22.9.09

Devoluciones a ¿Todo siempre lo mismo?

Devolución de Sebastián Chun

¿Necesitó Europa de América para configurar esa figura del otro colonizado? Esto parece implicar pensar Europa de manera monolítica sin considerar la presencia de ese otro ya ahí (desposeídos, esclavos, etc.). Tal vez no sea fundamental la idea de raza a la hora de pensar el eurocentrismo, sino que sea una nueva figura para ese otro. Es decir, ¿no podría pensarse una colonialidad intra-cultural o pre-colonización?
Esta irrupción desde la exterioridad como principio de otra política me parece que da en el punto de lo que venimos discutiendo en Polética desde siempre, y creo que es lo que piensan muchos de los autores que venimos trabajando. Con esto quiero decir, ¿no es la "misma" problemática que en Derrida, Adorno, etc.?

Devolución de Facundo Martín

Por un lado, simpatizo bastante con el tipo de apropiación del marxismo que propone el texto. Me refiero a una apropiación cabalmente situada del marxismo, que, fiel a su espíritu histórico, evita la homogeneizació n lineal de la experiencia bajo unas categorías rigidizadas; atendiendo, en cambio, a las variaciones históricas particulares (y sin por eso dejar de dar importancia a las continuidades, por ejemplo, la de la explotación). En continuidad con esto, rescato cierto "latinoamericanismo" (en el sentido de una política situada en términos latinoamericanos, o más ampliamente tercermundistas) sin apelar a un "esencialismo" de lo local o lo nacional. Digamos que se reivindica una especificidad latinoamericana como horizonte del problema político, pero no porque se crea que hay un "ser" latinoamericano sustancial, un pueblo originario simplemente dado y aceptado acríticamente o algo así. Por el contrario, la pregunta por la especificidad latinoamericana se inscribe en una lectura de la historia del colonialismo. De hecho, la idea de un "sistema mundo" supone un entramado de relaciones mundiales en las que el tercer mundo ocupa un lugar específico, antes que una visión de las culturas como compartimientos estancos, cerrados hacia el exterior y homogéneos hacia el interior.
Siguiendo lo anterior, no simpatizo tanto, en cambio, con el cuestionamiento de la ecuación 1 sujeto = 1 cuerpo y la correlativa apelación a la diferencia cultural como "exterioridad". Creo que hay que sondear las posibilidades -y los límites- del "nominalismo" en política. Con esto me refiero a que, si se asume que el individuo es un mero producto de la cultura o las significaciones culturales, entonces a lo mejor corremos el riesgo de otorgar a la cultura facultades creacionistas o constructivistas totales. Así, vemos a los hombres de carne y hueso como un mero producto de su cultura, sin dinamizar correlativamente la cultura como un producto de las relaciones entre los hombres de carne y hueso (esto es, los individuos en tanto cuerpos). Con esto quiero decir que, contra cierta tendencia post-foucaultiana en el estudio de lo social, habría que al menos tantear la posibilidad de atribuir validez omnihistórica a la categoría de individuo. De lo contrario, sospecho, enajenamos a la interacción social las figuras de lo colectivo, haciéndolo aparecer como algo previo a los sujetos, que se realiza a través de ellos pero los niega radicalmente (en el sentido de que se abstrae de ellos o les es indiferente) . En este sentido, si en la primera mitad del trabajo, con la explicación del "sistema mundo" y las relaciones capitalistas internacionales, se evita la sustancializació n de lo colectivo en figuras homogeneizadas, en la segunda mitad tal vez se reponga hasta cierto punto esa sustancializació n. Siguiendo los planteos de Adorno y Marx, el individualismo y la sustancializació n de lo colectivo en una figura de lo preindividual son las dos caras de una misma moneda. Decir que la individuación es un mero resultado de la historia cultural, me parece, es alienar lo colectivo como algo trascendente a los sujetos en relación. En ese sentido, la visión adorniano-marxista no apela al individuo, ni a la cultura (como totalidad preindividual) , sino a las relaciones sociales como núcleo de la teoría. Las relaciones sociales se dan entre individuos, no en su interior, ni a sus espaldas. Partir de las relaciones, y no de las partes relacionadas, pero tampoco de una figura abstracta de la totalidad, me parece la mejor manera de no recaer en las categorías de la alienación. Esto supone, al mismo tiempo, no comprender las culturas como totalidades cerradas, inconmensurables entre sí y homogéneas en su interior, sino como estructuras abiertas, dinámicas, donde la distancia entre el yo y el nosotros que impone la individuación pueda llegar a ser, tal vez, una fuente de dinamismo histórico (y no, como bajo el contractualismo, la garantía de una rigidez formalista).
En este sentido, simpatizo con el latinoamericanismo en términos económico-sociales, pero no con su deriva en algo así como un nacionalismo cultural que, a mi ver, permite criticar la colonización europea pero no ayuda a criticar la propia cultura, cosa que creo es igual de fundamental.

Respuesta a las devoluciones, Ezequiel Pinacchio

Con respecto a la inquietud que planteaba Seba acerca de mi artículo, me puse a pensar qué puede querer decir que las de Adorno, Derrida, Quijano y Dussel, entre otros, sean «la misma» problemática. Y me pareció que esta pregunta nos remitía a otra, quizá más general, y quizá por eso más importante: ¿La filosofía es necesariamente universal o es inevitablemente provinciana? Sé que puede discutirse la mismísima dicotomía que planteo; pero avancemos un poco con ella a ver qué pasa.
Sabemos bien de la presentación tradicional según la cual el objeto de la filosofía es lo universal; y también de los peligros de adherir a esta pretensión sin más. Ya no sólo porque de fondo opere un movimiento dialéctico - que se hace absolutamente patente en la modernidad - que nos lleva a suponer/postular un sujeto universal (correlativo) siempre que queremos fundar dicho objeto universal; sino por el detalle, no menor, de que esa objetividad debe, tarde o temprano, ser enunciada, debe encarnarse por decirlo así e una determinada subjetividad histórica concreta.
Es esto, creo yo, lo que hace de Hegel la fuente y/o el blanco de casi cualquier pensamiento interesante en nuestros días. Pasa que el tipo puso bien en claro algunas cosas importantes. Su extravagancia y perversa (aunque genial) conceptualización sistemática de lo real le permitió desenmascarar la dinámica propiamente totalizante de toda filosofía. Pero también, y esto para mí es más importante, puso en evidencia la estrecha relación el ámbito cultural desde el cual se enuncia toda filosofia. Su versión de la historia lo deja en evidencia. (E incluso cualquier idea de historia, en los términos corrientes en que suele emplearse, responde al mismo propósito. Pues, al fin de cuentas, toda historia es un cifrar el sentido del acontecer del ser en alguna dirección definida de antemano)
Me parece importante recalcar que Hegel nunca deja cosas por fuera de la realidad, sino que, en cambio, las incorpora; pero como lo contingente, lo atrasado, lo que se detuvo. Y es así cómo se configura el todo jerárquico que necesita justificar.
La teleología (con aura divina) o la linealidad histórica (con una más humana), son enteramente funcionales a este tipo de des/valorización de «lo otro», tal como intenté argumentar en el articulo. Se trata, decía allí, del despliegue en el tiempo de las diferencias de poder concretadas con el transcurrir de los tiempos.
De aquí que, intentaba sugerir, la ligazón entre filosofía e historia sea la manera moderna de cerrar, reponiendo, la esfera parmenídea del ser=pensar. Su principal función sería la de encubrir las diferencias geográficas, que más bien quiere decir diferencias geopolíticas, que sirven a su vez de telón a las diferencias geo-culturales.
Y hacer pasar eso como algo objetivo, ese es todo el negocio.
Hegel escribe desde Europa y encuentra en ella, oh casualidad, la razón de ser de todo lo existente. Y esto es muy lógico: toda producción cultural (y la filosofía lo es) funciona así. Nadie tiene su razón de ser en nada enteramente otro de sí; y si se adora un dios trascendente y se lo torna razón de vida (lo que se presenta en términos de heteronomía), se trata siempre del «propio» dios. (¿O porqué no se pone a adorar a mahoma el amigo Levinás?)
Es por eso, creo, que a pesar de ser tan crítico de Hegel; Adorno queda también en evidencia cuando tiene que esperar hasta el holocausto para decir que ya no puede haber poesía. Su mundo de la vida, su entorno cultural, es el de un perseguido político de la segunda guerra mundial: piensa y habla desde ahí.
Y esta dependencia cultural (del filósofo) queda mucho más clara en otro miembro de la escuela de Frankfurt, Habermas, cuando sostiene que la modernidad es un proyecto inconcluso, promoviendo enfatizar algunas de sus líneas mejorcitas, a fin de que podamos llevarlo entre todos a buen puerto. Pero, ojo, no creo que escapen de dicha dependencia cultural quienes, por el contrario, creen que la modernidad es ya un proyecto caduco, irrecuperable. Porque, al presentarlo en estos términos, siguen concibiendo una uni-linealidad y un tan endo-lógica , manera del acontecer histórico que los lleva a la rimbombante (y esto es lo eurocéntrico por excelencia) conclusión de que La Razón, en su despliegue, se encontró con sus propios límites y desnudó su cara violenta, irracional, irracional.
Entonces hablan de contradicciones que se despliegan a nivel histórico, y algunos esperan que de ahí salga el socialismo, y otro que una nueva fase del capitalismo. El punto es que no pueden dejar de mirarse el obligo. (Pero la historia del indígena es otra, o al menos su perspectiva histórica es bien distinta.)
Incluso los más lúcidos filósofos se van a rastrear ese sujeto moderno hasta la antigüedad, para ver lo que hay en el de constructo, de contingente, de transformable; pero, claro, se van hasta la antigüedad griega que toman como tradición, como antecedente lógico de su desarrollo histórico. Al fin de cuentas, se trata de «su» tradición.
Ellos lo saben, y lo dicen todo el tiempo: estamos hablando de Europa, de occidente nomás. Foucault es uno de los más claritos, de los que venimos trabajando, a este respecto. Pero muchos de los que piensan desde estas latitudes, parecen no querer escucharlos justo en este punto. Después, tratan de copiarlos en todo.
En breve: nuestro problema sería el perverso y fetichista quedarnos mirando su ombligo.
Marx tiene algunas formulaciones interesantes al respecto. Dice, en las colonias el capitalismo se desnuda en toda su brutalidad. En esa parte de El Capital en la que habla de la acumulación originaria del capitalismo, describe todas las maniobras jurídicas o las lisa y llanamente de violencia explícita con que se expropiaron a los campesinos sus tierras, para «liberar» la mano de obra, para favorecer el desarrollo del capital y todo eso.
Sus principales referentes, debido al momento desde el cual escribe naturalmente, son Africa y Asia, recientes colonias. Y aunque menciona a América un par de veces, la verdad es que no hace suficiente hincapié en la anterioridad, de casi dos siglos, de las prácticas coloniales hispano portuguesas como un generador de plusvalor impresionante para la posibilidad de ser del capitalismo. Y de aquí surge una cuestión importante, a modo de hipótesis tal vez: el imperialismo no vendría a ser una «fase avanzada» del capitalismo, sino más bien una de sus condiciones de posibilidad.
O, al menos, de su expansión a escala planetaria como forma dominante en términos de producción, de su imposición global. Lo indiscutible, que sin el atlántico uniendo todos los circuitos comerciales mundiales, el capitalismo no se hubiese desplegado en los tiempos y la forma en que lo hizo.
Y no está de más decir que ese plus-valor tenía como pequeño «daño colateral» la destrucción de pueblos enteros, que quiere decir, mundos enteros, en beneficio de la imposición de un particular mundo.
Por eso no está de más pensar que gran parte de nuestra lucha es contra el imperialismo, o al menos contra un capitalismo entendido desde nuestro lugar del mundo, uno periférico, y en gran parte de Sudamérica, racializado. Y es desde acá que intento enganchar un poco con lo que plantea Facu en su devolución.

La categoría de mundo la tomo del modo en que Dussel la trabaja en Filosofía de la liberación (no de Levinás, Seba chicanero). Lo que se plantea allí es que el cosmos es una entidad «objetiva», en el sentido de referencia común nomás, que se vuelve mundo por la actividad interpretativa del hombre; pero como el hombre interpreta a la luz de sus necesidades, todo mundo (en sentido Heideggeriano, como entramado complejo y dinámico de significados) es relativo al sujeto que lo constituye como tal. Pasamos de las «cosas» (cosmos) a las «cosas-sentido» (mundo). De aquí que tengamos un solo cosmos y muchos mundos. De aquí, además, que todo mundo sea paradójicamente parcial al mismo tiempo que «total», porque lo explica «todo» para quienes son parte de él; en el sentido de que muchas posibles interrelaciones lo exceden.
Toda filosofía, como decía, es un producto cultural y por tanto algo que responde a la lógica de un mundo, dejando inevitablemente por fuera muchos otros. Veamos: ¿Qué dice del ritual el marxista cuadrado?, superstructura, forma de dominio, opio de los pueblos. ¿Y qué le contesta el indígena? Andá a cagar, Boludo.
¿Quién tiene razón, nos apresuraríamos a preguntar nosotros? Pero convendría preguntar antes, ¿razón en cuál mundo?: ¿En el desencantado, secularizado, causalístico del marxista o en sagrado, religioso y milagroso del indígena?
«Ciertos mundos, corazón, tienen razones que la razón (occidental) no entiende», dijo Blas (Pareda) Pascal.
Con esto respondería yo a la pregunta planteada al inicio: ¿la filosofía en provinciana o universal? Es universal en el marco de su «provincianitud», podríamos decir; o, en sentido más ideológico: es universal en tanto universaliza su «provincianitud».
Ahora, la pregunta que queda sería: ¿no hay diálogo posible con esos otros mundos? Que es otra manera de plantear si la problemática de Adorno y Derrida puede ser la misma que la Dussel y Quijano. Sí y no, respondería yo.
Sé que podría apelar a la idea de que por suponer un cosmos, tipo noúmeno kantiano, a modo de difusa referencia común de todos los mundos parece cierta objetividad quedaría salvaguardada. Pero no me cierra del todo esa estrategia. Prefiero ir por otro lado. Y hacer hincapié en que, en los hechos, se da el «choque» físico entre los distintos. Y esto primero, lógica y cronológicamente, al «encuentro» de culturas, de mundos.
Y es esto es lo que no quieren ver los que presentan al descubrimiento de América como encuentro de dos mundos.
Partamos de la matanza, mejor, y de cómo quedan dispuestos los cuerpos para entablar en pretendido diálogo. Porque es después de la violencia que empieza el diálogo, no antes: ¿o se lo imaginan a Cortés consultando por los dioses de os aztecas? (¿O se lo imaginan al campo dialogando antes de los paros? ¿O se lo imaginan a Micheletti dialogando antes del golpe de Estado en Honduras?) La pregunta por los dioses viene después, una vez impresa la supremacía física, para perpetuarla en el imaginario.
Y a eso también apuntaba mi artículo.
También apuntaba, o más bien sobre todo apuntaba a cuestionar si nuestra mismas categoría de análisis no son corolarios de ese imaginario impuesto unilateralmente por el vencedor en los hechos; o sea si en nuestras mismas formas de pensar los hechos no estamos, en gran medida, avalando la historia que no nos permite pensar otras historias posibles, en curso.
De aquí la crítica al teleologismo occidental, pero también a la supuesta ecuación un cuerpo = un sujeto (que a Facu le hace ruido), ecuación que permitiría (creo yo, erróneamente) explicar lo que pasa en Bolivia en términos de normalización institucional, en términos netamente liberales, de su acontecer político. Se trata, en suma, de intentar criticar la matriz epistemológica desde la cual damos sentido a las cosas.
La exterioridad cultural, como mundo solapado, desfazado, ofrece un posicionamiento crítico que, en principio, permite la crítica de la totalidad, que quiere decir la totalización de un mundo, que quiere decir la universalización de una provincia. Y la dialéctica sería, en gran medida, parte de eso también. No sólo porque la dialéctica intente cerrar el sistema apelando a mediaciones racionales que den cuanta de todo partiendo de un principio y desarrollando una estrategia de tipo especulativo, sino porque el mismoo intento descrito es sólo posible dentro de determinado mundo. Y no vale decir que el hindú es «más atrasado», eh.
La exterioridad es la exterioridad de otro mundo. No de otro tipo individual: de otro mundo, de otro pueblo ni más ni menos. Y de qué mundo, de qué pueblo, esa es la pregunta filosófico política que a mí me interesa.
Yo creo que de un mundo oprimido, de pueblos mundos oprimidos por la llegada de los españoles en nuestro caso.
Claro que podría preguntarse si era bueno o malo ese mundo como para andar revindicándolo tanto. Si la relación entre individuo y colectivo era la que tenía que ser o no. Pero esa, al menos para mí, es otra discusión: una bastante posterior, en donde sí tendrá lugar la crítica de la dialéctica individuo-colectivo que rige la sociedad.
Entonces, la problemática de Derrida y de Adorno puede que sea «la misma»; pero resta ver si uno va a destinar sus esfuerzos a cotejar lo que dicen con lo que dicen Dussel y Quijano, o si va a tratar de pensar en qué construcción histórica se ubican cada uno de estos pensamientos y cuál creemos que es más afín a nuestra verdad histórica. Y creo que una manera de empezar a dirimir este complejísimo problema es evaluar los parámetros categoriales generales desde los cuales pensamos y analizar qué consecuencias, a nivel perceptivo incluso, tiene cada uno.
El artículo apuntaba a eso.

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