La emancipación de las fuerzas: la escritura de Dioniso
(Fuerza e inmanencia en la interpretación derrideana de Nietzsche)
«Y digo estas palabras con la mirada puesta, por cierto, en las operaciones del parto; pero también en aquellos que, en una sociedad de la que no me excluyo, desvían sus ojos ante lo todavía innombrable, que se anuncia, y que sólo puede hacerlo, como resulta necesario cada vez que tiene lugar un nacimiento, bajo la especie de la no especie, bajo la forma informe, muda, infante, y terrorífica de la monstruosidad.»
- Jacques Derrida
0. En 1972, en Cerisy-La Salle y con motivo de un coloquio sobre Nietzsche, se dieron encuentro una serie variada de nombres que venían trabajando sobre temáticas Nietzscheanas. El motivo de ese coloquio fue la actualidad del pensamiento y del estilo de Nietzsche ¿Era acaso el nombre de Nietzsche la ocasión de un nuevo estilo para el pensamiento? Y de ser así ¿De qué otros estilos se diferenciaba? En última instancia ¿Por qué hablar de estilos en filosofía y por qué Nietzsche?
Recordemos de paso que la situación en que ese coloquio tiene lugar está asediada por una vedette en decadencia y por un acontecimiento cuyos múltiples fragores había pronunciado el desvencijamiento de aquella vedette. La vedette desvencijada era el estructuralismo y el acontecimiento era justamente Mayo del 68. El nombre Nietzsche pasa a ser en ese contexto una especie de fantasma al que se convoca una y otra vez para tratar de pensar y vivir aquel acontecimiento que había roto con variadas ortodoxias militantes, filosóficas y políticas.
En ese 1972 también se publica Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari. Y en un bellísimo prefacio para la edición estadounidense de este libro, Foucault dice:
«Durante los años 1945 a 1965 (me estoy refiriendo a Europa), había una cierta manera de pensar correctamente, un cierto estilo de discurso político, una cierta ética del intelectual. Uno debía estar familiarizado con Marx, y no dejar que los propios sueños se apartasen demasiado de Freud. Y uno debía tratar los sistemas de signos -el significante- con el mayor respeto. Estos eran los tres requisitos que hacían aceptable la extraña preocupación de escribir y enunciar una cuota de verdad sobre uno mismo y sobre su tiempo. Luego vinieron los breves, apasionados, jubilosos y enigmáticos cinco años».
Si algo es necesario destacar aquí, y más allá de la intensidad de semejantes frases, es que 1972 en Francia parece presentar la necesidad de un profundo giro y renovación del quehacer crítico y del lugar y el estilo de la filosofía. Se tiene la firme sospecha de que el análisis estructural (sobre todo el freudiano-marxista) ocluye la posibilidad de pensar el propio presente, reduciendo la singularidad de los caminos bajo la amalgama opresora de sendas prácticas non sanctas: el consultorio, el manicomio y el partido.
El programa del partido comunista vela bajo los debates sobre línea ideológica los problemas de organización; es decir, los sedimentos de mando y obediencia que caracterizan a las estructuras partidarias y que resultan desplazadas de la propia agenda política. Por su parte, el psicoanálisis freudiano, su práctica, mejor dicho, empastan los posibles caminos singulares en la estructura deseante familiar. El Estado y la familia parecen ser los síntomas de una teoría asediada de tabiques y fronteras para la expresión deseante. En este sentido, la ocasión de Cerisy-La Salle inquiere una problemática que encuentra resonancias más allá de la mera tarea exegética de una disciplina universitaria. O al menos, la cuestión del estilo, del hacer filosofía encontraba resonancias problemáticas que excedían el mero marco académico para pasar a ser una problemática teórico-práctica que se vinculaba justamente con la pregunta por cómo pensar la realidad de otras maneras. Cómo pensar una realidad que se nos presenta bajo el modo del acontecimiento y ya no bajo la forma de la estructura. El coloquio de Cerisy-La Salle significó el intento de buscar nuevas herramientas de pensamiento, analizando las vías de necesaria subversión, tanto de la lectura como de la producción filosófica.
Por lo pronto señalemos dos desplazamientos específicos de ese coloquio. Deleuze interviene en el coloquio dedicando su conferencia a los jóvenes. A los jóvenes que están leyendo Nietzsche. Después de todo, no importa tanto su propia lectura de Nietzsche sino las posibilidades de lectura y relectura que los propios jóvenes estaban experimentando. En ese mismo coloquio, Derrida dedicará su conferencia a la cuestión de la mujer. Los jóvenes y la mujer, el estilo y la filosofía desplazan a las clásicas preguntas por la ideología, la clase obrera y el partido. Los jóvenes, el porvenir y la mujer señalan ya desplazamientos destacables que se nos aparecen como índices de una manera, por lo menos extraña, de plantear la cuestión del presente.
1. Espolones en Cerisy-La Salle
La intervención de Derrida en ese coloquio lleva por título: Espolones, los estilos de Nietzsche. Y el título mismo ya se presenta al ejercicio de la interpretación. La idea del «espolón» hace referencia a una parte de las embarcaciones. Aquellas con las cuales la embarcación embiste todo tipo de obstáculos, rompe las olas y los elementos con los que las embarcaciones pueden chocar. Un espolón en este sentido es tanto un instrumento de ruptura como de defensa. Hender las olas y proteger la embarcación. Un instrumento de ataque y de defensa.
Y también un puñal o un estilete. Un escalpelo que busca cortar y romper, desligar. Pero un espolón también puede ser un instrumento para defenderse, para mantener a raya un peligro, una amenaza. Un espolón entonces puede servir también para replegarse, para plegarse y envolverse en velos que rechacen la violencia de un atosigamiento. ¿Pero qué ataca y de qué se defiende un espolón? Un espolón supone una embarcación y un viaje. Pero también supone un territorio a abrir, a despejar, un mar de cerrazón que se debe cercenar, incluso violentamente. El espolón permite abrir el espacio de un viaje y traza la posibilidad de un camino. O dicho de otro modo, para que un camino exista es preciso que un golpe de puñal lo permita. El camino es la resultante de un golpe de apertura.
El estilo de Nietzsche
«avanzará entonces como el espolón, el de un velero, por ejemplo: el rostrum, ese saliente que en la parte exterior hiende la superficie adversa. Incluso, siempre en términos marinos, esa punta rocosa, llamada también espolón, que ‹rompe las olas a la entrada de un puerto›.
El estilo entonces como espolón. Un estilo en filosofía que se busca en la forma de un viaje, un camino y una apertura que «hiende la superficie adversa». Sin embargo, la forma que ataca es también una corteza de defensa, una «punta rocosa» que protege de lo que se presenta. Y si tenemos en cuenta lo que se presenta en el puerto de la Filosofía, es justamente la verdad, la cosa misma o el sentido lo que se nos pone en frente. Verdad, sentido y cosa. El espolón será también aquello que permita distanciar sus golpes y su viaje de todo aquello que detendría su movimiento. Un elemento de defensa y protección frente a las embestidas de lo verdadero.
Sospechamos entonces una característica más en el estilo-espolón de Nietzsche. Una cierta distancia necesaria de todo aquello que identificaría de una vez para siempre «el estilo» de Nietzsche. Y es que el estilo de Nietzsche se determina en cada uno de sus cortes, en cada uno de sus viajes. Tantos estilos como cortes y tantos cortes como viajes. Si hay algo característico en la experiencia de la lectura de Nietzsche es su continua inaferrabilidad, su perpetua fuga. Nadie puede leer a Nietzsche sin sentir una especie profunda de entusiasmo, asco, alegría y desesperación. La lectura de Nietzsche nos abisma siempre a la tensión, al problema, al fragor de una experiencia cuyo derrotero aparece siempre como algo múltiple y plural.
Tan solo un ejemplo y ya que hablábamos de caminos, el Zaratustra puede servirnos para el caso:
«Por muchas sendas llegué yo a mi verdad, y de muchas maneras. No he subido por una única escala hasta las alturas desde donde mis ojos recorren el mundo.
Siempre me ha costado esfuerzo preguntar por caminos: ¡Nunca me agradó! ¡Prefería preguntar y poner a prueba los caminos mismos!
Un ensayo y una interrogación, tal fue siempre mi caminar: ¡Y, en verdad precisa aprender a contestar las preguntas! Este es -mi gusto; no bueno, ni malo, sino mi gusto, del que no me avergüenzo ni lo oculto.
‹Este es mi camino. ¿Dónde está el vuestro?› Así respondía yo a quienes me preguntaban por «el» camino. Pues el camino, en efecto, - no existe».
Un ensayo y una interrogación, las formas del espolón tal vez. No hay nunca ni un único camino, ni una única escala para hacer el viaje. En todo caso, y para lo que importa, es que no hay él camino. No hay una única forma de hacer ni una única forma de pensar. No hay camino para el pensamiento. Por lo tanto no hay estilo en filosofía, sino una multiplicidad de estilos y una multiplicidad de filosofías. Y para el caso del estilo filosófico, no hay un único camino, un único espolón en Nietzsche. Tal es la pertinencia de la aposición de la intervención de Derrida en el coloquio: los estilos de Nietzsche. Solamente en plural puede referenciarse un espolón.
Y es tal vez aquí donde mejor puede verse este carácter protector del espolón. Rechazo y resguardo a la vez frente a La Filosofía (así con mayúscula). El espolón Nietzsche nos viene a poner a resguardo sobre todo de aquello que cierne el discurso filosófico de cierta tradición. La filosofía, aquí, no es ni un camino ni un proceso sino ensayos e interrogaciones. Los estilos de Nietzsche, en todo caso, funcionan como paraguas frente a todo intento de encontrar el camino del pensamiento. Y es que el espolón-Nietzsche también será un paraguas. Un paraguas hecho de telas, velos, pliegues donde parece ocultarse algo.
El problema es que Nietzsche afirma en esta cita que él no oculta su gusto. Y ese des-ocultamiento de su gusto resulta sumamente problemático, ya que lo que des-oculta o muestra es que no hay una única verdad en su camino y que el camino único no existe. Todo un problema entonces si lo que estaba en pugna aquí era la cuestión del estilo Nietzscheano. O en todo caso, no podremos ya plantear la pregunta en términos del sentido de la obra de Nietzsche. Por lo demás, ¿Cuál es la verdad a la que Nietzsche llegó por variados caminos? O, en todo caso, ¿Cuál es su verdad?
2. «He olvidado mi paraguas»
No es la primera vez que alguien choca con este carácter paradójico de la obra de Nietzsche. Después de todo la cosa se pone fea si aquello que estamos leyendo posee esta marca de des-ocultamiento. Queremos decir, cómo interpretar un escrito, un texto que tan alegremente nos presenta una crítica tan fuerte a la verdad. O en todo caso, un texto que nos viene a decir que lo que des-oculta como verdadero es que no hay tal cosa como la verdad. Además, este des-ocultamiento está dicho en el texto, inscripto en lenguaje idiomático, de hecho lo estamos leyendo. Algo nos está diciendo Nietzsche con esto después de todo. O tal vez sea solamente un simulacro. Si se tratara de esto último, Nietzsche nos estaría haciendo creer que está diciendo algo cuando en realidad no está diciendo nada.
Pero vayamos de a poco. Derrida cifra su análisis sobre una frase de Nietzsche que se encuentra recortada en los fragmentos póstumos. Más que recortada, la frase se encuentra simplemente allí. Se trata de alguno de sus apuntes. La frase dice lo siguiente:
«He olvidado mi paraguas»
En realidad y si seguimos el análisis de Derrida, son simplemente palabras, palabras solas y entrecomilladas. Estas palabras solas y entre comillas se han prácticamente encontrado en el cuerpo de los escritos de Nietzsche. Nunca sabremos si se trataba de una cita a incluir, si se trataba quizá de una frase escuchada o si quizá resultaba simplemente una anotación al pasar. Lo cierto es que nunca sabemos qué quiso hacer Nietzsche con esto. Se trata de una frase en restancia. Una especie de resto cuyo cuerpo hemos perdido.
Cada uno de estos quizá están recortados unos de los otros en la edición del texto de Derrida. Tal vez para vincular o presentar de un modo parecido a la frase de Nietzsche sus propios intentos de pensarla e interpretarla. Lo cierto es que nunca estaremos seguros sobre qué cuerpo textual o sobre qué cosa hubiera prendido este injerto. Jamás sabremos lo que Nietzsche quiso decir o hacer al anotar estas palabras. Ni siquiera si es que quizo alguna cosa. Ni siquiera tan poco teniendo la certidumbre que dichas palabras corresponden a la signatura, a la escritura de Nietzsche. Derrida realiza aquí una aclaración y dice: «esto suponiendo que sabemos lo que quiere decir autoría y signatura».
Derrida concede que tal vez en algún momento se encuentre el cuerpo textual en el que este injerto prenda interna y externamente. Tal vez los editores lleguen a descubrir el contexto de este fragmento alguna vez. Y lo concede porque el problema que se plantea no es empírico, no es simplemente de ver cómo prende este injerto en la totalidad de la obra de Nietzsche.
Aquí el giro se anuncia simplemente en el texto de Derrida, pero sus implicancias son fundamentales para la estrategia de toda su intervención: supondremos que sabemos que el texto corresponde a la autoría de Nietzsche y que sabemos también lo que eso quiere decir. Y es que, en última instancia, este texto apuntará justamente a problematizar lo que significa que una frase o un texto pertenezcan a alguien. Es preciso para esta estrategia que aquello que se analiza, estas palabras, este injerto, no corran un análisis meramente empírico (definir o estar seguro de que este texto pertenece a Nietzsche). No se trata de un problema de edición simplemente sino, sobre todo, de escritura, de la estructura de lo escrito en general.
De hecho, seguir este camino de indagación editorial nos llevaría al mismo «sonambulismo hermenéutico» que caracteriza a los editores de estas palabras de Nietzsche. Tal vez algún día descubramos el contexto del que proceden estas palabras. Quizá los editores lo sepan o lo callen bajo el argumento de haber editado solamente los textos elaborados de Nietzsche. Quizá un día, con suerte y trabajo, podamos reconstruir el contexto interno y externo de este fragmento. Pero lo cierto es que estas cuestiones fácticas no impedirán jamás lo que lleva implícito esta frase: que pueda permanecer por completo sin contexto, separado no solamente de su medio de producción sino de toda intención o querer decir de Nietzsche; que esta frase quede separada de ese querer decir, apropiante, permaneciendo inaccesible.
Aún sabiendo que este texto le corresponde a Nietzsche, que es de su autoría, el problema persiste y ya no como cuestión editorial. Siempre caben dos posibilidades al menos que nos hacen perder nuestros goznes habituales como lectores: la primera posibilidad es que Nietzsche no haya querido decir nada. Pero la segunda es aún más pérfida: tal vez Nietzsche haya simulado querer decir algo, tal vez haya jugado a que aquí se estaba diciendo algo. Y en este juego, en esta simulación caemos todos/as los/as que leemos con cierta tradición a cuestas. Y con todo lo que ello implica: que el texto de Nietzsche esconde en alguna parte algo fundamental de su pensamiento, que allí nos está esperando el sentido más íntimo de su producción, y en fin, que en los pliegues de su oscurantismo nos espera la verdad de su impronta. Un secreto a desvelar, una intimidad a expresar y un sentido que alcanzar. Estas tres determinaciones se conjugan con tres figuras posibles de lectores: el lector impulsivo, el hermeneuta ontologista y el psicoanalista versado.
El lector impulsivo se devanará los sesos tratando de analizar qué diablos quiso decir Nietzsche aquí. Tal vez intente ver si en alguna otra parte de su obra hay alguna referencia. Tal vez consulte el análisis crítico de los editores, la portada, el prólogo o tal vez se quede con lo que le sugiera su sentido común. En definitiva todos sabemos lo que significa la frase «He olvidado mi paraguas». Todos probablemente hayamos pasado por esta experiencia. Hay algo que tenía y que he olvidado justo cuando lo necesitaba. Algo que tenía y ahora no. Incluso tal vez algo que tenemos cuando no lo necesitamos pero que olvidamos cuando llueve. Tal vez Nietzsche haya tenido un problema con el tiempo o con el clima. Tal vez era despistado.
El hermeneuta en un nivel distinto de complejidad posiblemente intente cierto camino ya relatado aquí. Hará tal vez un análisis comparativo. Intentará aislar el cuerpo de la obra de Nietzsche de todos sus restos aún problemáticos. Consultará quizá su correspondencia. Verá otras ediciones y si es lo bastante obsesivo como esperamos, podría realizar una exégesis del término en alemán o realizar una taxonomía con todos los sentidos en que aparece en otros momentos de su obra para tratar de visibilizar permanencias, distancias, condensaciones. ¿Un paraguas que le regaló Lou Von Salomé durante su relación poco feliz? ¿Hará referencia Nietzsche a su relación con la academia y considerar que olvidó su paraguas cuando publicó el Nacimiento de la Tragedia? ¿El super hombre es justamente quien no usa paraguas? Y finalmente se considerará la frase como parte de la obra no elaborada. Después de todo hay límites para el trabajo interpretativo. Se esperarán futuros avances en el trabajo editorial y a otra cosa.
En esta escalada por la pertinencia del campo interpretativo puede cantar presente el psicoanálisis también. El paraguas como símbolo puede ser la vía de entrada para una interpretación psicoanalítica. El paraguas como objeto simbólico sería un falo replegado en velos. Un falo tanto amenazador como amenazado. El paraguas como objeto simbólico enlazaría la frase bajo el signo del falo. Y si tenemos en cuenta que la frase también menciona el olvido, el psicoanalista puede tentar un filón interpretativo. Símbolo, falo y olvido. Ducho en estas tres determinaciones el psicoanálisis puede arrogarse para sí el ejercicio de interpretación del sentido de esta frase. Nietzsche olvidado de su fantasma tal vez, o de su agresividad y resguardo. Pero Nietzsche olvidado de su soledad de eremita también.
Y si bien es cierto que el psicoanálisis es más complejo de lo que habitualmente se lo considera y se instala de hecho en una veta interpretativa que nunca puede cerrar del todo el horizonte simbólico (siempre se puede seguir interpretando, ajustando el ejercicio, siguiendo nuevos síntomas, etc.), lo cierto, según Derrida, es que estas tres perspectivas de lectura comparten el mismo gesto y la misma impronta de lectura: tomar ese «(no) fragmento» como algo significante, que «debe querer decir algo» y que debe surgir de lo más íntimo del pensamiento del autor.
Significación, intención e intimidad. Esta matriz de lectura es la contracara necesaria de una cierta concepción de lo que es un autor. Bajo esta matriz de lectura, un autor es una conciencia que se representa un sentido, posee la intención de darlo a la escritura y que esa expresión refleja y proviene de lo más propio de su conciencia. En esta perspectiva tanto el lector como el autor se representan bajo la forma de la propiedad. Un autor propietario de un sentido íntimo y un lector que va a la saga de esa propiedad. Lo que comparten el lector impulsivo, el hermeneuta ontologista y el psicoanalista versado, es este impulso por la apropiación, por la identificación y la verdad de una voz parlante o escribiente.
3. Espolones de lectura y escritura: simulación y potencia
Lo que muestra la estructura de frases como estas es lo que se juega en nuestros modos tradicionales de lectura. Y es una frase como esta la que nos hace enloquecer aquello que suponemos en la experiencia de la lectura. Derrida señala que esta frase está entre comillas y que ni siquiera hacen falta las comillas para darnos cuenta de que no es de «él», de Nietzsche. Su sola legibilidad basta para expropiar el sentido de su autoría. La sola constatación de que siempre podemos no saber jamás cuál es el sentido que Nietzsche quiso darle a esta frase, nos instala en un horizonte que nos pierde de todo gozne seguro. Esta determinación de incertidumbre completa es justamente lo que pierde a los hermeneutas en un laberinto infinito. Y es que
«leer, relacionarse con una escritura, es perforar ese horizonte o ese velo hermenéutico, deconducir todos los Schleiermacher, todos los hacedores de velo…».
Lo que estas palabras y esta ocasión que nos presenta «he olvidado mi paraguas» nos fuerza a pensar, es que no hay manera nunca de saber qué es lo que se quiso decir, o que en todo caso, no es esa la tarea interpretativa. El sentido no es algo que se halla sino algo que se produce. Y esa producción del sentido se realiza justamente en la experiencia de lectura. El en el juego por el cual un texto puede simular decirnos algo cuando tal vez no esté significando nada.
Esa simulación del querer decir estructural a todo texto, nos instala la textualidad en la forma del resto. Y si revisamos la cita anterior de Espolones, veremos que Derrida dice que la frase en cuestión no es un fragmento sino un «(no) fragmento». La idea de fragmento todavía nos instala en un horizonte de totalidad en que este fragmento prendería por más que aún no lo sepamos. Pero lo que estamos viendo es que este juego de simulación por medio del cual un texto promete su sentido y juega a tenerlo, nos obliga a considerar que esta totalidad de sentido tal vez sea justamente lo que se simule.
En este punto la escritura se transforma en un juego de simulaciones y restos que se nos presentan como fragmentos de una totalidad. La frase «He olvidado mi paraguas» entonces jugaría al sentido y nos invitaría a entrar en ese juego. Y en ese juego de lo que se trata entonces es de «leer ese inédito, aquello por lo que se da al ocultarse…». Es decir, este juego nos fuerza a interpretar, a producir, a pensar por nuestra propia cuenta y riesgo, sin paraguas. Ningún amparo entonces. Este resto textual no es un límite de la interpretación, que indicaría algo que sabemos y algo que está más allá del saber. Este límite de la interpretación, al contrario, es la condición de posibilidad de todo ejercicio interpretativo. Y la fuerza de esta perspectiva radica en que la interpretación entonces no es una cuestión de saber sino de una cuestión de producción y conexiones posibles. El desfondamiento como límite, paradójicamente, se transforma en la potencia de la producción.
Y es aquí donde Derrida se pregunta -y nosotros con él- cómo interpretar lo que nos quiso decir Nietzsche:
«Si Nietzsche quería decir algo, ¿No será ese límite de la voluntad de decir, como efecto de una voluntad de poder necesariamente diferencial, y por lo tanto siempre dividida, plegada, multiplicada?»
Quizá todo el texto de Nietzsche sea de la forma de «he olvidado mi paraguas». Lo que provoca, entonces, que no habría totalidad del texto de Nietzsche, ya fuera fragmentaria o aforística. La obra de Nietzsche permanecería absolutamente cerrada para una exégesis total o directamente abierta para el ejercicio interpretativo. Un Nietzsche que reiría a carcajadas, sin pararrayos y sin techo. En el límite Nietzsche no generaría lectores sino herederos, múltiples, divididos, plegados y diferentes. Una multiplicidad de espolones para producir y ligar restos pero también para cortar y alejar lo que siempre hemos creído que era la filosofía.
Por último y para sumar otro pliegue. Espolones termina con una interrogación. Tal vez esto mismo que aquí estamos interpretando goce de la misma característica del texto de Nietzsche. Derrida mismo nos dice que no ha hecho más que un texto paródico y difícil. Y nos dice también que no ganaremos nada con saber esto. Porque tal vez el mismo Derrida no haya dicho nada. Tal vez toda la intervención no sea más que un simulacro del sentido y que en definitiva no se esté diciendo nada. En todo caso, no nos está diciendo nada de lo que podamos apropiarnos. Y es que toda escritura debe pasar por este clivaje, por este riesgo del decir que puede no decir nada o que presenta este carácter de expropiación, de sometimiento a las interpretaciones y producciones de lectura. En todo caso, esta lectura derrideana de Nietzsche también correrá a nuestro cargo y responsabilidad. Toda lectura es una interpretación que fuerza a producir su sentido y a responder por ello. Dicho de otra manera, toda lectura es ya un proceso de subjetivación y la puesta por escrito de dicha lectura forjará una manera en que ese texto puede ser interpretado, un nuevo juego en esa herencia múltiple y dividida que provocan los estilos de Nietzsche.
4. Espolones de materialismo
«El artista se pelea menos con el caos (al que llama con todas sus fuerzas, en cierto modo) que contra los ‹tópicos› de la opinión. El pintor no pinta sobre una tela virgen, ni el escritor escribe en una página en blanco, sino que la página o la tela están ya cubiertas de tópicos preexistentes, preestablecidos, que hay primero que tachar, limpiar, laminar, incluso desmenuzar para hacer que pase una corriente de aire surgida del caos que nos aporte la visión».
- Gilles Deleuze / Félix Guattari
Si la experiencia de lectura tiene este carácter de ex-propiación que nos fuerza a interpretar; si la experiencia de lectura se puede asemejar a un juego, es porque la escritura misma está desapropiada. Escribir no consiste en llevar al papel un pensamiento que radicaría en lo más profundo de la interioridad autoral. Estamos acostumbrados a considerar que el escritor es alguien que tiene algo para decir y que posee la intención de darlo a la escritura. Posesión de un mensaje y voluntad de transmisión. Aquí el lenguaje no es más que el instrumento por medio del cual se expresaría una idea. En esta perspectiva el lenguaje aparece como mero instrumento de comunicación, entre una conciencia que posee un pensamiento y otra conciencia a quien se dirige ese pensamiento.
La escritura sería pensada nada más que como un soporte adicional del mismo proceso. La lengua escrita no es más que una mera pintura de la voz. El lenguaje es el instrumento de comunicación de un sujeto parlante o, derivadamente, de un sujeto escribiente. La consecuencia de esto es hacer depender a la escritura del pensamiento. Es decir, trazar un esquema idealista de la escritura. Pero el problema es que no escribimos porque tengamos una idea, ni siquiera porque tengamos el deseo de comunicarnos. Al contrario, escribimos bajo el influjo extremo de una necesidad. Flaubert solía decir que la escritura tiene que ver con un profundo asombro: «¡Vaya!, no suficientes formas». Es el asombro frente al lenguaje lo que nos fuerza a escribir. A su vez la presión de la totalidad de las formas y de su terrible precariedad:
«Conciencia de tener que decir como conciencia de nada, conciencia que no es la indigencia de la totalidad sino la opresión por esta».
Escribimos bajo presión. No tenemos nada que comunicar, por eso escribimos. Derrida en el texto que ya citamos, hace alusión al querer decir, tal como Artaud lo pensaba. Artaud justamente escribía porque no tenía nada que decir. Escribía más por la presión del lenguaje, de los significados, de su atosigamiento que por afán de comunicar. Si la conciencia es motor de la escritura es más por su carácter opresivo que fundante. La escritura entonces está más relacionada al vacío y a la conciencia de nada que a las ideas y la comunicación. Presión de la totalidad y fuga de la conciencia. La escritura se parece más a la expresión de una fuga que a la transmisión de una idea. El lenguaje deja aquí de ser el instrumento de comunicación para ser el plafón de una exploración sin objeto.
Pero el abordaje idealista de la escritura goza de un segundo problema, tal vez más importante todavía. Y es que pierde de vista que toda palabra, aún tomada como exploración y ya no como instrumento, tiene que ser inscrita. La escritura es por sobre todo inscripción. Justamente en la escritura la palabra lleva por esencia la necesidad de la inscripción. Desde el momento en que la palabra debe inscribirse choca con un montón de obstáculos que se lanzan y con otras significaciones posibles. Al escribir, las palabras adquieren sentido al relacionarse con otras, al oponerse o vincularse con otras palabras. El sentido, en parte, es producto de este derrotero de la inscripción. Es decir, la palabra escrita es profundamente equívoca. Solamente adquiere sentido en el modo en que se distingue y se compone con otras. El significado de las palabras no preexiste a este movimiento de inscripción. Por esto es que no podemos hacer depender a las palabras de su significado en el pensamiento. Es en la inscripción, como fenómeno material, bajo, duro, que surge toda significación posible.
De aquí el peligro de la palabra: «Hablar me da miedo porque, sin decir nunca lo bastante, digo siempre también demasiado». Es decir, la escritura no es una experiencia desestructuradora, desesperada del autor, de los sentimientos empíricos de un autor. O al menos no es solamente eso. Lo que importa en la escritura es que se trata de una experiencia de alteración profunda. La escritura es la experiencia de la alteridad, de la alteridad de lo otro. La escritura es la inscripción experimental de lo otro, de la relación con lo otro. La escritura es devenir y conexión, fluctuación y modificación del sentido previo. Las palabras solamente valen en cuanto inscriptas y en la inscripción. Su sentido se establecerá en la relación diferente con otras palabras con las que entra en relación, se cruza, se apela y se provoca. La escritura es peligrosa porque no hay manera de controlar de antemano su devenir. La escritura es primordialmente una experimentación.
Tal vez es por esto mismo que la escritura nos provoque una angustia desgarradora. Pero si la escritura posee una especie de angustia desgarradora no es porque el escritor tenga un afecto o una desazón empírica sino que es por la llamada a la responsabilidad de lo que acontece con la escritura desde el momento en que la palabra debe escribirse. Responsabilidad tanto más terrible en cuanto que, frente a los que nos responsabilizamos, no puede controlarse de antemano. La inscripción como modo de la palabra escrita nos abisma al peligro, la angustia y la responsabilidad.
Doble desplazamiento entonces de la escritura: no será ya la modificación de un sentimiento empírico de autor, sino la experiencia de lo otro. Y no será ya la experiencia de la palabra pura sino la inscripción diferencial de ella. Inscripción y otredad, experimentación y potencia, la escritura es manifiestamente una experiencia de lo otro y la responsabilidad angustiante de su impronta. Al parecer, lo que Derrida está haciendo aquí es desplazar la preocupación de la escritura del sujeto escribiente. No se trata de que haya un sujeto que experimenta con el vacío total del lenguaje mediante la palabra pura. Se trata más bien de un recorrido textual, inscripto, donde justamente se genera toda posibilidad autoral.
«La escritura es la angustia de la ruah hebrea experimentada desde el lado de la soledad y la responsabilidad humanas…» y «…es el momento en que hay que decidir si grabaremos lo que oímos».
Diferencia, alteridad, responsabilidad y decisión. Lo que importa en la escritura es este conjunto de determinaciones que nos fuerzan a decidir lo que se grabará y a responder por ello.
En este punto, solamente una perspectiva materialista pueda dar cuenta de la escritura. Derrida apela a dos citas de Merleau-Ponty para expresar esta idea: «En el escritor el pensamiento no dirige al lenguaje desde fuera: el escritor es él mismo como un nuevo idioma que se construye». Y otra de Problemas Actuales de la Fenomenología: «mis palabras me sorprenden a mi mismo y me enseñan mi pensamiento». No hay por fuera nada que asegure y gobierne el sentido de un escrito. El escritor no porta un idioma, sino que es él mismo un idioma. Por lo demás, ese idioma se construye, no preexiste y se construye en la escritura misma. De aquí también que la escritura tenga este carácter sorprendente y novedoso.
Y es que la escritura tiene esta característica de la iniciativa, es inaugural: «No se sabe adónde va, ninguna sabiduría la resguarda de esta precipitación esencial hacia el sentido que ella constituye y que es, en primer lugar, su futuro». La escritura es, por esto, peligrosa y angustiante. Peligrosa porque no se la puede controlar («no se sabe adónde va») y angustiante porque nos fuerza a responder por ese derrotero. «La escritura es para el escritor, incluso si no es ateo, pero si es escritor, una primera navegación y sin gracia». Pero una aclaración se hace necesaria: la escritura es inaugural no porque sea una creación absoluta, por la novedad de sus palabras o sentidos, por decirlo de alguna manera. Y no se trata de inaugural en este sentido porque en realidad todo ya está dicho. Derrida dice que en la escritura se presenta una «cierta libertad absoluta de decir» Y con esto hace referencia a esta equivocidad de las palabras de adquirir su sentido siempre en la inscripción, siempre en el choque y el cruce con otras palabras que le otorgan su sentido. Esta cierta libertad refiere a esta capacidad de resignificación de los sentidos que tienen todas las palabras. Por esto es que en este punto el texto cifra su horizonte crítico: «la anterioridad simple de la Idea o del «designio interior» con respecto a una obra, que simplemente expresaría, sería, pues un prejuicio: el de la crítica tradicionalista llamada idealismo».
La inscripción sirve de espolón a todo lo que una cierta tradición presenta como escritura: un designio interior subjetivo, una preeminencia lógica de la idea y la obra como producto y propiedad de una subjetividad. El escritor no es un pensador (antiplatonismo) ni mucho menos una interioridad (anticartesianismo). De modo totalmente diferente, el escritor es la resultante de una experimentación, de un derrotero diferencial sin gracia. En fin, el escritor no es un sujeto.
5. La herencia traicionada: la obsesión por las formas
Nunca empezamos desde la nada. Heredamos. Siempre nos encontramos con un mundo pleno de sentido. Tal vez, hasta demasiado lleno de sentido. Pero también es cierto que una herencia nunca es algo simple. Y para ser justos, el desfondamiento de la verdad como desvelamiento, la puesta en cuestión de lo que es un autor y de lo que implica escribir, el problema del estilo y del lenguaje no era extraño en lo más mínimo en aquella Francia de 1972. Desde mediados de los cincuenta que todo un cúmulo de intentos teóricos venía actualizando ese problema. En Fuerza y Significación, este entramado complejo de cuestionamientos aparece bajo la forma de una experiencia, de un afecto: el asombro, «asombro, más bien, por el lenguaje como origen de la historia. Por la historicidad misma».
Una experiencia de asombro y la pérdida de una certeza: el lenguaje ya no representa la realidad ni es, tampoco, un instrumento del sujeto para la comunicación. Al contrario, cualquier sujeto ya viene dicho en el lenguaje: todo sujeto se inscribe en una lengua particular, con una historia determinada que codifica lo que se puede y lo que no se puede decir. Este asombro por el lenguaje como constituyente de la experiencia derivó en despegar la escritura de varias tendencias precedentes: el historicismo y el psicologismo. Si el lenguaje es configurador de la experiencia, si posee una anterioridad lógica al pensamiento, una obra entonces, ya no expresa los sentimientos del autor ni mucho menos su batalla psíquica interior. Al contrario, una obra expresará más bien el conjunto de significaciones por medio de las cuales se configura el sentido de conceptos como interioridad, psiquis, alma, etc. No será el autor quien se presente en una obra, sino la posición que se le suele asignar a un autor tomando como referencia el plexo de significaciones que constituyen una lengua.
Otro tanto ocurre con la supuesta dependencia que tendría una obra en relación a su contexto histórico. En la cita anterior se presentaba esta referencia al lenguaje como configurador no solamente de la experiencia sino de la historicidad, de lo que podemos llamar historia. Anterioridad lógica también del lenguaje respecto de la historia. La historia o el contexto histórico tampoco preexisten simplemente al lenguaje sino que se constituye también en la manera en que se dice lo que la historia es. Si el lenguaje no es representativo es porque ya no podemos separar los hechos extra-discursivos de su mediación discursiva. En la dinámica misma de lo dicho se constituyen y se revelan al mismo tiempo todo lo que podemos considerar como autores y contextos históricos. Lo que hay que analizar entonces, bajo esta perspectiva, es la estructuración que se revela en todo fenómeno discursivo. ¿Qué lugar posee un autor al interior de un discurso? ¿Qué lugar se le asigna en el interior de un discurso a los fenómenos históricos? En fin, lo que hay que analizar ahora es cómo se construye discursivamente la voz del autor y el contexto histórico.
El lenguaje pasa a ser el agente de todo proceso de significación. Un escritor no gobierna el lenguaje sino que se constituye en la manera en que habla un idioma particular, en que esa expresión viene antecedida por la forma en que esa lengua configura los sentidos y los significados. Una obra ya no expresará la interioridad del escritor, sino el conjunto de significaciones culturales, sociales y políticas que se ponen en juego, de modo inconsciente, al momento de escribir. Una obra escrita no representa una época histórica sino que codifica incluso lo que se entiende por época y por historia. El lenguaje configura un lugar para la mirada, un conjunto de elementos y valoraciones a partir del cual se piensan tanto las cosas como las palabras. El estructuralismo aparece entonces como la veta de análisis del lugar de la mirada. En todo lo que se ve y se mira, en todo lo que se dice, habrá que restituir cuál es la estructura significante que la constituye.
Y esa restitución no puede apelar a ninguna exterioridad extra-discursiva. Ya no podrá apelar al análisis de lo que esa estructura representaría (la historia, la política, la ideología dominante, etc.), por la simple razón que una estructura no representa sino que constituye, crea, significa al interior de ella misma una historia, una política y una ideología. El análisis estructural debe ser inmanente a las obras. Debe trazar la estructura que se expresa en cualquier discurso:
«Ser estructuralista es fijarse en primer término en la organización del sentido, en la autonomía y en el equilibrio propio, en la constitución lograda de cada momento, de cada forma, es resistirse a deportar a rango de accidente aberrante todo lo que un tipo ideal no permite comprender. Incluso lo patológico no es simple ausencia de estructura. Está organizado. No se comprende como deficiencia, defección o descomposición de una bella totalidad ideal. No es una simple derrota del telos»
El intento y la obsesión del estructuralismo siempre ha sido un problema de organización. Siempre ha buscado comprender la estructura interna del sentido. Seguir las líneas por medio de las cuales se configura y se forma. No hay una «bella totalidad ideal» que gobierna los derroteros de los discursos, sino que ve en todo discurso una organización propia que sigue su propia impronta. Reponer lo que se dice y cómo se lo dice, seguir sus líneas de organización específica ha sido siempre el voto estructuralista. Ser estructuralista implica una obsesión desmesurada por las formas del sentido, por su organización y estructuración. La escritura es la expresión de fuerzas organizadas formalmente.
Sin embargo, hay una discontinuidad, un quiebre, entre el voto estructuralista y su realidad. El estructuralismo presenta un problema interno, propio de su derrotero. La obsesión desmesurada de la forma implica que el análisis y el pensamiento solo comienzan cuando una obra está terminada, escrita y finalizada. Para poder restituir la forma a una obra, su estructura, es preciso que una obra esté acabada. Solamente al final, luego del desarrollo, el estructuralista puede operar. Es necesario que el proceso esté detenido para poder analizar la forma. Un estructuralista necesita que otras fuerzas hayan producido para poder pensar. Y el problema se presenta entonces cuando se supone la escritura como expresión de fuerzas sobre las cuales solamente debe aprehenderse su forma. Hay implicado en el estructuralismo un abandono de las fuerzas, un dejo de debilitamiento de las fuerzas en virtud de las formas:
«En lo que la conciencia estructuralista es la conciencia sin más como pensamiento del pasado, quiero decir, del hecho en general. Reflexión de lo realizado, de lo constituido, de lo construido. Historiadora, escática y crepuscular por situación»
El estructuralismo filia el pensamiento con lo crepuscular, con lo devenido, con lo construido sin más. Hace del pensamiento un ejercicio reflexivo demorado. El pensamiento deja de tener fuerza, es tan solo el ejercicio de las formas. El pensamiento no crea, reflexiona y no fuerza sino que forma. La formalización y la reflexión parecen ser los dos únicos elementos que reconoce la conciencia estructuralista:
«…se lo interpretará quizá mañana como una relajación, si no un lapsus, en la atención a la fuerza, que es, a su vez, tensión de la fuerza. La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, Crear. Por eso la crítica literaria es estructuralista en toda época, por esencia y destino».
El pensamiento es crepuscular, formal y reflexivo cuando se opera bajo una relajación de las fuerzas. Cuando se opera una reducción en las fuerzas, que es tensión en las fuerzas. Las bellas formas fascinan cuando ya no se tiene la fuerza para atender a las fuerzas, cuando ya no se trata solamente de comprender un movimiento sino de crearlo o perpetuarlo. La conciencia estructuralista necesita que sea otro el que crea, otro el que produce. La crítica limitada a la mera constatación o reposición de las formas, ya es estructuralista sin importar la época. El crítico estructuralista dejará que la forma se exprese por sí misma, que aparezca en tanto tal en su apertura. El crítico no escribe sino que deja que la forma se dibuje por sí misma. El crítico calca, fotografía la aparición de una forma y se transforma en un espectador fascinado por esa forma bella.
La crítica estructuralista pintará la arquitectura de una forma como si se tratara de una «ciudad ya no habitada y no simplemente dejada sino más bien encantada por el sentido y la cultura». Mirada des-implicada del crítico y encantamiento de la forma. El primer problema con el que se encuentra el estructuralismo es justamente la imposibilidad de superar la crítica y la perspectiva del espectador. Incapaz de crear, el estructuralismo se pone a observar y encara una aventura de la mirada.
6. La herencia traicionada II: un antiplatonismo frustrado
El estructuralismo cifra la distancia entre su intención y su acto en un asedio: el asedio de las formas. Es que la forma explica y comprende a las fuerzas. La estructura funciona como totalidad que explica el devenir de las fuerzas. En fin, la estructura, como revelación de la forma, es el fundamento de las fuerzas, su principio explicador. La apertura estructural es el fundamento de lo expresado, la forma del devenir y el sentido de las fuerzas. Y si hay que atender a la forma es porque solo ella permanece en presencia ante la ausencia y el carácter fugitivo de las fuerzas.
Así planteado, el problema del estructuralismo se filia con el de toda nuestra metafísica: «En esta metafísica heliocéntrica, la fuerza, que cede su sitio al eidos (es decir, a la forma visible para el ojo metafórico), ha sido separada de su sentido de fuerza…». En otras palabras, lo que filia al estructuralismo con la metafísica de la presencia es que no puede pensar el movimiento y su derrotero configurado si no es bajo un fundamento, una trascendencia que explique, desde afuera, el movimiento. La estructura funciona como fundamento último del movimiento y cierra con esto la apertura generada por el asombro. Allí donde se abría un problema, la forma lo explica; allí donde se abría una tensión, el estructuralismo la obstruye. La estructura aparece como el sentido del sentido y anula toda pregunta posible. Se anula la tensión en el fundamento, la razón y el logos de esa tensión. Sobre el final del camino, la tensión y la oscuridad de las fuerzas se resuelven en la claridad de la forma.
La fuerza y la debilidad aparecen aquí repartidas entre la ausencia y la presencia, la oscuridad y la claridad. Se trata de un movimiento del pensar conocido después de todo, y que vincula al estructuralismo con quien se supone que es su enemiga acérrima: la fenomenología. Este movimiento del pensar es el siguiente: se supone un conjunto de fuerzas móviles, múltiples y desestructuradas por una parte, y de otra, un principio integrador de esas fuerzas, un plano de unidad que debe organizar y otorgar sentido a esa multiplicidad. En la fenomenología esa estructuración está dada por la conciencia como fuerza constituyente de la experiencia y del sentido. En el estructuralismo es la forma, la estructura, la que fija el sentido y el orden a unas fuerzas múltiples que por sí mismas no son más que unos materiales caóticos e informes. Forma aglutinante, principio de unidad, por una parte y materia o fuerza informe por otra. Ambos movimientos comparten la escisión metafísica típica de occidente donde las fuerzas no pueden pensarse por sí mismas, en su unidad y especificidad si no es suponiendo un plano trascendente que las unifique y las explique.
Lo que comparten tanto el estructuralismo como la fenomenología es la necesidad de fijar un fundamento trascendente a las propias fuerzas. Estamos a las puertas de un anti-platonismo frustrado. Nuevamente no podemos pensar el movimiento por sí mismo y los trazos de unas fuerzas por sí mismas sin recurrir a un cierto logos, racionalidad o principio unitivo que se pose por encima de ellas y que las ordena.
Porque lo que es preciso es analizar justamente «la potencia y no solamente la dirección, la tensión y no solamente el ‹in› de la intencionalidad». El problema de la fenomenología es que todo está constituido por un sujeto teorético. Y es que «la fuerza no es la obscuridad, no está oculta bajo una forma de la que ella sería la sustancia, la materia o la cripta. La fuerza no se piensa a partir de la pareja en oposición, es decir, de la complicidad entre fenomenología y ocultismo. Ni dentro de la fenomenología como hecho opuesto al sentido».
Y si en este esquema no se pueden pensar las fuerzas, es porque se las ha reducido a manifestar una dirección o una materialidad pura, abstracta. Cuando reducimos a las fuerza a un mero problema de dirección o de abstracción, lo perdemos todo. Una fuerza es, ante todo, potencia y no dirección, tensión y no ausencia. Es esta tensión y esta potencia la que nos fuerza a la resistencia, pero también al sueño de emancipación:
«Hay que intentar liberarse de este lenguaje. No intentar liberarse de él, ya que eso no es posible sin olvidar nuestra historia. Sino soñar con eso. No liberarse de él, lo cual no tendría sentido y nos privaría de la luz del sentido. Sino resistir desde lo más lejos posible.»
Sería entonces un ejercicio de resistencia a nuestra propia historia, a nuestro propio logocentrismo y fundamentalismo. Esta historia nuestra es una historia del pensamiento filosófico como reflexión. Es decir, como detenimiento de las fuerzas en los esquemas y los sistemas. Un pensamiento de la detención del movimiento, sin fuerza. Se trata de la resistencia a la muerte del pensamiento. Aquí es donde la crítica literaria debe descubrir su línea de resistencia: no convertirse en una filosofía de la literatura. Y es que la crítica literaria, pero que se puede ampliar hacia todo análisis del pensamiento, «no podrá excederse hasta amar la fuerza y el movimiento que desplaza las líneas, hasta amarlo como movimiento, como deseo en sí mismo, y no como el accidente o la epifanía de las líneas. Excederse hasta la escritura».
La única manera de pensar las fuerzas es a través de un gesto excesivo y amoroso de desplazamiento. Pensar las fuerzas es desplazarse, pero en ello, desplazar también las líneas, lo configurado y lo devenido. La escritura es una expresión deseante y una fuerza creativa. A la vez tensión y resistencia.
7. El juego de las fuerzas
«Había que llegar hasta ahí en la inversión de los valores: hacernos creer que la inmanencia es una cárcel (solipsismo…) de la que nos salva lo trascendente».
- Gilles Deleuze / Félix Guattari
Más arriba hablábamos de la escritura como juego y ahora como fuerza. Y es que la escritura es un juego de fuerzas. Habría entonces que escuchar a Nietzsche en todo esto. Al propio derrotero de las fuerzas Nietzsche. Porque se trata de una nueva manera de concebir a las fuerzas. En «Fuerza y significación», Derrida apela a la diferencia entre Dioniso y Apolo, entre la fuerza y la estructura. Y lo que aquí ya no podemos seguir concediendo es este reparto esquemático y esquematizante entre fuerzas disgregantes, disgregadas, locas, informes (Dioniso) y los esquemas, las formas y las estructuras que racionalizan y ordenan esas fuerzas (Apolo). Nietzsche sabe muy bien de qué se trata todo esto, porque también él cayó en esta escisión (Nacimiento de la Tragedia) e intentó dar cauce luego a una determinación distinta de las fuerzas. En el intento de salir de esta díada de oposiciones metafísicas, Nietzsche experimentará de un modo distinto a las fuerzas. Intentará pensar las fuerzas por sí mismas. Este intento adquiere la forma de una inversión de este esquema que permitirá toda una rearticulación de la dinámica de las fuerzas. Toda una revolución en el pensamiento de las fuerzas. Porque no se trata de invertir sino de revolucionar el pensamiento. Producir articulaciones nuevas más que invertir. La inversión es solo parte de una estrategia, el momento liminar resistente de una nueva configuración. Y es esta nueva configuración la que guía cualquier inversión y cualquier oposición. La inversión solamente es la máscara de un camino mucho más peligroso y cismático: la transmutación.
En El Nacimiento de la Tragedia, Nietzsche repartía los esquemas de acuerdo a dos fuerzas diferenciales: Dioniso y Apolo. Dioniso aparecía como el uno originario, fuerza desbordante e inconsciente que fungía como motor de todo el movimiento de la realidad. Apolo, a su vez, era la bella forma, la individuación, que permitía establecer un marco de apariencia, un fenómeno a partir de aquella fuerza nouménica dionisíaca. Fuerza inconsciente dionisíaca y bella apariencia apolínea. Enérgeia pura y racionalidad de la forma. Noúmeno y fenómeno. El kantismo de Schopenhauer aplicado a la tragedia griega. Al poco tiempo Nietzsche descubre que esta manera de pensar el juego de las fuerzas goza de un doble escollo: el primero es que sigue atado a los esquemas de la metafísica más tradicional, un fundamento nouménico que necesita una apariencia fenoménica. Una oposición clásica después de todo que seguiría una triple filiación: Platón, Kant y Schopenhauer. El segundo escollo es más grave y fija la necesidad de pensar más allá o de intentar salir del esquema clásico: las fuerzas no pueden pensarse por sí mismas, se ven abroqueladas en este esquema y pierden todo su sentido de energía. Las fuerzas se transforman en el supuesto invisible, en el por detrás o al interior de las formas fenoménicas pero siempre tendrán que ser referidas como el trasfondo de la racionalidad, como todo lo que no es el individuo, el fenómeno y lo visible. Las fuerzas quedan aquí presas de un pensamiento indirecto o negativo pero no pueden constituirse y pensarse por sí mismas. Fundamento y negatividad, las fuerzas quedan así pegadas a un esquema que las inmoviliza y las estanca.
El giro nietzscheano se hace necesario. Pero dicho giro no operará a partir de una moderación del esquema sino a fuerza de hipérbole, de extralimitación o de éxtasis: ahora todo es Dioniso, todo es fuerza y sobre todo pura fuerza. Sin embargo, habrá que considerar a estas fuerzas puras como trabajadas por la diferencia. Estas fuerzas son puras justamente porque están cortadas, modificadas, intervenidas necesariamente por Apolo. La aparición, el concepto, el fenómeno ya no serán exteriores a las fuerzas, no serán lo extraño de ellas, sino que lo apolíneo constituirá también una fuerza, diferente es cierto al movimiento puro, pero no obstante interior a ese movimiento. La expresión misma de las fuerzas, su movimiento puro estará cortado, diferenciado, por las formas. Las fuerzas ven (principio activo) pero también son vistas (principio pasivo). Son el fundamento pero también lo fundado. Lo que importa ahora es que las fuerzas se relacionan siempre con lo que está fuera de ellas, con la forma visible y con las estructuras. Pero no hay que confundir este relacionarse con lo que está fuera de ellas con un plano escindido. Al contrario, lo que se está diciendo aquí es que las fuerzas siempre están en relación con lo que ellas no son, con lo que difiere de sí misma.
Un solo plano entonces, un inmenso plano de fuerzas pero cortadas y trabajadas por la diferencia. Las fuerzas constituyen un solo plano que difiere de sí mismo, plano que se constituye diferencialmente por la fuerza y por la forma. Ahora es preciso pensar a las formas o a las estructuras de modo inmanente a las fuerzas. Así, las estructuras ya no ordenan un plano caótico e informe al que deben unificar y fundamentar. Las formas y las estructuras, al contrario, son las propias fuerzas diferenciadas de ellas mismas, el derrotero formal, estructural de las fuerzas mismas en su despliegue. Las fuerzas se organizan por sí mismas, de modo inmanente, sin necesidad alguna de un principio trascendente. Frente a la trascendencia de la forma, Nietzsche propone la inmanencia de las fuerzas. Y frente a la multiplicación de los ámbitos (herencia platónica), Nietzsche propondrá la consistencia de un único plano.
Se trata de un solo plano inmanente cuya unidad es la expresión de la diferencia, el derrotero del movimiento puro, su trazo singular, el juego de la diferencia pura en un determinado momento. Las fuerzas trazan sus propios dibujos y esquemas, su propio recorrido diferencial. La estructura aquí no es más que el diagrama de una batalla energética y no hay nada por fuera de este juego de las fuerzas. Con esta idea Nietzsche puede salir o fijar una línea posible para dejar de pensar a las fuerzas como lo negativo de las formas. Y a las formas como el fundamento unitario de unas fuerzas caóticas. Toda fuerza es ya una estructuración y toda estructuración es ya un diagrama caótico. Al mismo tiempo. El plano inmanente entonces es ya una unidad diferencial de intensidad y de formas. No más una relación de fundamento entre unas y otras. No más una relación negativa. Las fuerzas se explican y se estructuran por sí mismas. Hay que seguir sus derroteros específicos.
Tal vez ayude aquí una cita al respecto:
«Si hay que decir, con Schelling, que ‹todo es Dioniso›, hay que decir también, y eso es escribir, que Dioniso, como la fuerza pura, está trabajado por la diferencia. Ve y se deja ver. Y (se) salta los ojos. Desde siempre se relaciona con lo que está fuera de él, con la forma visible, con la estructura, como con su muerte. Así es como aparece.»
Todo lo que hay es corte diferencial y el derrotero de estos cortes. Deleuze y Guattari solían decir que la trampa mortal de nuestra historia filosófica y política consistía en hacernos creer que la inmanencia era sinónimo de identidad, de unidad y que necesitaba un otro con el que relacionarse, una trascendencia que nos saque de la inmanencia. La trampa de occidente consiste, solían decir, en asimilar inmanencia y solipsismo. Es aquí donde se puede vislumbrar el alcance de la revolución nietzscheana: hay solamente un plano y este plano es diferencial. Estructuración diferencial de las fuerzas. Las fuerzas diferenciales son ya por ellas mismas su organización y diagrama. Corte apolíneo de Dioniso. «Así es como aparece» el plano de inmanencia.
Pero una resonancia más: Dioniso se relaciona «con la forma visible, con la estructura, como con su muerte», dice la cita. Y es que escribir consiste en pensar el trabajo de la diferencia. Pensar el trabajo de la diferencia consiste en rastrear el movimiento específico de unas fuerzas, reconstruirlo en su camino de intensidad y de estructuración. Es recoger y desarrollar la fuerza de un texto, su resonancia vital aún en sus maneras de «morir». Hay que reconstruir la intensidad de un diagrama, la fuerza que guía la forma y la resonancia de un camino. Hay que entender a la forma y a la estructura tan solo como el detenimiento de ese propio camino, como la forma parcial de detenerse de las fuerzas en un determinado momento. La organización de las fuerzas es interior y necesaria a ellas mismas pero es también su detenimiento, su muerte. Por eso nos queda poco cuando tan solo describimos la forma de su camino pero dejamos afuera la historia específica de su caminar, sus problemas, sus detenimientos y sus nuevos comienzos.
Pensar tan solo la forma de un pensamiento es como sacar una foto del texto, detener el movimiento sin registrar sus operaciones. Cuando hacemos eso y nada más, el texto está muerto, ya no funciona, queda momificado y petrificado. Es lo que suele pasar cuando solamente hacemos una lectura estructural de un texto, cuando quedamos fascinados por la forma pero sin experimentar el derrotero singular que fuerza e intensifica esa forma. De modo distinto, pensar el trabajo de la diferencia es intentar la experiencia de reanudar una batalla, de seguir los caminos mediante los cuales forcejean las fuerzas, se entrelazan, se repelen y se organizan en torno a una serie de problemas frente a los cuales no pueden dejar de desplegarse. El trabajo de la diferencia entonces no puede pensarse sino actualizando esa batalla, registrando la intensidad en sus repercusiones. Por eso es que este pensamiento nos obliga a un gesto excesivo, desestructurado, obsceno. Para poder pensar este trabajo es preciso escribir, interpretar. Rehacer el camino agonal (en el sentido griego del término) interpretando sus resonancias, sus virtualidades y sus posibilidades. No se trata de tomar fotos sino de crear las vinculaciones que resuenan en el instante de un peligro (intensidad benjaminiana) o en el instante de una lucha (intensidad nietzscheana). Escribir es lograr la agonía del pensamiento.
8. Fundamento y moral: pasión de trascendencia
En el esquema occidental más tradicional las fuerzas no se pueden pensar por sí mismas. Y este diagnóstico no se reduce a los vaivenes exclusivos del pensamiento filosófico, sino que señala la marca de toda una historia, tanto corporal como incorporal. En cualquier caso se trata de una marca de violencia. Violencia a la vez del pensamiento y del cuerpo. Si algo caracteriza a la búsqueda del fundamento, es la necesidad del control sobre lo que deviene. La búsqueda de un fundamento transcendente a las propias fuerzas devinientes tiene por objetivo el intento de tornar pensable toda la realidad, de tornarla controlable. Y es que lo que motiva al pensamiento del fundamento es una pasión, un afecto, un terror soterrado pero intenso frente a la amenaza de lo que difiere. Frente a la potencia organizadora de las fuerzas. Ser una pasión, ese el secreto de la búsqueda del fundamento.
Desde Platón que pensamiento y permanencia van de la mano. Solamente lo que no cambia, solamente lo que no deviene puede pensarse y conocerse. Y solamente lo que trasciende al ámbito de la experiencia permanece. La determinación de un ser trascendente y, como permanente, siempre presente, es lo que permite el control del devenir, su cuadriculación en vistas de esa ausencia que se muestra tanto más presente, omni-abarcadora y opresiva por su lejanía siempre presta a desplazarse. Se trata de ese más allá siempre lejos de nosotros que ya mencionaba Hegel en la Fenomenología del Espíritu y que caracteriza a la conciencia desventurada. Es decir a la conciencia que se considera siempre carente de plenitud y alejada de su potencia. La conciencia que en su impotencia solo puede atinar a realizarse en otro mundo, fuera del devenir. «Dos mundos por favor». Así reza la desgracia. Ya lo vimos en torno a cierto pensamiento estructural-ista. Solamente cuando una fuerza queda exhausta, agotada es que se vuelca de lleno a las formas permanentes y se obnubila con ella. Solamente cuando una fuerza está suficientemente debilitada busca otro que la organice. Miedo y debilidad de Platón que lo mueve a pensar un Estado Ideal (la República) frente a la muchedumbre extasiada de la democracia ateniense.
Porque es en la arena política donde la pasión del fundamento encuentra su ocasión. A la vez principio y punto de llegada. Es el terror de la propulsión organizadora de lo múltiple lo que provoca el deseo de la estructuración trascendente. Pero es también su punto de llegada, ya que el fundamento cumple a la vez la función de determinar los principios de la acción. Una vez establecido el pivote de lo real, la visita al mundo de las ideas, el plano práctico no es más que la aplicación de ese fundamento a las acciones. No es ninguna casualidad que en Platón las ideas que fundamentan el ámbito de lo sensible en lo relativo al conocimiento sean al mismo tiempo ideas morales (idea del bien, de justicia, de belleza, etc.). Basta con analizar la idea platónica de justicia. Justo es quien actúa en vistas al rol que le corresponde de acuerdo al orden natural. Actuar moralmente bien significa realizar con justicia y mesura lo que depara el rol impuesto por el orden natural. Malo y a la vez feo, será aquel que contra-natura no cumple con su rol correspondiente. La justicia entonces se logra cuando se obedece al rol social que corresponde por naturaleza. Ajustarse al rol pero también identificarse con ese rol. Por el contrario, quien no obedece al rol social correspondiente incurre en «hybris», exceso o corrupción. En lugar de ajustarse a lo que le corresponde, se incurre en roles ajenos a su naturaleza. Así ocurre, por ejemplo, cuando el pueblo interviene en las decisiones políticas o cuando los políticos se ponen a producir o comerciar.
Tan solo al filósofo le está permitido la pregunta por la razón o los motivos del reparto de roles. Es el filósofo quien contempla la idea y determina el orden de las descendencias. Pero es el fundamento trascendente el que determina lo que se debe hacer. En el caso de Platón era el orden natural, el cosmos, lo que fundamentaba el reparto de los roles sociales. Actuar en este esquema no es más que ajustar la conducta al reparto de roles impuesto (en Platón es la naturaleza quien oficia de fundamento, pero también podría ser, más modernamente, el rol que nos impone la historia, la lucha de clases, el Estado, el mercado o cualquiera otra divinidad secularizada).
Así vemos como la determinación de un fundamento trascendente proyecta una determinación moral de las acciones. Y decimos bien moral y no ética; porque a la moral solamente le está permitido analizar si nos ajustamos correctamente al rol que nos corresponde, pero le está vedada la pregunta por las condiciones de posibilidad históricas, concretas y los motivos, las operaciones por los cuales existen tales roles y no otros. Se trata del mismo problema que analizábamos en torno al estructuralismo: al perder de vista la historicidad en vistas del fundamento, dejamos de lado justamente las operaciones mediante las cuales se genera una cierta estructura y no otra. Por esto lo que instaura la búsqueda del fundamento es una moral y no una ética. Es que la ética comienza allí donde se abandona la moral, allí donde la búsqueda del fundamento cede al análisis de las condiciones por las cuales tal o cual estructuración de las fuerzas se hacen posibles.
Estructura piramidal del fundamento, moral de las acciones y política del control. Jerarquía y moral. División entre los que piensan y los que hacen. De modo tal que los que piensan, no hacen y los que hacen, no piensan, obedecen. Verdad, obediencia y república. La pasión por el fundamento es un sueño de permanencia, fijo y seguro. Se trata del viejo sueño platónico del Estado. Y es con esta proyección política del pensamiento metafísico del fundamento donde se puede vislumbrar con mayor intensidad el alcance de la transmutación nietzscheana. El sentido profundo de su anti-platonismo: la inmanencia. Ese intento de pensar a las fuerzas por sí mismas, en su propio recorrido y configuración. Estilo, corte y espolón tal vez frente a ese sueño permanente en vistas de la creatividad posible de las fuerzas. Ensayos e interrogaciones de un conjunto de fuerzas cuyo sueño se halla más allá del bien y del mal. O donde el juego de las fuerzas nos invita a una aventura ética y política de la existencia y ya no moral.
Las huellas de Cerisy-La Salle (a modo de conclusión)
Un único plano que se desborda, una pluralidad de fuerzas diferenciales que en su despliegue traza derroteros singulares pero también su propia organización. Tal vez algo de este pensamiento de Nietzsche haya permitido algunos filones de renovación para la tarea crítica, allí donde un acontecimiento amenazó con desbordar a todas las estructuras, allí donde el problema de la organización de las fuerzas excedía los límites de un coloquio. O mejor, que lo desbordaba y lo forzaba desde dentro a «excederse hasta la escritura».
Más cerca en tiempo y espacio de nosotros y nosotras, aunque la distancia en este caso no pueda medirse tan sencillamente, algo de esto tal vez nos resuene de modo provocativo. Es posible que algunos indicios de nuestro presente nos obliguen a reactualizar un poco algunos derroteros y a tentar una batalla intempestiva, es decir, en contra de una cierta actualidad. Una cierta actualidad para la que los tiempos periodísticos parecen ser la nueva cifra del pensamiento filosófico y las cartas sus terrenos de inscripción. Una actualidad para la cual nuestro problema estaría cifrado por un proceso destituyente de aquella instancia aglutinadora, unificadora del sentido y de la vida social: el Estado. En la misma línea, sin ese principio, caído ya, se nos dice, hemos quedado abandonados a la muchedumbre, no conformaríamos ya una sociedad organizada sino un conglomerado. En tal consideración solamente un proceso reconstituyente, llega a vociferar nuestra actualidad, hará de nuestras fuerzas disgregadas, desorganizadas y amontonadas una unidad con sentido. Tan solo la restitución del Estado haría de este conglomerado de fuerzas sociales múltiples y anárquicas una unidad política.
Tal vez este pensamiento de Nietzsche que hemos tratado de reconstruir aquí nos pueda servir como hilo o resonancia para tratar de establecer una línea diferencial con nuestro esquema actual. Porque tal vez, también, nos sea necesario ahora pensar la potencia de las fuerzas por sí mismas y la necesidad de su tensión como poder creativo, para esgrimir un espolón frente a las sombras de dios y de trascendencia que nos asedian en este presente nacional. Y si es así, quizá no estén de más en este contexto un último estilete, un último espolón contra estos asedios de los nuevos ídolos, pero por sobre todo, por la apertura de un porvenir con el mar un poco más despejado:
«En algún lugar quedan todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados.
¿Estados? ¿Qué es eso? ¡Pues bien, abrid los oídos! ¡Voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos!
Estado es el nombre que se da al más frío de los monstruos fríos. El Estado miente con toda frialdad, y de su boca sale esta mentira: ‹Yo, el Estado, soy el pueblo›.
¡Qué gran mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos, por la fe y el amor: así sirvieron a la vida.
Aniquiladores son quienes ponen trampas a la multitud y denominan Estado a tal obra: suspenden sobre los hombros una espada, y cien apetitos.
Donde todavía existe pueblo, este no entiende al Estado y le odia, considerándole como un mal de ojo, como un crimen contra las costumbres y los derechos.
…Allí donde el Estado acaba, allí comienza el hombre que no es superfluo: allí comienzan la canción de quienes son necesarios, la melodía única e insustituible.
Allí donde el Estado acaba. - ¡Vedlo, hermanos míos! ¿No veis el arco iris, y los puentes hacia el super-hombre?»
Bibliografía
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v M. Cragnolini, Nietzsche, Camino y Demora, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2003.
v G. Deleuze, «Pensamiento nómada», en La isla desierta, traducción: José Luis Pardo, Pretextos, España, 2002.
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v -------------------------------, ¿Qué es la Filosofía?, traducción: Thomas Kauff, Madrid, 1993.
v J. Derrida, Espolones, los estilos de Nietzsche, traducción Manuel Arranz Lázaro, Madrid, 2002.
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v El Río Sin Orillas, n° 1, año 1, octubre de 2007, Buenos Aires, p. 8.
v M. Foucault, Anti-Oedipus, Capitalism and Schizophrenia, «Prefacio». Traducción del francés al inglés por Robert Hurley, Mark Seem y Helen R. Lane, Minneapolis, University of Minnesota Press. La traducción al castellano pertenece al colectivo de trabajo del Grupo de Estudio Anti-Edipo (GLAE); publicada en la revista Dialéktica, Revista de Filosofía y Teoría Social, n° 19, primavera de 2007, Buenos Aires.
v G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, traducción: Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2003.
v F. Nietzsche, El Nacimiento de la Tragedia, traducción: Andrés Sánchez Pascual, Editorial Alianza, Madrid, 2004.
v -----------------, Así habló Zaratustra, traducción Juan Carlos García Borrón, Editorial Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992.
v Platón, La República, traducción: José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
v D. Scavino, La era de la desolación, ética y moral en la argentina de fin de siglo, Manantial, Buenos Aires, 1999.
(Fuerza e inmanencia en la interpretación derrideana de Nietzsche)
«Y digo estas palabras con la mirada puesta, por cierto, en las operaciones del parto; pero también en aquellos que, en una sociedad de la que no me excluyo, desvían sus ojos ante lo todavía innombrable, que se anuncia, y que sólo puede hacerlo, como resulta necesario cada vez que tiene lugar un nacimiento, bajo la especie de la no especie, bajo la forma informe, muda, infante, y terrorífica de la monstruosidad.»
- Jacques Derrida
0. En 1972, en Cerisy-La Salle y con motivo de un coloquio sobre Nietzsche, se dieron encuentro una serie variada de nombres que venían trabajando sobre temáticas Nietzscheanas. El motivo de ese coloquio fue la actualidad del pensamiento y del estilo de Nietzsche ¿Era acaso el nombre de Nietzsche la ocasión de un nuevo estilo para el pensamiento? Y de ser así ¿De qué otros estilos se diferenciaba? En última instancia ¿Por qué hablar de estilos en filosofía y por qué Nietzsche?
Recordemos de paso que la situación en que ese coloquio tiene lugar está asediada por una vedette en decadencia y por un acontecimiento cuyos múltiples fragores había pronunciado el desvencijamiento de aquella vedette. La vedette desvencijada era el estructuralismo y el acontecimiento era justamente Mayo del 68. El nombre Nietzsche pasa a ser en ese contexto una especie de fantasma al que se convoca una y otra vez para tratar de pensar y vivir aquel acontecimiento que había roto con variadas ortodoxias militantes, filosóficas y políticas.
En ese 1972 también se publica Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari. Y en un bellísimo prefacio para la edición estadounidense de este libro, Foucault dice:
«Durante los años 1945 a 1965 (me estoy refiriendo a Europa), había una cierta manera de pensar correctamente, un cierto estilo de discurso político, una cierta ética del intelectual. Uno debía estar familiarizado con Marx, y no dejar que los propios sueños se apartasen demasiado de Freud. Y uno debía tratar los sistemas de signos -el significante- con el mayor respeto. Estos eran los tres requisitos que hacían aceptable la extraña preocupación de escribir y enunciar una cuota de verdad sobre uno mismo y sobre su tiempo. Luego vinieron los breves, apasionados, jubilosos y enigmáticos cinco años».
Si algo es necesario destacar aquí, y más allá de la intensidad de semejantes frases, es que 1972 en Francia parece presentar la necesidad de un profundo giro y renovación del quehacer crítico y del lugar y el estilo de la filosofía. Se tiene la firme sospecha de que el análisis estructural (sobre todo el freudiano-marxista) ocluye la posibilidad de pensar el propio presente, reduciendo la singularidad de los caminos bajo la amalgama opresora de sendas prácticas non sanctas: el consultorio, el manicomio y el partido.
El programa del partido comunista vela bajo los debates sobre línea ideológica los problemas de organización; es decir, los sedimentos de mando y obediencia que caracterizan a las estructuras partidarias y que resultan desplazadas de la propia agenda política. Por su parte, el psicoanálisis freudiano, su práctica, mejor dicho, empastan los posibles caminos singulares en la estructura deseante familiar. El Estado y la familia parecen ser los síntomas de una teoría asediada de tabiques y fronteras para la expresión deseante. En este sentido, la ocasión de Cerisy-La Salle inquiere una problemática que encuentra resonancias más allá de la mera tarea exegética de una disciplina universitaria. O al menos, la cuestión del estilo, del hacer filosofía encontraba resonancias problemáticas que excedían el mero marco académico para pasar a ser una problemática teórico-práctica que se vinculaba justamente con la pregunta por cómo pensar la realidad de otras maneras. Cómo pensar una realidad que se nos presenta bajo el modo del acontecimiento y ya no bajo la forma de la estructura. El coloquio de Cerisy-La Salle significó el intento de buscar nuevas herramientas de pensamiento, analizando las vías de necesaria subversión, tanto de la lectura como de la producción filosófica.
Por lo pronto señalemos dos desplazamientos específicos de ese coloquio. Deleuze interviene en el coloquio dedicando su conferencia a los jóvenes. A los jóvenes que están leyendo Nietzsche. Después de todo, no importa tanto su propia lectura de Nietzsche sino las posibilidades de lectura y relectura que los propios jóvenes estaban experimentando. En ese mismo coloquio, Derrida dedicará su conferencia a la cuestión de la mujer. Los jóvenes y la mujer, el estilo y la filosofía desplazan a las clásicas preguntas por la ideología, la clase obrera y el partido. Los jóvenes, el porvenir y la mujer señalan ya desplazamientos destacables que se nos aparecen como índices de una manera, por lo menos extraña, de plantear la cuestión del presente.
1. Espolones en Cerisy-La Salle
La intervención de Derrida en ese coloquio lleva por título: Espolones, los estilos de Nietzsche. Y el título mismo ya se presenta al ejercicio de la interpretación. La idea del «espolón» hace referencia a una parte de las embarcaciones. Aquellas con las cuales la embarcación embiste todo tipo de obstáculos, rompe las olas y los elementos con los que las embarcaciones pueden chocar. Un espolón en este sentido es tanto un instrumento de ruptura como de defensa. Hender las olas y proteger la embarcación. Un instrumento de ataque y de defensa.
Y también un puñal o un estilete. Un escalpelo que busca cortar y romper, desligar. Pero un espolón también puede ser un instrumento para defenderse, para mantener a raya un peligro, una amenaza. Un espolón entonces puede servir también para replegarse, para plegarse y envolverse en velos que rechacen la violencia de un atosigamiento. ¿Pero qué ataca y de qué se defiende un espolón? Un espolón supone una embarcación y un viaje. Pero también supone un territorio a abrir, a despejar, un mar de cerrazón que se debe cercenar, incluso violentamente. El espolón permite abrir el espacio de un viaje y traza la posibilidad de un camino. O dicho de otro modo, para que un camino exista es preciso que un golpe de puñal lo permita. El camino es la resultante de un golpe de apertura.
El estilo de Nietzsche
«avanzará entonces como el espolón, el de un velero, por ejemplo: el rostrum, ese saliente que en la parte exterior hiende la superficie adversa. Incluso, siempre en términos marinos, esa punta rocosa, llamada también espolón, que ‹rompe las olas a la entrada de un puerto›.
El estilo entonces como espolón. Un estilo en filosofía que se busca en la forma de un viaje, un camino y una apertura que «hiende la superficie adversa». Sin embargo, la forma que ataca es también una corteza de defensa, una «punta rocosa» que protege de lo que se presenta. Y si tenemos en cuenta lo que se presenta en el puerto de la Filosofía, es justamente la verdad, la cosa misma o el sentido lo que se nos pone en frente. Verdad, sentido y cosa. El espolón será también aquello que permita distanciar sus golpes y su viaje de todo aquello que detendría su movimiento. Un elemento de defensa y protección frente a las embestidas de lo verdadero.
Sospechamos entonces una característica más en el estilo-espolón de Nietzsche. Una cierta distancia necesaria de todo aquello que identificaría de una vez para siempre «el estilo» de Nietzsche. Y es que el estilo de Nietzsche se determina en cada uno de sus cortes, en cada uno de sus viajes. Tantos estilos como cortes y tantos cortes como viajes. Si hay algo característico en la experiencia de la lectura de Nietzsche es su continua inaferrabilidad, su perpetua fuga. Nadie puede leer a Nietzsche sin sentir una especie profunda de entusiasmo, asco, alegría y desesperación. La lectura de Nietzsche nos abisma siempre a la tensión, al problema, al fragor de una experiencia cuyo derrotero aparece siempre como algo múltiple y plural.
Tan solo un ejemplo y ya que hablábamos de caminos, el Zaratustra puede servirnos para el caso:
«Por muchas sendas llegué yo a mi verdad, y de muchas maneras. No he subido por una única escala hasta las alturas desde donde mis ojos recorren el mundo.
Siempre me ha costado esfuerzo preguntar por caminos: ¡Nunca me agradó! ¡Prefería preguntar y poner a prueba los caminos mismos!
Un ensayo y una interrogación, tal fue siempre mi caminar: ¡Y, en verdad precisa aprender a contestar las preguntas! Este es -mi gusto; no bueno, ni malo, sino mi gusto, del que no me avergüenzo ni lo oculto.
‹Este es mi camino. ¿Dónde está el vuestro?› Así respondía yo a quienes me preguntaban por «el» camino. Pues el camino, en efecto, - no existe».
Un ensayo y una interrogación, las formas del espolón tal vez. No hay nunca ni un único camino, ni una única escala para hacer el viaje. En todo caso, y para lo que importa, es que no hay él camino. No hay una única forma de hacer ni una única forma de pensar. No hay camino para el pensamiento. Por lo tanto no hay estilo en filosofía, sino una multiplicidad de estilos y una multiplicidad de filosofías. Y para el caso del estilo filosófico, no hay un único camino, un único espolón en Nietzsche. Tal es la pertinencia de la aposición de la intervención de Derrida en el coloquio: los estilos de Nietzsche. Solamente en plural puede referenciarse un espolón.
Y es tal vez aquí donde mejor puede verse este carácter protector del espolón. Rechazo y resguardo a la vez frente a La Filosofía (así con mayúscula). El espolón Nietzsche nos viene a poner a resguardo sobre todo de aquello que cierne el discurso filosófico de cierta tradición. La filosofía, aquí, no es ni un camino ni un proceso sino ensayos e interrogaciones. Los estilos de Nietzsche, en todo caso, funcionan como paraguas frente a todo intento de encontrar el camino del pensamiento. Y es que el espolón-Nietzsche también será un paraguas. Un paraguas hecho de telas, velos, pliegues donde parece ocultarse algo.
El problema es que Nietzsche afirma en esta cita que él no oculta su gusto. Y ese des-ocultamiento de su gusto resulta sumamente problemático, ya que lo que des-oculta o muestra es que no hay una única verdad en su camino y que el camino único no existe. Todo un problema entonces si lo que estaba en pugna aquí era la cuestión del estilo Nietzscheano. O en todo caso, no podremos ya plantear la pregunta en términos del sentido de la obra de Nietzsche. Por lo demás, ¿Cuál es la verdad a la que Nietzsche llegó por variados caminos? O, en todo caso, ¿Cuál es su verdad?
2. «He olvidado mi paraguas»
No es la primera vez que alguien choca con este carácter paradójico de la obra de Nietzsche. Después de todo la cosa se pone fea si aquello que estamos leyendo posee esta marca de des-ocultamiento. Queremos decir, cómo interpretar un escrito, un texto que tan alegremente nos presenta una crítica tan fuerte a la verdad. O en todo caso, un texto que nos viene a decir que lo que des-oculta como verdadero es que no hay tal cosa como la verdad. Además, este des-ocultamiento está dicho en el texto, inscripto en lenguaje idiomático, de hecho lo estamos leyendo. Algo nos está diciendo Nietzsche con esto después de todo. O tal vez sea solamente un simulacro. Si se tratara de esto último, Nietzsche nos estaría haciendo creer que está diciendo algo cuando en realidad no está diciendo nada.
Pero vayamos de a poco. Derrida cifra su análisis sobre una frase de Nietzsche que se encuentra recortada en los fragmentos póstumos. Más que recortada, la frase se encuentra simplemente allí. Se trata de alguno de sus apuntes. La frase dice lo siguiente:
«He olvidado mi paraguas»
En realidad y si seguimos el análisis de Derrida, son simplemente palabras, palabras solas y entrecomilladas. Estas palabras solas y entre comillas se han prácticamente encontrado en el cuerpo de los escritos de Nietzsche. Nunca sabremos si se trataba de una cita a incluir, si se trataba quizá de una frase escuchada o si quizá resultaba simplemente una anotación al pasar. Lo cierto es que nunca sabemos qué quiso hacer Nietzsche con esto. Se trata de una frase en restancia. Una especie de resto cuyo cuerpo hemos perdido.
Cada uno de estos quizá están recortados unos de los otros en la edición del texto de Derrida. Tal vez para vincular o presentar de un modo parecido a la frase de Nietzsche sus propios intentos de pensarla e interpretarla. Lo cierto es que nunca estaremos seguros sobre qué cuerpo textual o sobre qué cosa hubiera prendido este injerto. Jamás sabremos lo que Nietzsche quiso decir o hacer al anotar estas palabras. Ni siquiera si es que quizo alguna cosa. Ni siquiera tan poco teniendo la certidumbre que dichas palabras corresponden a la signatura, a la escritura de Nietzsche. Derrida realiza aquí una aclaración y dice: «esto suponiendo que sabemos lo que quiere decir autoría y signatura».
Derrida concede que tal vez en algún momento se encuentre el cuerpo textual en el que este injerto prenda interna y externamente. Tal vez los editores lleguen a descubrir el contexto de este fragmento alguna vez. Y lo concede porque el problema que se plantea no es empírico, no es simplemente de ver cómo prende este injerto en la totalidad de la obra de Nietzsche.
Aquí el giro se anuncia simplemente en el texto de Derrida, pero sus implicancias son fundamentales para la estrategia de toda su intervención: supondremos que sabemos que el texto corresponde a la autoría de Nietzsche y que sabemos también lo que eso quiere decir. Y es que, en última instancia, este texto apuntará justamente a problematizar lo que significa que una frase o un texto pertenezcan a alguien. Es preciso para esta estrategia que aquello que se analiza, estas palabras, este injerto, no corran un análisis meramente empírico (definir o estar seguro de que este texto pertenece a Nietzsche). No se trata de un problema de edición simplemente sino, sobre todo, de escritura, de la estructura de lo escrito en general.
De hecho, seguir este camino de indagación editorial nos llevaría al mismo «sonambulismo hermenéutico» que caracteriza a los editores de estas palabras de Nietzsche. Tal vez algún día descubramos el contexto del que proceden estas palabras. Quizá los editores lo sepan o lo callen bajo el argumento de haber editado solamente los textos elaborados de Nietzsche. Quizá un día, con suerte y trabajo, podamos reconstruir el contexto interno y externo de este fragmento. Pero lo cierto es que estas cuestiones fácticas no impedirán jamás lo que lleva implícito esta frase: que pueda permanecer por completo sin contexto, separado no solamente de su medio de producción sino de toda intención o querer decir de Nietzsche; que esta frase quede separada de ese querer decir, apropiante, permaneciendo inaccesible.
Aún sabiendo que este texto le corresponde a Nietzsche, que es de su autoría, el problema persiste y ya no como cuestión editorial. Siempre caben dos posibilidades al menos que nos hacen perder nuestros goznes habituales como lectores: la primera posibilidad es que Nietzsche no haya querido decir nada. Pero la segunda es aún más pérfida: tal vez Nietzsche haya simulado querer decir algo, tal vez haya jugado a que aquí se estaba diciendo algo. Y en este juego, en esta simulación caemos todos/as los/as que leemos con cierta tradición a cuestas. Y con todo lo que ello implica: que el texto de Nietzsche esconde en alguna parte algo fundamental de su pensamiento, que allí nos está esperando el sentido más íntimo de su producción, y en fin, que en los pliegues de su oscurantismo nos espera la verdad de su impronta. Un secreto a desvelar, una intimidad a expresar y un sentido que alcanzar. Estas tres determinaciones se conjugan con tres figuras posibles de lectores: el lector impulsivo, el hermeneuta ontologista y el psicoanalista versado.
El lector impulsivo se devanará los sesos tratando de analizar qué diablos quiso decir Nietzsche aquí. Tal vez intente ver si en alguna otra parte de su obra hay alguna referencia. Tal vez consulte el análisis crítico de los editores, la portada, el prólogo o tal vez se quede con lo que le sugiera su sentido común. En definitiva todos sabemos lo que significa la frase «He olvidado mi paraguas». Todos probablemente hayamos pasado por esta experiencia. Hay algo que tenía y que he olvidado justo cuando lo necesitaba. Algo que tenía y ahora no. Incluso tal vez algo que tenemos cuando no lo necesitamos pero que olvidamos cuando llueve. Tal vez Nietzsche haya tenido un problema con el tiempo o con el clima. Tal vez era despistado.
El hermeneuta en un nivel distinto de complejidad posiblemente intente cierto camino ya relatado aquí. Hará tal vez un análisis comparativo. Intentará aislar el cuerpo de la obra de Nietzsche de todos sus restos aún problemáticos. Consultará quizá su correspondencia. Verá otras ediciones y si es lo bastante obsesivo como esperamos, podría realizar una exégesis del término en alemán o realizar una taxonomía con todos los sentidos en que aparece en otros momentos de su obra para tratar de visibilizar permanencias, distancias, condensaciones. ¿Un paraguas que le regaló Lou Von Salomé durante su relación poco feliz? ¿Hará referencia Nietzsche a su relación con la academia y considerar que olvidó su paraguas cuando publicó el Nacimiento de la Tragedia? ¿El super hombre es justamente quien no usa paraguas? Y finalmente se considerará la frase como parte de la obra no elaborada. Después de todo hay límites para el trabajo interpretativo. Se esperarán futuros avances en el trabajo editorial y a otra cosa.
En esta escalada por la pertinencia del campo interpretativo puede cantar presente el psicoanálisis también. El paraguas como símbolo puede ser la vía de entrada para una interpretación psicoanalítica. El paraguas como objeto simbólico sería un falo replegado en velos. Un falo tanto amenazador como amenazado. El paraguas como objeto simbólico enlazaría la frase bajo el signo del falo. Y si tenemos en cuenta que la frase también menciona el olvido, el psicoanalista puede tentar un filón interpretativo. Símbolo, falo y olvido. Ducho en estas tres determinaciones el psicoanálisis puede arrogarse para sí el ejercicio de interpretación del sentido de esta frase. Nietzsche olvidado de su fantasma tal vez, o de su agresividad y resguardo. Pero Nietzsche olvidado de su soledad de eremita también.
Y si bien es cierto que el psicoanálisis es más complejo de lo que habitualmente se lo considera y se instala de hecho en una veta interpretativa que nunca puede cerrar del todo el horizonte simbólico (siempre se puede seguir interpretando, ajustando el ejercicio, siguiendo nuevos síntomas, etc.), lo cierto, según Derrida, es que estas tres perspectivas de lectura comparten el mismo gesto y la misma impronta de lectura: tomar ese «(no) fragmento» como algo significante, que «debe querer decir algo» y que debe surgir de lo más íntimo del pensamiento del autor.
Significación, intención e intimidad. Esta matriz de lectura es la contracara necesaria de una cierta concepción de lo que es un autor. Bajo esta matriz de lectura, un autor es una conciencia que se representa un sentido, posee la intención de darlo a la escritura y que esa expresión refleja y proviene de lo más propio de su conciencia. En esta perspectiva tanto el lector como el autor se representan bajo la forma de la propiedad. Un autor propietario de un sentido íntimo y un lector que va a la saga de esa propiedad. Lo que comparten el lector impulsivo, el hermeneuta ontologista y el psicoanalista versado, es este impulso por la apropiación, por la identificación y la verdad de una voz parlante o escribiente.
3. Espolones de lectura y escritura: simulación y potencia
Lo que muestra la estructura de frases como estas es lo que se juega en nuestros modos tradicionales de lectura. Y es una frase como esta la que nos hace enloquecer aquello que suponemos en la experiencia de la lectura. Derrida señala que esta frase está entre comillas y que ni siquiera hacen falta las comillas para darnos cuenta de que no es de «él», de Nietzsche. Su sola legibilidad basta para expropiar el sentido de su autoría. La sola constatación de que siempre podemos no saber jamás cuál es el sentido que Nietzsche quiso darle a esta frase, nos instala en un horizonte que nos pierde de todo gozne seguro. Esta determinación de incertidumbre completa es justamente lo que pierde a los hermeneutas en un laberinto infinito. Y es que
«leer, relacionarse con una escritura, es perforar ese horizonte o ese velo hermenéutico, deconducir todos los Schleiermacher, todos los hacedores de velo…».
Lo que estas palabras y esta ocasión que nos presenta «he olvidado mi paraguas» nos fuerza a pensar, es que no hay manera nunca de saber qué es lo que se quiso decir, o que en todo caso, no es esa la tarea interpretativa. El sentido no es algo que se halla sino algo que se produce. Y esa producción del sentido se realiza justamente en la experiencia de lectura. El en el juego por el cual un texto puede simular decirnos algo cuando tal vez no esté significando nada.
Esa simulación del querer decir estructural a todo texto, nos instala la textualidad en la forma del resto. Y si revisamos la cita anterior de Espolones, veremos que Derrida dice que la frase en cuestión no es un fragmento sino un «(no) fragmento». La idea de fragmento todavía nos instala en un horizonte de totalidad en que este fragmento prendería por más que aún no lo sepamos. Pero lo que estamos viendo es que este juego de simulación por medio del cual un texto promete su sentido y juega a tenerlo, nos obliga a considerar que esta totalidad de sentido tal vez sea justamente lo que se simule.
En este punto la escritura se transforma en un juego de simulaciones y restos que se nos presentan como fragmentos de una totalidad. La frase «He olvidado mi paraguas» entonces jugaría al sentido y nos invitaría a entrar en ese juego. Y en ese juego de lo que se trata entonces es de «leer ese inédito, aquello por lo que se da al ocultarse…». Es decir, este juego nos fuerza a interpretar, a producir, a pensar por nuestra propia cuenta y riesgo, sin paraguas. Ningún amparo entonces. Este resto textual no es un límite de la interpretación, que indicaría algo que sabemos y algo que está más allá del saber. Este límite de la interpretación, al contrario, es la condición de posibilidad de todo ejercicio interpretativo. Y la fuerza de esta perspectiva radica en que la interpretación entonces no es una cuestión de saber sino de una cuestión de producción y conexiones posibles. El desfondamiento como límite, paradójicamente, se transforma en la potencia de la producción.
Y es aquí donde Derrida se pregunta -y nosotros con él- cómo interpretar lo que nos quiso decir Nietzsche:
«Si Nietzsche quería decir algo, ¿No será ese límite de la voluntad de decir, como efecto de una voluntad de poder necesariamente diferencial, y por lo tanto siempre dividida, plegada, multiplicada?»
Quizá todo el texto de Nietzsche sea de la forma de «he olvidado mi paraguas». Lo que provoca, entonces, que no habría totalidad del texto de Nietzsche, ya fuera fragmentaria o aforística. La obra de Nietzsche permanecería absolutamente cerrada para una exégesis total o directamente abierta para el ejercicio interpretativo. Un Nietzsche que reiría a carcajadas, sin pararrayos y sin techo. En el límite Nietzsche no generaría lectores sino herederos, múltiples, divididos, plegados y diferentes. Una multiplicidad de espolones para producir y ligar restos pero también para cortar y alejar lo que siempre hemos creído que era la filosofía.
Por último y para sumar otro pliegue. Espolones termina con una interrogación. Tal vez esto mismo que aquí estamos interpretando goce de la misma característica del texto de Nietzsche. Derrida mismo nos dice que no ha hecho más que un texto paródico y difícil. Y nos dice también que no ganaremos nada con saber esto. Porque tal vez el mismo Derrida no haya dicho nada. Tal vez toda la intervención no sea más que un simulacro del sentido y que en definitiva no se esté diciendo nada. En todo caso, no nos está diciendo nada de lo que podamos apropiarnos. Y es que toda escritura debe pasar por este clivaje, por este riesgo del decir que puede no decir nada o que presenta este carácter de expropiación, de sometimiento a las interpretaciones y producciones de lectura. En todo caso, esta lectura derrideana de Nietzsche también correrá a nuestro cargo y responsabilidad. Toda lectura es una interpretación que fuerza a producir su sentido y a responder por ello. Dicho de otra manera, toda lectura es ya un proceso de subjetivación y la puesta por escrito de dicha lectura forjará una manera en que ese texto puede ser interpretado, un nuevo juego en esa herencia múltiple y dividida que provocan los estilos de Nietzsche.
4. Espolones de materialismo
«El artista se pelea menos con el caos (al que llama con todas sus fuerzas, en cierto modo) que contra los ‹tópicos› de la opinión. El pintor no pinta sobre una tela virgen, ni el escritor escribe en una página en blanco, sino que la página o la tela están ya cubiertas de tópicos preexistentes, preestablecidos, que hay primero que tachar, limpiar, laminar, incluso desmenuzar para hacer que pase una corriente de aire surgida del caos que nos aporte la visión».
- Gilles Deleuze / Félix Guattari
Si la experiencia de lectura tiene este carácter de ex-propiación que nos fuerza a interpretar; si la experiencia de lectura se puede asemejar a un juego, es porque la escritura misma está desapropiada. Escribir no consiste en llevar al papel un pensamiento que radicaría en lo más profundo de la interioridad autoral. Estamos acostumbrados a considerar que el escritor es alguien que tiene algo para decir y que posee la intención de darlo a la escritura. Posesión de un mensaje y voluntad de transmisión. Aquí el lenguaje no es más que el instrumento por medio del cual se expresaría una idea. En esta perspectiva el lenguaje aparece como mero instrumento de comunicación, entre una conciencia que posee un pensamiento y otra conciencia a quien se dirige ese pensamiento.
La escritura sería pensada nada más que como un soporte adicional del mismo proceso. La lengua escrita no es más que una mera pintura de la voz. El lenguaje es el instrumento de comunicación de un sujeto parlante o, derivadamente, de un sujeto escribiente. La consecuencia de esto es hacer depender a la escritura del pensamiento. Es decir, trazar un esquema idealista de la escritura. Pero el problema es que no escribimos porque tengamos una idea, ni siquiera porque tengamos el deseo de comunicarnos. Al contrario, escribimos bajo el influjo extremo de una necesidad. Flaubert solía decir que la escritura tiene que ver con un profundo asombro: «¡Vaya!, no suficientes formas». Es el asombro frente al lenguaje lo que nos fuerza a escribir. A su vez la presión de la totalidad de las formas y de su terrible precariedad:
«Conciencia de tener que decir como conciencia de nada, conciencia que no es la indigencia de la totalidad sino la opresión por esta».
Escribimos bajo presión. No tenemos nada que comunicar, por eso escribimos. Derrida en el texto que ya citamos, hace alusión al querer decir, tal como Artaud lo pensaba. Artaud justamente escribía porque no tenía nada que decir. Escribía más por la presión del lenguaje, de los significados, de su atosigamiento que por afán de comunicar. Si la conciencia es motor de la escritura es más por su carácter opresivo que fundante. La escritura entonces está más relacionada al vacío y a la conciencia de nada que a las ideas y la comunicación. Presión de la totalidad y fuga de la conciencia. La escritura se parece más a la expresión de una fuga que a la transmisión de una idea. El lenguaje deja aquí de ser el instrumento de comunicación para ser el plafón de una exploración sin objeto.
Pero el abordaje idealista de la escritura goza de un segundo problema, tal vez más importante todavía. Y es que pierde de vista que toda palabra, aún tomada como exploración y ya no como instrumento, tiene que ser inscrita. La escritura es por sobre todo inscripción. Justamente en la escritura la palabra lleva por esencia la necesidad de la inscripción. Desde el momento en que la palabra debe inscribirse choca con un montón de obstáculos que se lanzan y con otras significaciones posibles. Al escribir, las palabras adquieren sentido al relacionarse con otras, al oponerse o vincularse con otras palabras. El sentido, en parte, es producto de este derrotero de la inscripción. Es decir, la palabra escrita es profundamente equívoca. Solamente adquiere sentido en el modo en que se distingue y se compone con otras. El significado de las palabras no preexiste a este movimiento de inscripción. Por esto es que no podemos hacer depender a las palabras de su significado en el pensamiento. Es en la inscripción, como fenómeno material, bajo, duro, que surge toda significación posible.
De aquí el peligro de la palabra: «Hablar me da miedo porque, sin decir nunca lo bastante, digo siempre también demasiado». Es decir, la escritura no es una experiencia desestructuradora, desesperada del autor, de los sentimientos empíricos de un autor. O al menos no es solamente eso. Lo que importa en la escritura es que se trata de una experiencia de alteración profunda. La escritura es la experiencia de la alteridad, de la alteridad de lo otro. La escritura es la inscripción experimental de lo otro, de la relación con lo otro. La escritura es devenir y conexión, fluctuación y modificación del sentido previo. Las palabras solamente valen en cuanto inscriptas y en la inscripción. Su sentido se establecerá en la relación diferente con otras palabras con las que entra en relación, se cruza, se apela y se provoca. La escritura es peligrosa porque no hay manera de controlar de antemano su devenir. La escritura es primordialmente una experimentación.
Tal vez es por esto mismo que la escritura nos provoque una angustia desgarradora. Pero si la escritura posee una especie de angustia desgarradora no es porque el escritor tenga un afecto o una desazón empírica sino que es por la llamada a la responsabilidad de lo que acontece con la escritura desde el momento en que la palabra debe escribirse. Responsabilidad tanto más terrible en cuanto que, frente a los que nos responsabilizamos, no puede controlarse de antemano. La inscripción como modo de la palabra escrita nos abisma al peligro, la angustia y la responsabilidad.
Doble desplazamiento entonces de la escritura: no será ya la modificación de un sentimiento empírico de autor, sino la experiencia de lo otro. Y no será ya la experiencia de la palabra pura sino la inscripción diferencial de ella. Inscripción y otredad, experimentación y potencia, la escritura es manifiestamente una experiencia de lo otro y la responsabilidad angustiante de su impronta. Al parecer, lo que Derrida está haciendo aquí es desplazar la preocupación de la escritura del sujeto escribiente. No se trata de que haya un sujeto que experimenta con el vacío total del lenguaje mediante la palabra pura. Se trata más bien de un recorrido textual, inscripto, donde justamente se genera toda posibilidad autoral.
«La escritura es la angustia de la ruah hebrea experimentada desde el lado de la soledad y la responsabilidad humanas…» y «…es el momento en que hay que decidir si grabaremos lo que oímos».
Diferencia, alteridad, responsabilidad y decisión. Lo que importa en la escritura es este conjunto de determinaciones que nos fuerzan a decidir lo que se grabará y a responder por ello.
En este punto, solamente una perspectiva materialista pueda dar cuenta de la escritura. Derrida apela a dos citas de Merleau-Ponty para expresar esta idea: «En el escritor el pensamiento no dirige al lenguaje desde fuera: el escritor es él mismo como un nuevo idioma que se construye». Y otra de Problemas Actuales de la Fenomenología: «mis palabras me sorprenden a mi mismo y me enseñan mi pensamiento». No hay por fuera nada que asegure y gobierne el sentido de un escrito. El escritor no porta un idioma, sino que es él mismo un idioma. Por lo demás, ese idioma se construye, no preexiste y se construye en la escritura misma. De aquí también que la escritura tenga este carácter sorprendente y novedoso.
Y es que la escritura tiene esta característica de la iniciativa, es inaugural: «No se sabe adónde va, ninguna sabiduría la resguarda de esta precipitación esencial hacia el sentido que ella constituye y que es, en primer lugar, su futuro». La escritura es, por esto, peligrosa y angustiante. Peligrosa porque no se la puede controlar («no se sabe adónde va») y angustiante porque nos fuerza a responder por ese derrotero. «La escritura es para el escritor, incluso si no es ateo, pero si es escritor, una primera navegación y sin gracia». Pero una aclaración se hace necesaria: la escritura es inaugural no porque sea una creación absoluta, por la novedad de sus palabras o sentidos, por decirlo de alguna manera. Y no se trata de inaugural en este sentido porque en realidad todo ya está dicho. Derrida dice que en la escritura se presenta una «cierta libertad absoluta de decir» Y con esto hace referencia a esta equivocidad de las palabras de adquirir su sentido siempre en la inscripción, siempre en el choque y el cruce con otras palabras que le otorgan su sentido. Esta cierta libertad refiere a esta capacidad de resignificación de los sentidos que tienen todas las palabras. Por esto es que en este punto el texto cifra su horizonte crítico: «la anterioridad simple de la Idea o del «designio interior» con respecto a una obra, que simplemente expresaría, sería, pues un prejuicio: el de la crítica tradicionalista llamada idealismo».
La inscripción sirve de espolón a todo lo que una cierta tradición presenta como escritura: un designio interior subjetivo, una preeminencia lógica de la idea y la obra como producto y propiedad de una subjetividad. El escritor no es un pensador (antiplatonismo) ni mucho menos una interioridad (anticartesianismo). De modo totalmente diferente, el escritor es la resultante de una experimentación, de un derrotero diferencial sin gracia. En fin, el escritor no es un sujeto.
5. La herencia traicionada: la obsesión por las formas
Nunca empezamos desde la nada. Heredamos. Siempre nos encontramos con un mundo pleno de sentido. Tal vez, hasta demasiado lleno de sentido. Pero también es cierto que una herencia nunca es algo simple. Y para ser justos, el desfondamiento de la verdad como desvelamiento, la puesta en cuestión de lo que es un autor y de lo que implica escribir, el problema del estilo y del lenguaje no era extraño en lo más mínimo en aquella Francia de 1972. Desde mediados de los cincuenta que todo un cúmulo de intentos teóricos venía actualizando ese problema. En Fuerza y Significación, este entramado complejo de cuestionamientos aparece bajo la forma de una experiencia, de un afecto: el asombro, «asombro, más bien, por el lenguaje como origen de la historia. Por la historicidad misma».
Una experiencia de asombro y la pérdida de una certeza: el lenguaje ya no representa la realidad ni es, tampoco, un instrumento del sujeto para la comunicación. Al contrario, cualquier sujeto ya viene dicho en el lenguaje: todo sujeto se inscribe en una lengua particular, con una historia determinada que codifica lo que se puede y lo que no se puede decir. Este asombro por el lenguaje como constituyente de la experiencia derivó en despegar la escritura de varias tendencias precedentes: el historicismo y el psicologismo. Si el lenguaje es configurador de la experiencia, si posee una anterioridad lógica al pensamiento, una obra entonces, ya no expresa los sentimientos del autor ni mucho menos su batalla psíquica interior. Al contrario, una obra expresará más bien el conjunto de significaciones por medio de las cuales se configura el sentido de conceptos como interioridad, psiquis, alma, etc. No será el autor quien se presente en una obra, sino la posición que se le suele asignar a un autor tomando como referencia el plexo de significaciones que constituyen una lengua.
Otro tanto ocurre con la supuesta dependencia que tendría una obra en relación a su contexto histórico. En la cita anterior se presentaba esta referencia al lenguaje como configurador no solamente de la experiencia sino de la historicidad, de lo que podemos llamar historia. Anterioridad lógica también del lenguaje respecto de la historia. La historia o el contexto histórico tampoco preexisten simplemente al lenguaje sino que se constituye también en la manera en que se dice lo que la historia es. Si el lenguaje no es representativo es porque ya no podemos separar los hechos extra-discursivos de su mediación discursiva. En la dinámica misma de lo dicho se constituyen y se revelan al mismo tiempo todo lo que podemos considerar como autores y contextos históricos. Lo que hay que analizar entonces, bajo esta perspectiva, es la estructuración que se revela en todo fenómeno discursivo. ¿Qué lugar posee un autor al interior de un discurso? ¿Qué lugar se le asigna en el interior de un discurso a los fenómenos históricos? En fin, lo que hay que analizar ahora es cómo se construye discursivamente la voz del autor y el contexto histórico.
El lenguaje pasa a ser el agente de todo proceso de significación. Un escritor no gobierna el lenguaje sino que se constituye en la manera en que habla un idioma particular, en que esa expresión viene antecedida por la forma en que esa lengua configura los sentidos y los significados. Una obra ya no expresará la interioridad del escritor, sino el conjunto de significaciones culturales, sociales y políticas que se ponen en juego, de modo inconsciente, al momento de escribir. Una obra escrita no representa una época histórica sino que codifica incluso lo que se entiende por época y por historia. El lenguaje configura un lugar para la mirada, un conjunto de elementos y valoraciones a partir del cual se piensan tanto las cosas como las palabras. El estructuralismo aparece entonces como la veta de análisis del lugar de la mirada. En todo lo que se ve y se mira, en todo lo que se dice, habrá que restituir cuál es la estructura significante que la constituye.
Y esa restitución no puede apelar a ninguna exterioridad extra-discursiva. Ya no podrá apelar al análisis de lo que esa estructura representaría (la historia, la política, la ideología dominante, etc.), por la simple razón que una estructura no representa sino que constituye, crea, significa al interior de ella misma una historia, una política y una ideología. El análisis estructural debe ser inmanente a las obras. Debe trazar la estructura que se expresa en cualquier discurso:
«Ser estructuralista es fijarse en primer término en la organización del sentido, en la autonomía y en el equilibrio propio, en la constitución lograda de cada momento, de cada forma, es resistirse a deportar a rango de accidente aberrante todo lo que un tipo ideal no permite comprender. Incluso lo patológico no es simple ausencia de estructura. Está organizado. No se comprende como deficiencia, defección o descomposición de una bella totalidad ideal. No es una simple derrota del telos»
El intento y la obsesión del estructuralismo siempre ha sido un problema de organización. Siempre ha buscado comprender la estructura interna del sentido. Seguir las líneas por medio de las cuales se configura y se forma. No hay una «bella totalidad ideal» que gobierna los derroteros de los discursos, sino que ve en todo discurso una organización propia que sigue su propia impronta. Reponer lo que se dice y cómo se lo dice, seguir sus líneas de organización específica ha sido siempre el voto estructuralista. Ser estructuralista implica una obsesión desmesurada por las formas del sentido, por su organización y estructuración. La escritura es la expresión de fuerzas organizadas formalmente.
Sin embargo, hay una discontinuidad, un quiebre, entre el voto estructuralista y su realidad. El estructuralismo presenta un problema interno, propio de su derrotero. La obsesión desmesurada de la forma implica que el análisis y el pensamiento solo comienzan cuando una obra está terminada, escrita y finalizada. Para poder restituir la forma a una obra, su estructura, es preciso que una obra esté acabada. Solamente al final, luego del desarrollo, el estructuralista puede operar. Es necesario que el proceso esté detenido para poder analizar la forma. Un estructuralista necesita que otras fuerzas hayan producido para poder pensar. Y el problema se presenta entonces cuando se supone la escritura como expresión de fuerzas sobre las cuales solamente debe aprehenderse su forma. Hay implicado en el estructuralismo un abandono de las fuerzas, un dejo de debilitamiento de las fuerzas en virtud de las formas:
«En lo que la conciencia estructuralista es la conciencia sin más como pensamiento del pasado, quiero decir, del hecho en general. Reflexión de lo realizado, de lo constituido, de lo construido. Historiadora, escática y crepuscular por situación»
El estructuralismo filia el pensamiento con lo crepuscular, con lo devenido, con lo construido sin más. Hace del pensamiento un ejercicio reflexivo demorado. El pensamiento deja de tener fuerza, es tan solo el ejercicio de las formas. El pensamiento no crea, reflexiona y no fuerza sino que forma. La formalización y la reflexión parecen ser los dos únicos elementos que reconoce la conciencia estructuralista:
«…se lo interpretará quizá mañana como una relajación, si no un lapsus, en la atención a la fuerza, que es, a su vez, tensión de la fuerza. La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, Crear. Por eso la crítica literaria es estructuralista en toda época, por esencia y destino».
El pensamiento es crepuscular, formal y reflexivo cuando se opera bajo una relajación de las fuerzas. Cuando se opera una reducción en las fuerzas, que es tensión en las fuerzas. Las bellas formas fascinan cuando ya no se tiene la fuerza para atender a las fuerzas, cuando ya no se trata solamente de comprender un movimiento sino de crearlo o perpetuarlo. La conciencia estructuralista necesita que sea otro el que crea, otro el que produce. La crítica limitada a la mera constatación o reposición de las formas, ya es estructuralista sin importar la época. El crítico estructuralista dejará que la forma se exprese por sí misma, que aparezca en tanto tal en su apertura. El crítico no escribe sino que deja que la forma se dibuje por sí misma. El crítico calca, fotografía la aparición de una forma y se transforma en un espectador fascinado por esa forma bella.
La crítica estructuralista pintará la arquitectura de una forma como si se tratara de una «ciudad ya no habitada y no simplemente dejada sino más bien encantada por el sentido y la cultura». Mirada des-implicada del crítico y encantamiento de la forma. El primer problema con el que se encuentra el estructuralismo es justamente la imposibilidad de superar la crítica y la perspectiva del espectador. Incapaz de crear, el estructuralismo se pone a observar y encara una aventura de la mirada.
6. La herencia traicionada II: un antiplatonismo frustrado
El estructuralismo cifra la distancia entre su intención y su acto en un asedio: el asedio de las formas. Es que la forma explica y comprende a las fuerzas. La estructura funciona como totalidad que explica el devenir de las fuerzas. En fin, la estructura, como revelación de la forma, es el fundamento de las fuerzas, su principio explicador. La apertura estructural es el fundamento de lo expresado, la forma del devenir y el sentido de las fuerzas. Y si hay que atender a la forma es porque solo ella permanece en presencia ante la ausencia y el carácter fugitivo de las fuerzas.
Así planteado, el problema del estructuralismo se filia con el de toda nuestra metafísica: «En esta metafísica heliocéntrica, la fuerza, que cede su sitio al eidos (es decir, a la forma visible para el ojo metafórico), ha sido separada de su sentido de fuerza…». En otras palabras, lo que filia al estructuralismo con la metafísica de la presencia es que no puede pensar el movimiento y su derrotero configurado si no es bajo un fundamento, una trascendencia que explique, desde afuera, el movimiento. La estructura funciona como fundamento último del movimiento y cierra con esto la apertura generada por el asombro. Allí donde se abría un problema, la forma lo explica; allí donde se abría una tensión, el estructuralismo la obstruye. La estructura aparece como el sentido del sentido y anula toda pregunta posible. Se anula la tensión en el fundamento, la razón y el logos de esa tensión. Sobre el final del camino, la tensión y la oscuridad de las fuerzas se resuelven en la claridad de la forma.
La fuerza y la debilidad aparecen aquí repartidas entre la ausencia y la presencia, la oscuridad y la claridad. Se trata de un movimiento del pensar conocido después de todo, y que vincula al estructuralismo con quien se supone que es su enemiga acérrima: la fenomenología. Este movimiento del pensar es el siguiente: se supone un conjunto de fuerzas móviles, múltiples y desestructuradas por una parte, y de otra, un principio integrador de esas fuerzas, un plano de unidad que debe organizar y otorgar sentido a esa multiplicidad. En la fenomenología esa estructuración está dada por la conciencia como fuerza constituyente de la experiencia y del sentido. En el estructuralismo es la forma, la estructura, la que fija el sentido y el orden a unas fuerzas múltiples que por sí mismas no son más que unos materiales caóticos e informes. Forma aglutinante, principio de unidad, por una parte y materia o fuerza informe por otra. Ambos movimientos comparten la escisión metafísica típica de occidente donde las fuerzas no pueden pensarse por sí mismas, en su unidad y especificidad si no es suponiendo un plano trascendente que las unifique y las explique.
Lo que comparten tanto el estructuralismo como la fenomenología es la necesidad de fijar un fundamento trascendente a las propias fuerzas. Estamos a las puertas de un anti-platonismo frustrado. Nuevamente no podemos pensar el movimiento por sí mismo y los trazos de unas fuerzas por sí mismas sin recurrir a un cierto logos, racionalidad o principio unitivo que se pose por encima de ellas y que las ordena.
Porque lo que es preciso es analizar justamente «la potencia y no solamente la dirección, la tensión y no solamente el ‹in› de la intencionalidad». El problema de la fenomenología es que todo está constituido por un sujeto teorético. Y es que «la fuerza no es la obscuridad, no está oculta bajo una forma de la que ella sería la sustancia, la materia o la cripta. La fuerza no se piensa a partir de la pareja en oposición, es decir, de la complicidad entre fenomenología y ocultismo. Ni dentro de la fenomenología como hecho opuesto al sentido».
Y si en este esquema no se pueden pensar las fuerzas, es porque se las ha reducido a manifestar una dirección o una materialidad pura, abstracta. Cuando reducimos a las fuerza a un mero problema de dirección o de abstracción, lo perdemos todo. Una fuerza es, ante todo, potencia y no dirección, tensión y no ausencia. Es esta tensión y esta potencia la que nos fuerza a la resistencia, pero también al sueño de emancipación:
«Hay que intentar liberarse de este lenguaje. No intentar liberarse de él, ya que eso no es posible sin olvidar nuestra historia. Sino soñar con eso. No liberarse de él, lo cual no tendría sentido y nos privaría de la luz del sentido. Sino resistir desde lo más lejos posible.»
Sería entonces un ejercicio de resistencia a nuestra propia historia, a nuestro propio logocentrismo y fundamentalismo. Esta historia nuestra es una historia del pensamiento filosófico como reflexión. Es decir, como detenimiento de las fuerzas en los esquemas y los sistemas. Un pensamiento de la detención del movimiento, sin fuerza. Se trata de la resistencia a la muerte del pensamiento. Aquí es donde la crítica literaria debe descubrir su línea de resistencia: no convertirse en una filosofía de la literatura. Y es que la crítica literaria, pero que se puede ampliar hacia todo análisis del pensamiento, «no podrá excederse hasta amar la fuerza y el movimiento que desplaza las líneas, hasta amarlo como movimiento, como deseo en sí mismo, y no como el accidente o la epifanía de las líneas. Excederse hasta la escritura».
La única manera de pensar las fuerzas es a través de un gesto excesivo y amoroso de desplazamiento. Pensar las fuerzas es desplazarse, pero en ello, desplazar también las líneas, lo configurado y lo devenido. La escritura es una expresión deseante y una fuerza creativa. A la vez tensión y resistencia.
7. El juego de las fuerzas
«Había que llegar hasta ahí en la inversión de los valores: hacernos creer que la inmanencia es una cárcel (solipsismo…) de la que nos salva lo trascendente».
- Gilles Deleuze / Félix Guattari
Más arriba hablábamos de la escritura como juego y ahora como fuerza. Y es que la escritura es un juego de fuerzas. Habría entonces que escuchar a Nietzsche en todo esto. Al propio derrotero de las fuerzas Nietzsche. Porque se trata de una nueva manera de concebir a las fuerzas. En «Fuerza y significación», Derrida apela a la diferencia entre Dioniso y Apolo, entre la fuerza y la estructura. Y lo que aquí ya no podemos seguir concediendo es este reparto esquemático y esquematizante entre fuerzas disgregantes, disgregadas, locas, informes (Dioniso) y los esquemas, las formas y las estructuras que racionalizan y ordenan esas fuerzas (Apolo). Nietzsche sabe muy bien de qué se trata todo esto, porque también él cayó en esta escisión (Nacimiento de la Tragedia) e intentó dar cauce luego a una determinación distinta de las fuerzas. En el intento de salir de esta díada de oposiciones metafísicas, Nietzsche experimentará de un modo distinto a las fuerzas. Intentará pensar las fuerzas por sí mismas. Este intento adquiere la forma de una inversión de este esquema que permitirá toda una rearticulación de la dinámica de las fuerzas. Toda una revolución en el pensamiento de las fuerzas. Porque no se trata de invertir sino de revolucionar el pensamiento. Producir articulaciones nuevas más que invertir. La inversión es solo parte de una estrategia, el momento liminar resistente de una nueva configuración. Y es esta nueva configuración la que guía cualquier inversión y cualquier oposición. La inversión solamente es la máscara de un camino mucho más peligroso y cismático: la transmutación.
En El Nacimiento de la Tragedia, Nietzsche repartía los esquemas de acuerdo a dos fuerzas diferenciales: Dioniso y Apolo. Dioniso aparecía como el uno originario, fuerza desbordante e inconsciente que fungía como motor de todo el movimiento de la realidad. Apolo, a su vez, era la bella forma, la individuación, que permitía establecer un marco de apariencia, un fenómeno a partir de aquella fuerza nouménica dionisíaca. Fuerza inconsciente dionisíaca y bella apariencia apolínea. Enérgeia pura y racionalidad de la forma. Noúmeno y fenómeno. El kantismo de Schopenhauer aplicado a la tragedia griega. Al poco tiempo Nietzsche descubre que esta manera de pensar el juego de las fuerzas goza de un doble escollo: el primero es que sigue atado a los esquemas de la metafísica más tradicional, un fundamento nouménico que necesita una apariencia fenoménica. Una oposición clásica después de todo que seguiría una triple filiación: Platón, Kant y Schopenhauer. El segundo escollo es más grave y fija la necesidad de pensar más allá o de intentar salir del esquema clásico: las fuerzas no pueden pensarse por sí mismas, se ven abroqueladas en este esquema y pierden todo su sentido de energía. Las fuerzas se transforman en el supuesto invisible, en el por detrás o al interior de las formas fenoménicas pero siempre tendrán que ser referidas como el trasfondo de la racionalidad, como todo lo que no es el individuo, el fenómeno y lo visible. Las fuerzas quedan aquí presas de un pensamiento indirecto o negativo pero no pueden constituirse y pensarse por sí mismas. Fundamento y negatividad, las fuerzas quedan así pegadas a un esquema que las inmoviliza y las estanca.
El giro nietzscheano se hace necesario. Pero dicho giro no operará a partir de una moderación del esquema sino a fuerza de hipérbole, de extralimitación o de éxtasis: ahora todo es Dioniso, todo es fuerza y sobre todo pura fuerza. Sin embargo, habrá que considerar a estas fuerzas puras como trabajadas por la diferencia. Estas fuerzas son puras justamente porque están cortadas, modificadas, intervenidas necesariamente por Apolo. La aparición, el concepto, el fenómeno ya no serán exteriores a las fuerzas, no serán lo extraño de ellas, sino que lo apolíneo constituirá también una fuerza, diferente es cierto al movimiento puro, pero no obstante interior a ese movimiento. La expresión misma de las fuerzas, su movimiento puro estará cortado, diferenciado, por las formas. Las fuerzas ven (principio activo) pero también son vistas (principio pasivo). Son el fundamento pero también lo fundado. Lo que importa ahora es que las fuerzas se relacionan siempre con lo que está fuera de ellas, con la forma visible y con las estructuras. Pero no hay que confundir este relacionarse con lo que está fuera de ellas con un plano escindido. Al contrario, lo que se está diciendo aquí es que las fuerzas siempre están en relación con lo que ellas no son, con lo que difiere de sí misma.
Un solo plano entonces, un inmenso plano de fuerzas pero cortadas y trabajadas por la diferencia. Las fuerzas constituyen un solo plano que difiere de sí mismo, plano que se constituye diferencialmente por la fuerza y por la forma. Ahora es preciso pensar a las formas o a las estructuras de modo inmanente a las fuerzas. Así, las estructuras ya no ordenan un plano caótico e informe al que deben unificar y fundamentar. Las formas y las estructuras, al contrario, son las propias fuerzas diferenciadas de ellas mismas, el derrotero formal, estructural de las fuerzas mismas en su despliegue. Las fuerzas se organizan por sí mismas, de modo inmanente, sin necesidad alguna de un principio trascendente. Frente a la trascendencia de la forma, Nietzsche propone la inmanencia de las fuerzas. Y frente a la multiplicación de los ámbitos (herencia platónica), Nietzsche propondrá la consistencia de un único plano.
Se trata de un solo plano inmanente cuya unidad es la expresión de la diferencia, el derrotero del movimiento puro, su trazo singular, el juego de la diferencia pura en un determinado momento. Las fuerzas trazan sus propios dibujos y esquemas, su propio recorrido diferencial. La estructura aquí no es más que el diagrama de una batalla energética y no hay nada por fuera de este juego de las fuerzas. Con esta idea Nietzsche puede salir o fijar una línea posible para dejar de pensar a las fuerzas como lo negativo de las formas. Y a las formas como el fundamento unitario de unas fuerzas caóticas. Toda fuerza es ya una estructuración y toda estructuración es ya un diagrama caótico. Al mismo tiempo. El plano inmanente entonces es ya una unidad diferencial de intensidad y de formas. No más una relación de fundamento entre unas y otras. No más una relación negativa. Las fuerzas se explican y se estructuran por sí mismas. Hay que seguir sus derroteros específicos.
Tal vez ayude aquí una cita al respecto:
«Si hay que decir, con Schelling, que ‹todo es Dioniso›, hay que decir también, y eso es escribir, que Dioniso, como la fuerza pura, está trabajado por la diferencia. Ve y se deja ver. Y (se) salta los ojos. Desde siempre se relaciona con lo que está fuera de él, con la forma visible, con la estructura, como con su muerte. Así es como aparece.»
Todo lo que hay es corte diferencial y el derrotero de estos cortes. Deleuze y Guattari solían decir que la trampa mortal de nuestra historia filosófica y política consistía en hacernos creer que la inmanencia era sinónimo de identidad, de unidad y que necesitaba un otro con el que relacionarse, una trascendencia que nos saque de la inmanencia. La trampa de occidente consiste, solían decir, en asimilar inmanencia y solipsismo. Es aquí donde se puede vislumbrar el alcance de la revolución nietzscheana: hay solamente un plano y este plano es diferencial. Estructuración diferencial de las fuerzas. Las fuerzas diferenciales son ya por ellas mismas su organización y diagrama. Corte apolíneo de Dioniso. «Así es como aparece» el plano de inmanencia.
Pero una resonancia más: Dioniso se relaciona «con la forma visible, con la estructura, como con su muerte», dice la cita. Y es que escribir consiste en pensar el trabajo de la diferencia. Pensar el trabajo de la diferencia consiste en rastrear el movimiento específico de unas fuerzas, reconstruirlo en su camino de intensidad y de estructuración. Es recoger y desarrollar la fuerza de un texto, su resonancia vital aún en sus maneras de «morir». Hay que reconstruir la intensidad de un diagrama, la fuerza que guía la forma y la resonancia de un camino. Hay que entender a la forma y a la estructura tan solo como el detenimiento de ese propio camino, como la forma parcial de detenerse de las fuerzas en un determinado momento. La organización de las fuerzas es interior y necesaria a ellas mismas pero es también su detenimiento, su muerte. Por eso nos queda poco cuando tan solo describimos la forma de su camino pero dejamos afuera la historia específica de su caminar, sus problemas, sus detenimientos y sus nuevos comienzos.
Pensar tan solo la forma de un pensamiento es como sacar una foto del texto, detener el movimiento sin registrar sus operaciones. Cuando hacemos eso y nada más, el texto está muerto, ya no funciona, queda momificado y petrificado. Es lo que suele pasar cuando solamente hacemos una lectura estructural de un texto, cuando quedamos fascinados por la forma pero sin experimentar el derrotero singular que fuerza e intensifica esa forma. De modo distinto, pensar el trabajo de la diferencia es intentar la experiencia de reanudar una batalla, de seguir los caminos mediante los cuales forcejean las fuerzas, se entrelazan, se repelen y se organizan en torno a una serie de problemas frente a los cuales no pueden dejar de desplegarse. El trabajo de la diferencia entonces no puede pensarse sino actualizando esa batalla, registrando la intensidad en sus repercusiones. Por eso es que este pensamiento nos obliga a un gesto excesivo, desestructurado, obsceno. Para poder pensar este trabajo es preciso escribir, interpretar. Rehacer el camino agonal (en el sentido griego del término) interpretando sus resonancias, sus virtualidades y sus posibilidades. No se trata de tomar fotos sino de crear las vinculaciones que resuenan en el instante de un peligro (intensidad benjaminiana) o en el instante de una lucha (intensidad nietzscheana). Escribir es lograr la agonía del pensamiento.
8. Fundamento y moral: pasión de trascendencia
En el esquema occidental más tradicional las fuerzas no se pueden pensar por sí mismas. Y este diagnóstico no se reduce a los vaivenes exclusivos del pensamiento filosófico, sino que señala la marca de toda una historia, tanto corporal como incorporal. En cualquier caso se trata de una marca de violencia. Violencia a la vez del pensamiento y del cuerpo. Si algo caracteriza a la búsqueda del fundamento, es la necesidad del control sobre lo que deviene. La búsqueda de un fundamento transcendente a las propias fuerzas devinientes tiene por objetivo el intento de tornar pensable toda la realidad, de tornarla controlable. Y es que lo que motiva al pensamiento del fundamento es una pasión, un afecto, un terror soterrado pero intenso frente a la amenaza de lo que difiere. Frente a la potencia organizadora de las fuerzas. Ser una pasión, ese el secreto de la búsqueda del fundamento.
Desde Platón que pensamiento y permanencia van de la mano. Solamente lo que no cambia, solamente lo que no deviene puede pensarse y conocerse. Y solamente lo que trasciende al ámbito de la experiencia permanece. La determinación de un ser trascendente y, como permanente, siempre presente, es lo que permite el control del devenir, su cuadriculación en vistas de esa ausencia que se muestra tanto más presente, omni-abarcadora y opresiva por su lejanía siempre presta a desplazarse. Se trata de ese más allá siempre lejos de nosotros que ya mencionaba Hegel en la Fenomenología del Espíritu y que caracteriza a la conciencia desventurada. Es decir a la conciencia que se considera siempre carente de plenitud y alejada de su potencia. La conciencia que en su impotencia solo puede atinar a realizarse en otro mundo, fuera del devenir. «Dos mundos por favor». Así reza la desgracia. Ya lo vimos en torno a cierto pensamiento estructural-ista. Solamente cuando una fuerza queda exhausta, agotada es que se vuelca de lleno a las formas permanentes y se obnubila con ella. Solamente cuando una fuerza está suficientemente debilitada busca otro que la organice. Miedo y debilidad de Platón que lo mueve a pensar un Estado Ideal (la República) frente a la muchedumbre extasiada de la democracia ateniense.
Porque es en la arena política donde la pasión del fundamento encuentra su ocasión. A la vez principio y punto de llegada. Es el terror de la propulsión organizadora de lo múltiple lo que provoca el deseo de la estructuración trascendente. Pero es también su punto de llegada, ya que el fundamento cumple a la vez la función de determinar los principios de la acción. Una vez establecido el pivote de lo real, la visita al mundo de las ideas, el plano práctico no es más que la aplicación de ese fundamento a las acciones. No es ninguna casualidad que en Platón las ideas que fundamentan el ámbito de lo sensible en lo relativo al conocimiento sean al mismo tiempo ideas morales (idea del bien, de justicia, de belleza, etc.). Basta con analizar la idea platónica de justicia. Justo es quien actúa en vistas al rol que le corresponde de acuerdo al orden natural. Actuar moralmente bien significa realizar con justicia y mesura lo que depara el rol impuesto por el orden natural. Malo y a la vez feo, será aquel que contra-natura no cumple con su rol correspondiente. La justicia entonces se logra cuando se obedece al rol social que corresponde por naturaleza. Ajustarse al rol pero también identificarse con ese rol. Por el contrario, quien no obedece al rol social correspondiente incurre en «hybris», exceso o corrupción. En lugar de ajustarse a lo que le corresponde, se incurre en roles ajenos a su naturaleza. Así ocurre, por ejemplo, cuando el pueblo interviene en las decisiones políticas o cuando los políticos se ponen a producir o comerciar.
Tan solo al filósofo le está permitido la pregunta por la razón o los motivos del reparto de roles. Es el filósofo quien contempla la idea y determina el orden de las descendencias. Pero es el fundamento trascendente el que determina lo que se debe hacer. En el caso de Platón era el orden natural, el cosmos, lo que fundamentaba el reparto de los roles sociales. Actuar en este esquema no es más que ajustar la conducta al reparto de roles impuesto (en Platón es la naturaleza quien oficia de fundamento, pero también podría ser, más modernamente, el rol que nos impone la historia, la lucha de clases, el Estado, el mercado o cualquiera otra divinidad secularizada).
Así vemos como la determinación de un fundamento trascendente proyecta una determinación moral de las acciones. Y decimos bien moral y no ética; porque a la moral solamente le está permitido analizar si nos ajustamos correctamente al rol que nos corresponde, pero le está vedada la pregunta por las condiciones de posibilidad históricas, concretas y los motivos, las operaciones por los cuales existen tales roles y no otros. Se trata del mismo problema que analizábamos en torno al estructuralismo: al perder de vista la historicidad en vistas del fundamento, dejamos de lado justamente las operaciones mediante las cuales se genera una cierta estructura y no otra. Por esto lo que instaura la búsqueda del fundamento es una moral y no una ética. Es que la ética comienza allí donde se abandona la moral, allí donde la búsqueda del fundamento cede al análisis de las condiciones por las cuales tal o cual estructuración de las fuerzas se hacen posibles.
Estructura piramidal del fundamento, moral de las acciones y política del control. Jerarquía y moral. División entre los que piensan y los que hacen. De modo tal que los que piensan, no hacen y los que hacen, no piensan, obedecen. Verdad, obediencia y república. La pasión por el fundamento es un sueño de permanencia, fijo y seguro. Se trata del viejo sueño platónico del Estado. Y es con esta proyección política del pensamiento metafísico del fundamento donde se puede vislumbrar con mayor intensidad el alcance de la transmutación nietzscheana. El sentido profundo de su anti-platonismo: la inmanencia. Ese intento de pensar a las fuerzas por sí mismas, en su propio recorrido y configuración. Estilo, corte y espolón tal vez frente a ese sueño permanente en vistas de la creatividad posible de las fuerzas. Ensayos e interrogaciones de un conjunto de fuerzas cuyo sueño se halla más allá del bien y del mal. O donde el juego de las fuerzas nos invita a una aventura ética y política de la existencia y ya no moral.
Las huellas de Cerisy-La Salle (a modo de conclusión)
Un único plano que se desborda, una pluralidad de fuerzas diferenciales que en su despliegue traza derroteros singulares pero también su propia organización. Tal vez algo de este pensamiento de Nietzsche haya permitido algunos filones de renovación para la tarea crítica, allí donde un acontecimiento amenazó con desbordar a todas las estructuras, allí donde el problema de la organización de las fuerzas excedía los límites de un coloquio. O mejor, que lo desbordaba y lo forzaba desde dentro a «excederse hasta la escritura».
Más cerca en tiempo y espacio de nosotros y nosotras, aunque la distancia en este caso no pueda medirse tan sencillamente, algo de esto tal vez nos resuene de modo provocativo. Es posible que algunos indicios de nuestro presente nos obliguen a reactualizar un poco algunos derroteros y a tentar una batalla intempestiva, es decir, en contra de una cierta actualidad. Una cierta actualidad para la que los tiempos periodísticos parecen ser la nueva cifra del pensamiento filosófico y las cartas sus terrenos de inscripción. Una actualidad para la cual nuestro problema estaría cifrado por un proceso destituyente de aquella instancia aglutinadora, unificadora del sentido y de la vida social: el Estado. En la misma línea, sin ese principio, caído ya, se nos dice, hemos quedado abandonados a la muchedumbre, no conformaríamos ya una sociedad organizada sino un conglomerado. En tal consideración solamente un proceso reconstituyente, llega a vociferar nuestra actualidad, hará de nuestras fuerzas disgregadas, desorganizadas y amontonadas una unidad con sentido. Tan solo la restitución del Estado haría de este conglomerado de fuerzas sociales múltiples y anárquicas una unidad política.
Tal vez este pensamiento de Nietzsche que hemos tratado de reconstruir aquí nos pueda servir como hilo o resonancia para tratar de establecer una línea diferencial con nuestro esquema actual. Porque tal vez, también, nos sea necesario ahora pensar la potencia de las fuerzas por sí mismas y la necesidad de su tensión como poder creativo, para esgrimir un espolón frente a las sombras de dios y de trascendencia que nos asedian en este presente nacional. Y si es así, quizá no estén de más en este contexto un último estilete, un último espolón contra estos asedios de los nuevos ídolos, pero por sobre todo, por la apertura de un porvenir con el mar un poco más despejado:
«En algún lugar quedan todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados.
¿Estados? ¿Qué es eso? ¡Pues bien, abrid los oídos! ¡Voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos!
Estado es el nombre que se da al más frío de los monstruos fríos. El Estado miente con toda frialdad, y de su boca sale esta mentira: ‹Yo, el Estado, soy el pueblo›.
¡Qué gran mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos, por la fe y el amor: así sirvieron a la vida.
Aniquiladores son quienes ponen trampas a la multitud y denominan Estado a tal obra: suspenden sobre los hombros una espada, y cien apetitos.
Donde todavía existe pueblo, este no entiende al Estado y le odia, considerándole como un mal de ojo, como un crimen contra las costumbres y los derechos.
…Allí donde el Estado acaba, allí comienza el hombre que no es superfluo: allí comienzan la canción de quienes son necesarios, la melodía única e insustituible.
Allí donde el Estado acaba. - ¡Vedlo, hermanos míos! ¿No veis el arco iris, y los puentes hacia el super-hombre?»
Bibliografía
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v M. Cragnolini, Nietzsche, Camino y Demora, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2003.
v G. Deleuze, «Pensamiento nómada», en La isla desierta, traducción: José Luis Pardo, Pretextos, España, 2002.
v G. Deleuze, F. Guattari, El Anti-Edipo, Capitalismo y Esquizofrenia, traducción Francisco Monge, Paidós, España, 1995.
v -------------------------------, ¿Qué es la Filosofía?, traducción: Thomas Kauff, Madrid, 1993.
v J. Derrida, Espolones, los estilos de Nietzsche, traducción Manuel Arranz Lázaro, Madrid, 2002.
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v El Río Sin Orillas, n° 1, año 1, octubre de 2007, Buenos Aires, p. 8.
v M. Foucault, Anti-Oedipus, Capitalism and Schizophrenia, «Prefacio». Traducción del francés al inglés por Robert Hurley, Mark Seem y Helen R. Lane, Minneapolis, University of Minnesota Press. La traducción al castellano pertenece al colectivo de trabajo del Grupo de Estudio Anti-Edipo (GLAE); publicada en la revista Dialéktica, Revista de Filosofía y Teoría Social, n° 19, primavera de 2007, Buenos Aires.
v G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, traducción: Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2003.
v F. Nietzsche, El Nacimiento de la Tragedia, traducción: Andrés Sánchez Pascual, Editorial Alianza, Madrid, 2004.
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v Platón, La República, traducción: José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
v D. Scavino, La era de la desolación, ética y moral en la argentina de fin de siglo, Manantial, Buenos Aires, 1999.
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