción (continuidad del tiempo de trabajo como criterio de la producción y distribución, pero ahora sin el intercambio mercantil de productos de trabajos independientes). Estas hipotéticas relaciones entre hombres y mujeres libremente asociados serían, nuevamente, “diáfanas” (“diáfanamente racionales”, 97), como las relaciones abiertas de dominación personal medievales o patriarcales, sólo que ahora tamizadas por la igualdad (dicho sea de paso, recordemos la relación entre trabajo abstracto e igualdad en la “Introducción” del 57). La emancipación social, podemos aventurar, implicaría un retorno a las relaciones abiertas, inmediatamente sociales, diáfanas; sólo que bajo parámetros igualitarios y racionales: ya no como relaciones de dependencia directa sino como vínculos diáfanamente racionales entre productores libres e iguales, que planifican su actividad humana de manera inmediatamente social. En una sociedad así, podemos aventurar, nuevamente los productos del trabajo revestirían un carácter social en virtud de su forma natural, como productos directos del trabajo socialmente planificado y organizado, y no por su generalidad como productos del trabajo abstractamente general pero ejecutado por individuos independientes.
Agreguemos, de paso, que para Marx la forma de religión más apropiada para una sociedad de productores de mercancías es el cristianismo, específicamente en su forma protestante. No desarrollamos mucho esto, valga nomás la mención.

97-103 Discusión con la economía política. La economía política va a aparecer como conciencia acrítica del fetichismo de la mercancía, es decir, como una forma de conciencia de las relaciones mercantiles que se amolda a su aparecer cósico y fetichizado. No se trata de una conciencia simplemente falsa (la economía política puede, de hecho, cosechar algunos aciertos empíricos). Se trata de una conciencia parcial, que puede captar las conexiones empíricas que se dan en la superficie del intercambio mercantil, pero no logra desentrañar el jeroglífico social de la mercancía. Esta parcialidad, esta unilateralidad de miras de las economía política, le permite encontrar correlaciones observables en lo dado, pero no iluminar el carácter estructural de las relaciones sociales subyacentes. Esto implica, a la vez, que la economía política deshistoriza las relaciones mercantiles como si fueran naturales. El aspecto ideológico de la EP no radica en que falsee los datos, sino en que no escruta los procesos genéticos y sistemáticos que les subyacen, absolutizando lo que aparece como dado en una configuración histórica precisa como invariante: “A formas que llevan escrita en la frente su pertenencia a una formación social donde el proceso de producción domina al hombre, en vez de dominar el hombre a ese proceso, la conciencia burguesa de esa economía las tiene por una necesidad natural tan manifiesta como el trabajo productivo mismo”.

Un último comentario al respecto. Tanto frente a la economía política (formación ideológica) como frente al fetichismo (proceso objetivo), Marx parece apostar a una forma de conocimiento eminentemente crítica. Si el fetichismo produce una falsa conciencia necesaria, determinada objetivamente y que no es producto de errores subjetivos; entonces la conciencia verdadera (enarbolada por Marx) no puede ser otra cosa que “conciencia de la falsa conciencia”, es decir, conciencia de los procesos históricos y objetivos que generan las deformaciones sistemáticas y necesarias de la conciencia. La crítica es una forma de conocimiento que reenvía la conciencia falsa a los procesos objetivos que la generan, desentrañando su gestación sistemática en una totalidad social. Parece que Marx nos propone conocer la verdad mediante la crítica de la no-verdad, mostrando cómo las representaciones parciales y unilaterales de la EP son momentos de una lógica objetiva global (fetichista), históricamente determinada, que las genera necesariamente. La crítica de la economía política consiste en reenviar las expresiones superficiales de la objetividad fetichista a la trama global, no inmediatamente observable, que las produce (y que produce sus deformaciones sistemáticas). Así, por ejemplo, las mercancías parecen tener un valor como propiedad intrínseca de su corporalidad cósica. En la crítica, empero, el valor se revela como un resultado de la forma social del trabajo que produce mercancías (trabajo dividido en concreto y abstracto, ejecutado por individuos independientes con miras al intercambio en el mercado). De igual modo, la EP llega a comprender que el tiempo de trabajo determina el valor, pero no se pregunta “por qué ese contenido adopta dicha forma” (98), por qué el trabajo se representa en valor. Para comprender eso, debería interrogarse por la gestación y estructura de las relaciones mercantiles, por la lógica objetiva en virtud de la cual los productos del trabajo aparecen como mercancías, en lugar de dar por buena, en general y sin ulteriores cuestionamientos, la forma mercantil.