22.9.09

¿Todo siempre lo mismo?, Ezequiel Pinacchio

¿Todo siempre lo mismo?
De-colonialidad, Pueblos y Estados en Bolivia



Consideremos, en primer lugar, a algunos de los “rostros” latinoamericanos que quedan ocultos a la modernidad: son aspectos múltiples de un pueblo uno.

Pueblo y pueblos.

La noción pueblo presenta notables dificultades a la hora de ser definida unívocamente. Pero su estrecha relación con la de idea de sujeto político la torna ineludible. Por eso, y para empezar a entendernos, delinearemos rápidamente tres maneras en que se suele ser sancionado su alcance.

En la primera, el conjunto de cuerpos que hace al concepto pueblo y el que hace a la idea de sociedad civil se corresponderían palmo por palmo. Así interpretado, «todos» (en tanto que «cada uno» de) los ciudadanos conformarían un pueblo. Se trata aquí de una sumatoria de individuos que, libremente, pactan alguna forma de convivencia; tal como quería el contractualismo.

En la segunda, podemos relacionarla con conjuntos de inclusión/exclusión delimitados desde parámetros como los religiosos, nacionales o étnicos. Y, tal como lo demuestra cualquier país en estos tiempos; estos distintos conjuntos de cuerpos (pueblos/cultura), a su vez, pueden formar parte de un conjunto mayor (pueblo/sociedad).

Y existe una tercera manera: la que lo señala como uno de los dos polos que dan vida a una co-existencia territorial siempre asimétrica y conflictiva. Así, dentro del conjunto de los cuerpos integrantes de un determinado espacio tendríamos, por un lado, al subconjunto pueblo, y por otro al subconjunto anti-pueblo, u oligarquía.

De acuerdo a este esquema, las referencias al pueblo dentro de un país pueden ser «lo uno» (en la homogeneidad igualitaria y abstracta de la ciudadanía), «el dos» (en la confrontación asimétrica de unas partes siempre en pugna), o «lo múltiple» (en la convergencia irregular de muchas identidades dispares). Las relaciones de conjuntos y de cuerpos tienen, por ello, una gran complejidad.

Tan sólo para comenzar a desandar las complejidades inherentes a la cuestión de lo popular, e involucrarnos en esas difíciles e intrincadas relaciones entre cuerpos, conjuntos y sujetos proponemos considerar algunos planteos realizados en el libro El Desacuerdo, de Jacques Ranciere.

Política y policía.

Este libro nos dice que:

Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y sistemas de legitimación de esta distribución.

Pero, también, que ésa es justamente la definición de lo otro de la política. Para Ranciere:

La política es asunto de sujetos o más bien de modos de subjetivación (…) - y agrega - Un modo de subjetivación no crea sujetos ex nihilo. Los crea al transformar unas identidades definidas en el orden natural del reparto de las funciones y los lugares en instancias de experiencia de un litigio (…) - concluyendo que -Toda subjetivación es una des-identificación, el arrancamiento de la naturalidad del lugar.

De acuerdo con esto, mientras que por policía deberemos entender un ordenamiento y asignación, pretendidamente «natural», de los cuerpos dentro de la comunidad; por política, entenderemos un movimiento disruptor (en el sentido de subjetivización des-identificante) que signa la transformación de dichos ordenamientos y asignaciones.

Para comprender dicho planteo, es importante tener en cuenta que según Ranciere el principio (no político) de la política es la igualdad: quien domina y quien es dominado son, necesariamente, iguales. Que el primero dé una orden y el segundo la obedezca lo demuestra sin más; pues para ser obedecida esta orden debe primero ser comprendida. Es en ese mismo acto racional que relaciona a quien manda y a quien obedece, en donde se hace posible el ejercicio concreto de la diferencia jerárquica y, al mismo tiempo, en donde queda evidenciada la falsa diferencia que justifica la orden; es decir, el orden.

De aquí que cualquier distribución funcional de los cuerpos sea siempre producto de una violencia (física o simbólica) contra-natura. De aquí, además, que la naturalización, como proceso de conquista del imaginario, le sea inherente a cualquier ordenamiento. De aquí, por último, que política resulte ser la efectuación concreta del principio de igualdad: el despliegue dis-ruptor de los cuerpos en el marco de lo establecido.

En consonancia con lo hasta aquí dicho, en este trabajo no entenderemos por pueblo ninguna entidad esencial, positiva y eterna, en nombre de la cual realizar, a posteriori, tales o cuales operaciones políticas; sino lo contrario. Será el movimiento mismo, la disrupción política operante, aquello que instituya al pueblo como tal. El movimiento de los cuerpos y no los cuerpos; la dislocación de conjuntos y no los conjuntos, serán considerados por nosotros como la expresión de lo subjetivo en política.

Modernidad y eurocentrismo.

La matriz dominantemente moderna (es decir, eurocéntrica) de las categorías desde las cuales pensamos nuestra realidad suele tornarlas encubridoras, cuando no lisa y llanamente promotoras, de las prácticas más irracionales y violentas. Y, creemos que, es difícil ser realmente «críticos» sin desarrollar una reflexión en este preciso sentido, el categorial.

Enrique Dussel ha estudiado la estrecha relación que existe entre las prácticas coloniales y los discursos modernos. Ha mostrado, argumentando de manera convincente, que el tan moderno ego cogito («yo pienso») cartesiano hubiese sido imposible sin un previo y arrasador ego conquiro («yo conquisto») encarnado, entre tantos, por Hernán Cortés.

La primera experiencia subjetiva propiamente moderna se verifica, según Dussel, en tierra americana (1492); realizándose, sucesivamente, en las figuras prácticas de la conquista y la colonización. La modernidad, por su parte, inaugurada discursiva y filosóficamente mucho más de un siglo después (1636), oficiará de relato celebratorio, en el cual se introyecta y proyecta la tendencia a eliminar (física o simbólica) todo lo Otro; acrecentando así el imperio «ego-lógico» de su Mismidad. «Cristiandad», «civilización», o las más actuales, «desarrollo» y «democracia», deben contarse entre los principales ideales/dispositivos de dominio modernos.

Todo esto, asimismo, encuentra gran parte de su sentido en la más lograda y efectiva herramienta discursiva para el ordenamiento y distribución de los cuerpos: La Historia. En el siglo XVIII, las diferencias de poder que hasta entonces se expresaban en el imaginario sobre todo espacialmente (en la construcción de los mapas por ejemplo); ganan una nueva dimensión del ser: la temporal.

Hegel y su «historia universal» resultan paradigmáticos en este sentido. En el marco de ese inmenso y laborioso aval de lo existente que es su sistema filosófico, el alemán llega a asegurar que frente al pueblo que lleva la agencia histórica (el cual posee «derecho absoluto») todos los demás no tienen derecho alguno. Con sus necesarias fases de despliegue del «espíritu universal» (es decir, del espíritu «europeo»), sacraliza lo dado y lo torna conceptualmente necesario. Hegel entiende que el espíritu se desplaza de oriente a occidente, como el sol. Así Europa, en su destinada consumación de la historia, se enseñorea luminosa desde «el centro». Mientras el resto del mundo, la retrazada «periferia»: o bien se acomoda, o bien desaparece.

Raza y capital.

Aníbal Quijano, entre muchos otros, sostiene que buena parte del marxismo ha sido, y sigue siendo, presa de dicho encantamiento eurocéntrico; y que eso se torna particularmente notorio cuando de pensar la realidad suramericana se trata.

Al igual que Dussel, entiende que el «descubrimiento de América» es un hito crucial en la configuración del actual sistema-mundo. América, como producto material y simbólico que comienza a construirse en el siglo XVI (en correlación directa con el proceso que lleva a que Europa se convierta en centro geopolítico del planeta), será la piedra de toque en la constitución del actual patrón de poder en su configuración hegemónica, expandida luego a escala planetaria.

Dos procesos históricos convergieron y se asociaron en la producción de dicho espacio/tiempo (América) y se establecieron como los dos ejes fundamentales del nuevo patrón de poder. De una parte la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en la idea de raza (…) De otra parte, la articulación de todas las formas de dominación del trabajo, de sus recursos y de sus productos, en torno del capital y del mercado mundial.

Ese nuevo patrón de poder es lo que denominamos, con Quijano, «colonialidad del poder». Lo entenderemos como un complejo proceso histórico en el cual raza y capital se transforman en ejes articuladores de un nuevo e intrincado proceso (policial) de ordenamiento de los cuerpos.

Que sean «ejes» quiere decir que co-existen con otros modos de clasificación y con otros modos de producción, a los cuales ellos sirven de horizonte, en tanto que los articulan. Así, junto con el capitalismo, en América encontraremos reciprocidad, servidumbre, esclavitud. Y junto a la discriminación racial, la de género y la etaria, por ejemplo. Las relaciones entre estos elementos, a su vez, variarán notablemente de acuerdo a los diversos espacio/tiempo que estudiemos.

Ahora bien, suponer esta diversidad histórico-estructural de elementos co-existentes redunda en la configuración de una totalidad, en tanto objeto de estudio, que es concebida como algo discontinuo y heterogéneo. Esta perspectiva se contrapone, por ello, al pretendido despliegue lineal, seriado y homogéneo de los acontecimientos históricos que está a la base de los planteos eurocéntricos, sean estos liberales o marxistas. Nos proponemos, con esto, desplazarnos del paradigma de la sucesión, al de la simultaneidad.

Colonialismo y colonialidad.

El colonialismo hispano-portugués, una experiencia económica, política y militar de las tantas que ha habido en la historia de nuestra especie, se propagará con denodada fuerza y se impondrá como matriz lógica en la realización concreta del primer proyecto civilizador a escala planetaria. Recién con dicha expansión marítima por el lado del atlántico, y posterior conquista del continente americano se hace posible articular todos los grandes circuitos comerciales del planeta. El de anahuac (centro de América) y el del tawantisuyu (sur de América) habrán de sumarse así a los ya existentes, e interconectados, del África, Asia y Europa.

El singular tipo de relaciones materiales perpetradas en (lo que luego sería) América, a partir de la llegada de los invasores, se cristaliza en un determinado tipo de relaciones inter-subjetivas. Y como su dinámica es netamente expansiva, tales relaciones son, a su vez, proyectadas en el tiempo y el espacio configurando el actual patrón mundial de poder, la colonialidad.

Con el color de la piel como índice inapelable del grado de humanidad de sus portadores, comienza a operar la maquinaria simbólica que busca naturalizar discursivamente el rol impuesto a los cuerpos en la práctica por la fuerza. De este modo, a lo Hegel, se troca en algo lógicamente necesario, esencial y evidente para la Razón, lo que, temporalmente al menos, no había sido más que contingencia, accidente, violencia.

Una de las primeras operaciones de dicha «novedosa» maquinaria consiste en desaparecer toda singularidad relativa a «los otros» conformando discursivamente un solo y homogéneo Otro, por caso con la impropia designación de indios. Ese Otro, a su vez, es concebido como diferencia interna del sistema: lo diferente-inferior. Se desprecia con ello, sin más, la existencia de innumerables diferencias internas al suelo americano y se las pone en función de un proyecto ajeno, el occidental. Luego se hará exactamente lo mismo con los negros del África y los amarillos del Asia. Continentes enteros de infinita diversidad cultural, miles de pueblos y cosmovisiones distintas, devorados por la furia de los universales.

Estado y nación.

La delimitación de los conjuntos tiene por principal objetivo consolidar un determinado ordenamiento social de los cuerpos. Postulando la discriminación racial como parámetro específico de clasificación se deriva, entre otras cosas, una «división racial del trabajo». Los «negros» son esencialmente esclavos, los «indios» naturalmente siervos y los «blancos» razonablemente dignos de algún título de propiedad o, al menos, de recibir un salario por su trabajo.

La jerarquización racial de los conjuntos de cuerpos que conforman la sociedad alcanza, a su vez, todos los ámbitos de la existencia. Así, ni los negros/esclavos ni los indios/siervos, jamás, deciden nada. El nacimiento y vida de los Estados-nación en estos pagos es una de las muestras más claras del influjo decisivo de la racialización de los sujetos en nuestra vida política.

Es cierto que ciertos países sudamericanos, el nuestro por caso, encuentran en el genocidio de lo aborigen y la inmigración europea exitosas medidas para «blanquear» el territorio nacional. Hablar de ellos como de Estados-nación en el sentido moderno del concepto tiene cierto sentido: la homogeneización racial y su consecuente inclusión en la ciudadanía, en la representación, lo permiten. Pero en territorios donde la confederación incaica se había establecido más firmemente con anterioridad a la llegada de los invasores, la cantidad de población de ascendencia aborigen es mayoritaria, aún hoy, y por tanto el panorama es radicalmente diferente.

Al instituirse los Estados-nación en dichos territorios, esta parte mayoritaria de la población estuvo excluida de todo derecho civil. La «nación» que estaba a la base y servía de norte a la existencia del «Estado» era la blanca: una ostensiblemente minoritaria y para nada representativa de los habitantes del territorio. Es que operaba allí una variante de la colonialidad del poder, el colonialismo interno; así el dominio de la cultura foránea sobre la/s autóctona/s continuaba en plena vigencia. El enfrentamiento de los intereses de gobernados y gobernantes, aunque todos hayan nacido en el mismo territorio, se perpetúa sobre nuevas bases institucionales.

Es en miras de este preciso panorama socio histórico que Quijano afirma:

en Bolivia, la demanda de las poblaciones que precisamente fueron víctimas de estados no nacionales y no democráticos, es no tanto más nacionalismo y más Estado, sino ante todo otro Estado; esto es, des/colonializar ese Estado, que es la única forma de democratizarlo. Pero si ese proceso llega ser victorioso, el nuevo Estado no podría ser un Estado-nación o un Estado nacional, sino uno multinacional, o mejor aún, internacional.


Punto y seguido.

En el primero de nuestros apartados decíamos, con Ranciere, que la política es un movimiento de des-identificación subjetivante. Mostrábamos allí que pueblo y política son elementos inescindibles. Ahora explicitamos lo obvio: política y policía también lo son; sencillamente porque todo des-orden implica un determinado orden previo, en el cual irrumpe. Y así como el sentido de cualquier movimiento en el espacio sólo puede determinarse tomando en cuenta su punto de partida; del mismo modo, los condicionamientos socio histórico específicos que le sirven de suelo, pero también de horizonte, a toda acción política son fundamentales para lograr comprender su significado.

En una periferia signada por la discriminación racial, en regiones donde tanto la división del trabajo como el derecho a las decisiones políticas están regidas fundamentalmente por dicho patrón de clasificación; la explotación, la dominación, han de expresarse en una experiencia subjetiva diferente a la que podríamos encontrar en el centro del continente europeo o, incluso, en la metrópolis de nuestro propio país.

En la hermana Bolivia, lo mismo que en gran parte de Sudamérica, el conjunto de cuerpos que conforman los pueblos etnia aborígenes (decenas de diferentes pueblos) y el que conforma al pueblo anti-oligarquía (que incluye también proletariado de ascendencia no-indígena) aunque no se identifican, tienden a solaparse notablemente. Esta característica se explica, sobre todo, atendiendo a la confrontación que este/os conjunto/s entabla/n con el anti-pueblo (la oligarquía) en lo que hace a la conquista del derecho a ser, también ellos, considerados pueblo en el primer sentido del término, o sea ser dignos de tomar decisiones políticas dentro de su país.

En franca oposición a la anterior cita a Quijano - y entendemos nosotros que por el tipo de categorías desde las cuales piensan - hay quienes ven en esto razones para afirmar que en Bolivia,

se trata, intencionadamente o no, de una democratización limitadamente burguesa: un esfuerzo por instauración de la igualdad formal (la eliminación de la discriminación racial); la ciudadanización de los indígenas, es decir, su inclusión política, por la expansión del mercado interno, el desarrollo del capitalismo, y la instauración de una democracia liberal y representativa hasta hoy inexistente en Bolivia, pese a las liturgias electorales de los últimos veinticuatro años.

Pero: ¿es posible hablar de democracia burguesa, liberal y representativa, sin más, en este caso?

Civilización y culturas.

En una de sus editoriales, Dialéktica afirma que absolutamente todos los procesos políticos sudamericanos forman parte de lo mismo, una «comparsa nac&pop»; consecuentemente, los rechaza en forma unánime, con una indeferencia realmente notable. Ahora bien, si señalamos esta indiferencia no es para dar cuenta de una discrepancia moral acerca de cómo debería juzgarse lo que ocurre en Bolivia; sino acusando diferencias acerca de las categorías con las cuales abordar los movimientos políticos de nuestra región a la hora de acercarnos a su sentido.

Consideramos que la posibilidad de pensar lo singular del actual proceso político boliviano, su real diferencia, nos obliga a insistir en la necesidad de desmontar aquella operación moderna, cifrada en la categoría de raza, mediante la cual el dominador impone en el imaginario las condiciones para perpetuar simbólica y materialmente su dominio, reduciendo el ámbito de lo existente; ya eliminando ya inferiorizando ya desconociendo todo aquello otro-de-sí. Des-colonizar; habilitando así lo diferente como alternativa y no como simple «momento a superar».

Por eso mismo, es importante dejar en claro que cualquier propuesta política que se sostenga en la reivindicación de lo indio entendiéndolo como un todo homogéneo y esencialmente diferente a todo otro-de-sí, sólo reproduce el imaginario, y así las prácticas, coloniales/modernas. No se trata, de ningún modo, de pretender que la etnificación vaya a desarticular de por sí el mecanismo opresor estatal en Bolivia; sino de poner en la mira el hecho histórico de que siempre estuvo etnificado dicho Estado y en que éste era el peculiar modo en que la opresión se realizaba.

Y si hemos preferido pensar lo popular en términos de cuerpos y de conjuntos de cuerpos, y a lo político como movimiento de des-identificación desde (y no como identificación con) estos cuerpos y conjuntos es porque requeríamos cierta flexibilidad conceptual - que el contractualismo negaba de plano - en nuestro intento de dar cabida a una lectura del problema político andino que recoja sus particularidades. Entre estas, fundamentalmente, la que hace a los inconvenientes de pretender «regularizar» la relación de los pueblos aborígenes con el Estado dentro de las formas liberales de representación.

Pero, ¿por qué decimos que teorías modernas como el contractualismo no nos permiten pensar el problema andino? Pues porque una teoría asentada en la ecuación un cuerpo = un sujeto, presupone un particular desarrollo histórico de individuación en lo que hace a los agente sociales que se desarrolla la Europa pos-cristiana. Que lo social sea, luego, teorizado como una agregación se voluntades particulares puede entenderse sólo en miras de dicho desarrollo. Sin esto, la sociedad «civil» como tal no existe. Marx lo ha dejado en claro cuando en su Sobre la cuestión judía desnuda el sentido de los derechos humanos, en su crítica a la particular idea de libertad sobre la cual estos se construyen. El otro, allí, es pensado como límite: como imposibilidad u obstáculo de mi realización en su pretensión humana de realizarse.

Consideramos que afirmaciones como la antes citada de Ayllón, no toman en cuenta que dicha lógica opera de igual manera en la relación entre pueblos/cultura. Eurocéntricamente, reducen toda la realidad al curso pre-fijado por categorías de análisis teleológicas, que se configuran de acuerdo al paradigma de la sucesión. Es dicho paradigma, a su vez, el que habilita un pensamiento en términos de totalidad jerárquica. Toda transformación es concebida entonces como realización de lo mismo. Y todo otro, como mediación interna en la consecución de un proyecto universal-izado. Y así, claro: todo siempre lo mismo.

Pensémoslo así: desde el paradigma de la sucesión, la metáfora temporal traduce las diferencias en distinciones de «antes» y «después». La uni-dimensionalidad del ser, determina todo lo existente, sea como potencia o como acto, siempre como parte de un movimiento idéntico a sí mismo. Por eso es que hay capital y pre-capital. Hay modernidad, y hay pre-modernidad…

Dussel, en cambio, utiliza una metáfora espacial - afín, creemos, con un paradigma de la simultaneidad como el que antes hemos señalado - donde la diferencia se traduce en exterioridad. Evita caer, gracias a ello, en una jerarquización de lo existente. Dicha exterioridad, además, ofrece la posibilidad de un posicionamiento crítico alternativo, otro lugar de enunciación.

Es cierto que la dialéctica supera la ingenua postura de la ciencia, pues logra pensar sus principios, remontándose hasta el mismo fundamento del sistema. «El proceso dialéctico, con respecto a la ciencia - nos dice Dussel - (…) se eleva a sus supuestos (…) históricos, sociales, económicos. No demuestra el fundamento sino que lo muestra como lo primero (…) en el cual todas las diferencias (entes, partes, funciones) cobran su sentido último». Por eso Dussel sostiene que la dialéctica alcanza a pensar la totalidad y las diferencias internas de un sistema; pero, agrega que, ciertamente, la totalidad no es todo lo que hay por pensar.

Es en su filosofía de la liberación donde nos habla de un pensamiento «analéctico», donde «el otro», exterioridad del sistema, se torna crucial. Superadora de la dialéctica negativa, que se expresa como negación de lo negado: la analéctica se presenta a sí misma como afirmación de la exterioridad.

Siempre hay exterioridad económica, porque hay distintas estructuras (entre indígenas, africanos, asiáticos, masas populares), distintos procedimientos de cambio, distinta significación (el valor de cambio es símbolo cultural o un signo de status (…) del producto, simplemente porque hay exterioridad cultural (…).

Pachacutti y revolución.

Cosmologías cíclicas como las andinas, ligan el cataclismo al reestablecimiento del orden. Lo que será es lo que siempre ha sido. Y lo que siempre ha sido es, entre otras cosas, la imposibilidad de un sistema que se cierre sobre sí albergando todo lo existente: es decir de un todo que sea siempre lo mismo. La exterioridad como elemento dis-ruptor del sistema se presenta, en su re-articulación con los conjuntos de cuerpos que lo dominan, como un movimiento netamente político.

El Pueblo boliviano vive el actual proceso político como un pachacutti. Y la palabra quechua pachacutti puede entenderse como revolución sólo si no es pensada en un sentido moderno, teleológico, superador. Rodolfo Kusch, nos dice que «el término pachacutti era un título que se identificaba con ciertas épocas paralelas a las cinco edades y que señalaban un momento en que el tiempo y el espacio y la tierra debían resolverse». Momento crucial el de Bolivia, entonces. Mas ¿cómo pensarlo? Esas son cuestiones abiertas, ciertamente. Mencionaremos sólo algunas de ellas.

Diferencia y alternativa.

Quijano nos ha dicho porqué, de realizarse, el Estado Boliviano no ha de ser un nacional, sino inter-nacional. Y de estar en lo cierto, el principal dispositivo del estado moderno, es decir la reducción de la diferencia a una abstracta identidad, estaría siendo puesto seriamente en entredicho. La historia sudamericana de Bolivia, hemos intentado mostrar, torna viable esa hipótesis. ¿Otro Estado, entonces?

Sumémosle a esto que la construcción política del MAS, también invita a revisar categorías: qué tipo de representación se juega allí. Es difícil sostener que los movimientos sociales sirvan simplemente de «base». De hecho hay quienes creen que: «La disyuntiva irresoluble - si formamos partido de cuadros o partido de masas, si el poder se toma o se construye desde abajo - es planteada por el evismo de forma teórica en sus estrategias de lucha, pero a la vez siendo resuelta. En sentido estricto, este es el único caso en que los movimientos sociales han llegado a tomar el Estado». ¿Otra representación, luego?

Por último, sólo pensar que buena parte de la sociedad boliviana se estructura en base a ayllus (en los cuales llegan a contarse hasta 200 personas), con la tremenda exterioridad cultural que esto implica respecto de la cosmovisión occidental, torna absurda la espera de una solución en términos de inclusión en la «ciudadanía liberal». Desde hace 2500 años las sociedades andinas se organizan adoptando dicha figura; figura que está muy lejos de ser una agregación de individuos «libres» y que tampoco se deja encerrar por el concepto occidental y cristiano de familia. ¿Otro mundo, quizá?

Creemos que en la exterioridad cultural está la clave de nuestras preguntas. Y en ellas, aquello que opera como dimensión realmente trasformadora en el actual fenómeno político boliviano. Aquello para lo cual, intentamos sugerir, harán falta otras figuras políticas, otras constelaciones de sentido y otras metáforas, que se enmarquen en otros paradigmas de pensamiento. Aquello que, por tanto, aún no podemos pensar. Aquello que no hemos asido. En suma, aquello.

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