1.2.11

Sobre el pesimismo, por Facundo Martin

Ahí les mando las líneas que tenía escritas sobre el tema del pesimismo. Este pequeño boceto ya lo compartí con los compañeros de Amartillazos, pero me parece que el texto que de aquí puede salir es más afín a lo que estamos pensando en polética (y no va en cambio con el curso de reflexiones de la revista). Pego y adjunto.

Usos del pesimismo.

A menudo se descarta o desprecia el pensamiento de Adorno tildándolo de pesimista. Ateniéndose a un craso y brutal pragmatismo de mercachifles intelectuales, que Adorno mismo ha denunciado como archiburgués, se afirma que no hay nada que hacer con su obra porque ésta no sirve para nada. Como si la vigencia histórica y práctica de un pensamiento se midiera en la contabilización de los efectos que inmediatamente pueden seguirse de él, como si, en suma, el lenguaje se agotara en la performatividad de las órdenes dadas y los resultados logrados. Esa inoperancia se debería al carácter pesimista, desilusionado o desahuciado del pensamiento de Adorno. Adorno desconfiaba de la revolución, de la clase obrera, incluso de toda forma de praxis. Peor aún: desalojó con la policía a los estudiantes que ocuparon el Institut en el 67.

Cuando se trata de cifrar los límites y alcances del pesimismo adorniano, el debate entre los especialistas parece oscilar entre dos posiciones, una histórica y otra omnihistórica. La lectura histórica establece que el pesimismo adorniano obedecería a causas contingentes, determinadas y potencialmente superables -aunque sea de forma oscura-. Según esta lectura Adorno se habría vuelto pesimista ante el desarrollo del fascismo y de las múltiples y perfeccionadas formas de control de la sociedad de masas, tanto más sutiles cuanto difíciles de combatir. La lectura omnihistórica, en cambio, establece que Adorno era pesimista de modo ineluctable y generalizado porque su concepción de la naturaleza humana lo era.

No pretendo adscribir de momento a una u otra corriente interpretativa sino más bien advertir contra el uso acrítico del concepto de pesimismo. Pretendo indagar si acaso la izquierda radical no sacaría mayor provecho recurriendo a los servicios teóricos del pesimismo o de cierto pesimismo. De Hobbes a Schmitt, el pesimismo se constituyó principalmente como una doctrina de derecha, es decir, orientada a sancionar la perennidad del orden vigente mediante la naturalización de las jerarquías que le son inherentes. La ecuación pesimismo=jerarquías dice: si el hombre es naturalmente peligroso, conflictivo (y en este sentido "malo") para el hombre, entonces el único modo de garantizar una convivencia vivible consiste darle a uno un garrote más grande que al resto para que los mantenga a todos a raya. Esta situación por cierto genera inconvenientes, pero son menores a los que suscitaría una situación de anarquía. La "izquierda" se mantuvo, en cambio, lejos del pesimismo. Esto de dos maneras, ya apelando a un originario "buen salvaje" que sólo se pervertiría por su socialización corrupta (Rousseau, anarquismo); ya descartando de plano la cuestión de la "naturaleza humana" como problema, poniendo énfasis puramente en lo histórico, lo que permitiría sostener que el hombre no es ni conflictivo ni amable, sino que es lo que las relaciones sociales han hecho de él ("yo no parto del hombre, parto del todo social estructurado", decía Marx). Soslayando o rechazando de plano la hipótesis pesimista, la izquierda podía entregarse al utopismo radical. El carácter antagónico, desgarrado de la convivencia humana en el presente, entonces, se debería exclusivamente al carácter antagónico de sus formas históricas determinadas y contingentes (la división de la sociedad en clases, la reducción del valor de cambio al valor de uso, el fetichismo de las relaciones sociales cosificadas, etc.). Superando esos antagonismos podría accederse a la autonomía plena del sujeto. Una sociedad sin clases, una sociedad desalienada, sería el reino de la coincidencia plena del sujeto consigo mismo, de la unidad transparente de cada uno con su vida y la de los demás.

Hoy la perspectiva de una coexistencia social plena debe abandonarse por razones tanto teóricas como históricas. Una sociedad transparente, sin conflicto, no necesitaría ya de política. Sería una sociedad de administración. Los problemas de la coexistencia humana podrían resolverse como cuestiones técnicas, como cálculos en manos de especialistas. La utopía sería la dictadura de los tecnócratas, el horror absoluto, frente al que la sociedad capitalista se presenta como un deseable horror relativo. Si tal cosa fuera posible se perdería la dimensión radical de toda política, que estriba en la posibilidad de una invención no previsible y no calculable de las formas de existencia individuales y colectivas.

En términos históricos, el fin de la utopía es resultado de una serie de experiencias a lo largo del siglo XX que transformaron el pensamiento de izquierdas. Negativamente, los horrores de la Unión Soviética y demás “comunismos” “realmente existentes” nos advierten contra la idea de una supresión o subordinación de la conflictividad política en nombre del cambio social. Hay que reconocer que la revolución, precisamente porque no atendió lo bastante a la hipótesis pesimista, fracasó incluso donde triunfó. Es mezquino atribuir esos horrores a peculiaridades históricas ajenas a los programas revolucionarios ortodoxos en sí mismos. La idea misma de una dictadura proletaria como fase de transición al comunismo debe abandonarse. Verdaderamente, no existió ni puede existir tal cosa. “Dictadura del proletariado” no es sino el eufemismo con que se nombra la dictadura de los dirigentes del Partido, y nada puede movilizar a esos dirigentes a abandonar el poder una vez consolidados en él. Por otra parte, positivamente, acaecimientos como el alzamiento zapatista en el 94 o la eclosión de movimientos de trabajadores desocupados en el 2001 nos introducen en la interrogación por la democracia radical como contenido de toda lucha de izquierdas que se precie. La idea de una política no programable no brota espontáneamente en la cabeza de los filósofos ni es el mero anverso de la crítica de los fracasos de la izquierda. Por el contrario, se nutre en las experiencias históricas afirmativas ensayadas en la práctica colectiva.

En resumen, la crisis de la utopía, el fin de la dictadura del proletariado y la emergencia de fenómenos históricos ligados a la radicalidad democrática nos instan a articular un pensamiento de izquierdas capaz de asumir el conflicto como una dimensión no suprimible de la vida social. Para abrirse a pensar en términos anti-utópicos la izquierda puede de buen grado echar mano de los conceptos del pesimismo, que otrora fuera una prerrogativa de sus enemigos.

La posibilidad radical de la política, la posibilidad de la autonomía, supone a su vez una imposibilidad infranqueable: la imposibilidad de coincidir de modo general y pleno con el otro, de conocer de antemano su deseo o de introducir sus aspiraciones en un cálculo de previsibilidad. Esa imposibilidad implica que la vida en común sólo es posible a partir del conflicto y la distancia. Los hombres existen en común e virtud de lo que no tienen en común, la comunidad humana es siempre una comunidad imposible, una comunidad de litigio. Esto implica que debemos a toda costa elegir entre utopismo y radicalidad. Sostenerse en la radicalidad, en lugar de ser radicales “hasta que hayamos tomado el poder” es asumir el conflicto como una dimensión no superable de la coexistencia humana. En estos términos, la vida en común aparece como una posibilidad no-clausurable sobre la base de la imposibilidad de la coexistencia armónica. La constatación de esa imposibilidad lleva a asumir la hipótesis pesimista. El propósito de la política radical debería ser abrir el juego a esta posibilidad de lo imposible, no cerrárselo. Así se habilita un posible uso emancipatorio del pesimismo. Y si el concepto de autonomía puede seguir valiendo de algo, ello ocurre sólo merced a una reescritura significativa, que lo emancipe del lastre utópico y le permita asumir y afirmar la irremediable heteronomía implicada en todo vivir con

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