22.9.09

¿Qué es la historia natural?, Facundo Martín

¿Qué es la historia natural?
Notas sobre la relación entre historia y naturaleza en el pensamiento de Adorno


Introducción
Theodor Adorno aborda la relación entre historia y naturaleza fundamentalmente en el capítulo dedicado a Hegel en Dialéctica Negativa, retomando un artículo de su juventud llamado “La idea de historia natural”. Nuestra tesis es que Adorno pretende dinamizar, con su concepto de historia natural, dos oposiciones correlativas. Por un lado, la oposición entre la historia como ámbito de gestación de lo cualitativa e irreductiblemente nuevo y la naturaleza como sujeta a una lógica mítica de la repetición. Su trabajo lleva a una superación dialéctica de esta antítesis en la noción de transitoriedad como elemento característico tanto de la naturaleza como de a historia. Por otro lado, Adorno busca problematizar la oposición entre historia y naturaleza en términos del dominio irrestricto de ésta a manos de aquélla. Al cuestionar, en Dialéctica negativa, la primacía del principio espiritual, Adorno intenta poner coto a la carrera de conquista de la naturaleza impulsada por la lógica identitaria. En este segundo sentido, la historia natural permite desplegar la crítica de la cultura, poniendo de manifiesto el tormento del cuerpo y la explotación de la naturaleza como fundamentos de la sociedad vigente. Tenemos entonces dos contradicciones dialécticas o dos caras de la contradicción entre historia y naturaleza: la contradicción entre lo transitorio y lo permanente, por un lado, y la contradicción entre lo espiritual y lo corporal, por el otro. En este trabajo nos proponemos primero aclarar el significado de cada una de estas oposiciones y el modo como se ven subvertidas en la obra adorniana; para en segundo término trazar algunas relaciones entre estas dos caras de la dialéctica, mostrando que hay una correlación fundamental entre ambas. La impugnación de la cultura basada en el sacrificio del cuerpo y el tormento de la naturaleza y la conmoción crítica de la historia rigidizada en pura repetición deben manifestarse en su mutua dependencia.

I La historia natural como unidad de lo variable y lo invariable
Vamos a comenzar reponiendo algunos contenidos claves en “La idea de historia natural”. Dejaremos de lado la larga crítica a Heidegger para concentrarnos en los temas que atañen a nuestra tesis. Adorno intenta aquí dinamizar la oposición entre cultura y naturaleza, entre lo que se repite desde siempre y lo que se abre a la creación de lo nuevo. Su propósito consiste en “captar al Ser histórico como ser natural en su determinación histórica extrema, en donde es máximamente histórico, o (…) captar a la naturaleza como ser histórico donde en apariencia persiste en sí misma hasta lo más hondo como naturaleza” (HN, 117). Hay un contradictorio devenir interno de cada uno de estos conceptos, cada uno de los cuales se mueve hacia su otro.
Adorno parte de caracterizar a la naturaleza, siguiendo la concepción heredada que quiere subvertir, como lo mítico, lo que existe originariamente y se repite ad eternum: “A modo de aclaración de ese concepto de naturaleza que quisiera disolver, se trata (…) de lo mítico (…) Por «mítico» se entiende lo que está ahí desde siempre, lo que sustenta a la historia humana y que aparece en ella como Ser dado de antemano, dispuesto así inexorablemente” (HN, 104). La naturaleza como mito es, pues, el ámbito de la repetición de lo originario: el ser natural sería el marco inamovible y eterno de la historia humana. Sin embargo, ese es precisamente el concepto de naturaleza que Adorno quiere subvertir. El primer objetivo de el ensayo que analizamos es, entonces, disolver la concepción del ser natural como repetición mítica u originaria.
En esta primera caracterización oposicional, la historia aparece, en cambio, como el ámbito de creación de lo cualitativamente nuevo e interrupción de la repetición. Adorno dice: “«historia» designa una forma de conducta del ser humano, esa forma de conducta transmitida de unos a otros que se caracteriza ante todo porque en ella aparece lo cualitativamente nuevo, por ser un movimiento que no se desarrolla en la pura identidad, en la pura reproducción de lo que siempre estuvo ya allí, sino uno en el cual sobreviene lo nuevo, y que alcanza su verdadero carácter gracias a que en él aparece lo nuevo” (HN, 104). Si la naturaleza es lo mítico o lo que se repite inexorablemente, la historia es propiamente el ámbito de la gestación de lo diferente y cualitativamente nuevo. El ser histórico es aquél que no se desarrolla en la pura identidad. Sin embargo, como dijimos, Adorno busca disolver la oposición entre una naturaleza repetitiva y una historia que se transforma. El segundo objetivo de su ensayo es, entonces, mostrar que la historia deviene natural, que su movimiento de creación de lo nuevo acaba revirtiéndose en repetición inexorable.
Ahora bien, la naturaleza, que en una primera caracterización abstracta era pura repetición, se muestra bajo la movilización dialéctica como transitoriedad eterna. Lo natural es ante todo lo que caduca, lo finito que sucede a lo finito y por lo tanto siempre se renueva. Partiendo de las investigaciones de Benjamin sobre el drama barroco alemán, Adorno intenta pensar a la naturaleza mediante las categorías de tránsito y transitoriedad: “Benjamin mismo concibe la naturaleza, en tanto creación, marcada por la transitoriedad. La misma naturaleza es transitoria. De este modo, lleva en sí misma el elemento historia. Cuando hace su aparición lo histórico, lo histórico remite a lo natural que en ello pasa y se esfuma” (HN, 125). Oponer la variabilidad histórica a una invariante natural, para Adorno, sólo lleva a domesticar lo transitorio enmarcándolo en una repetición fundamental. Así, lo inmóvil y repetitivo, lo mítico-arcaico, aplasta al ser histórico imponiéndose con una carga de dolor terrible. Para evitar esta inmovilización fundamental del ser natural, Adorno pone en el punto de partida una concepción de la naturaleza como caducidad de lo finito. Porque, ¿qué es después de todo la naturaleza, sino la totalidad de lo finito? Los seres naturales son particulares, caducos. Todo ser natural pasa, llega a un fin, la naturaleza no es sino la totalidad de los seres transitorios. No parece haber aquí nada por fuera de la caducidad eterna del ser natural. Por el contrario, la naturaleza es lo absoluto de lo finito, la repetición infinita de lo que empero no permanece. La naturaleza es por lo tanto siempre diferente.
En Dialéctica Negativa, recuperando la idea de historia natural, Adorno dice: “Allí donde la metafísica hegeliana equipara transfigurativamente la totalidad de la caducidad de todo lo finito con la vida del Absoluto, levanta la vista un poquito por encima del hechizo mítico que absorbió y potenció”. Con el solo despliegue interno del concepto adorniano de naturaleza tenemos, ya, una primera subversión de la oposición entre lo variable y lo invariable. La naturaleza dejó de ser, mediante la mirada alegórica, un ámbito de pura repetición. Ahora se revela como caducidad eterna, como aquello donde lo único eterno es lo transitorio o donde lo absoluto es lo finito en su más profunda finitud.
Ahora falta comprender cómo el ser histórico deviene natural, esto es, cómo lo que parecía producto de la variabilidad se cosifica en la repetición ciega. La historia, bajo una dinámica social de alienación, se vuelve como una segunda naturaleza inamovible para sus sujetos, anquilosándose en la pura repetición. El ámbito la cultura, en el que se desarrolla lo producido históricamente y abierto a la novedad, se torna una identidad cerrada sobre sí misma que se conserva por la violencia sobre todo lo diferente. Para comprender esto Adorno no recurre a Benjamin, sino al pensamiento del joven Lukács. Lukács concibe la segunda naturaleza apelando a los conceptos de mundo pleno de sentido y mundo vacío de sentido. Llama al mundo enajenado mundo de la “convención” (citado por Adorno en HN, 119). El mundo de la convención es aquél de las cosas creadas por los hombres, pero perdidas para ellos. Se trata de un mundo sociohistórico, producido por la actividad humana y por ende cargado de sentido, que sin embargo se enajena al sentido. Así, su propio mundo social se da a los hombres como un “compendio de necesidades conocidas, a cuyo sentido se es ajeno” (citado por Adorno, HN, 119). El mundo humano, producido conforme una interioridad del psiquismo y por ello dotado de sentido, aparece entonces como un mundo natural, mudo, compuesto de leyes muertas que son cognoscibles, pero no comprensibles para los sujetos. Así, le mundo social deviene una segunda naturaleza.
¿Pero qué significa “segunda naturaleza para Lukács? El mundo histórico alienado tiene dos características: es ajeno al sentido e inexorable. Expliquemos lo primero. Lukács concibe a la primera naturaleza como “muda, patente a los sentidos pero ajena al sentido” (HN, 121), esto es, como un mundo “inmediato” (HN, 119). Lukács parece llamar “naturaleza” (primera naturaleza) a lo dado a los sentidos, a lo corporal en su inmediatez. Como tal, lo natural carece de interioridad, lo que significa que no porta ningún sentido propio. Lo inmediato, parece pensar Lukács, simplemente “está ahí” como ser disponible, cognoscible y aprovechable, pero incomprensible para los sujetos. Lo social parece ser, por contra, lo que sí despierta a la interioridad o posee un sentido. El mundo social es aquél que no simplemente se da a los hombres, sino que se hace eco de ellos mismos, de su interioridad y de las significaciones compartidas mediante las que producen su historia. Es el mundo del sentido que resuena para los sujetos. Sin embargo, la historia enajenada deviene segunda naturaleza, en lo que Lukács llama el “mundo de la convención”. Se trata del fetichismo de la mercancía que, sin ser otra cosa que un producto del trabajo humano, se sustrae sin embargo a los hombres, enfrentándoseles como algo hostil. Explica Adorno: “[la segunda naturaleza] es un complejo de sentido paralizado, enajenado, que ya no despierta a la interioridad; es un calvario de interioridades corrompidas”. La sociedad deviene como una segunda naturaleza: muda, carente de sentido, en la medida en que ya no expresa ni refleja una interioridad sino que se le opone con la incomprensible inexorabilidad de lo dado. El sentido perdido en la historia enajenada aparece cifrado como un calvario y una calavera, como sentido paralizado y muerto que es preciso desenterrar mediante una interpretación.
El mundo histórico alienado, como dijimos, no sólo es ajeno al sentido. También aparece como inexorable, repetitivo, mítico. Allí donde los hombres podían crear lo nuevo, en el terreno histórico, emerge como cosificación la invariabilidad natural: “lo «nuevo en su momento», lo producido dialécticamente en la historia, se presenta en verdad como algo arcaico” (HN, 131). Cuando la historia aparece como segunda naturaleza, cuando se enajena por completo a sus sujetos enfrentándoseles como una fuerza hostil, deviene natural en el sentido mítico. La historia del dolor por la pérdida de sentido es la historia de la inexorabilidad de lo sido. La calavera, signo de la historia muda y cifrada, remite entonces a lo inexorable como dolor: “La historia, con todo lo que desde el mismo comienzo tiene de intemporal, de doloroso, de falto, se expresa en un rostro, no, en una calavera” (HN, 123).
Con esto tenemos, entonces, una aproximación a la dinamización de la antítesis entre historia y naturaleza. La naturaleza, que primero aparecía como mito y repetición, se volvió en sí, dialécticamente, transitoriedad eterna y por lo tanto historia. La historia, donde lo nuevo puede crearse, se mostró, enajenada, como una segunda naturaleza inexorable. Así, ambos conceptos quedan superados en su pura separación. Dos cuestiones quedan, sin embargo, pendientes. Primero, Adorno critica a Lukács por conservar una noción enajenada de la primera naturaleza (HN, 119). Segundo, Adorno comprende la segunda naturaleza como esa misma primera naturaleza, pero violentada interiormente (HN, 134). Si la naturaleza no es simple repetición mítica, sino transitoriedad, entonces es cuestionable que se llame a la historia enajenada “segunda naturaleza”. El ser natural de la historia bien podría referirse simplemente a su transitoriedad y no a su clausura en lo inexorable o lo repetitivo. Emergen, entonces, nuevas preguntas. Si la primera naturaleza no es esencialmente repetición mítica, sino transitoriedad, hay que explicar bajo qué condiciones pierde o parece perder ese carácter transitorio y se la concibe como mito. En otras palabras, ¿por qué aparece una concepción alienada de la primera naturaleza? Al mismo tiempo, hay que elaborar la relación entre esa deformación de la primera naturaleza convertida en imagen mítica y la enajenación histórica. Porque la historia alienada vista como segunda naturaleza está siendo concebida en relación con una primera naturaleza también alienada. Sólo así se explica que se asocie con lo natural la clausura del movimiento histórico. Para pensar a la naturaleza como modelo de la historia deformada en inexorabilidad es preciso haber deformado antes la imagen de la propia naturaleza, tornándola a ella misma como inexorable y repetitiva. ¿Por qué, entonces, la primera naturaleza alienada como modelo de la historia alienada? El propio ensayo sobre la idea de historia natural es especialmente críptico en estos puntos. Para intentar responder a estas cuestiones pasaremos a estudiar el segundo Modelo de Dialéctica negativa, donde Adorno retoma la idea de historia natural.
II Espíritu, naturaleza, diferencia, identidad
En “Espíritu universal e historia de la naturaleza. Excurso sobre Hegel” Adorno vuelve sobre el problema de la historia natural. En este caso, sin embargo, el desarrollo es más amplio y menos enigmático. La historia de la naturaleza se afronta aquí a partir de un largo examen de las relaciones entre el espíritu objetivo y el individuo. Este examen permite reinterpretar el concepto de segunda naturaleza a partir del antagonismo inherente al espíritu universal. Como mostraremos, el espíritu objetivo es la propia historia humana, pero enajenada a sus sujetos y como dotada de una mistificada sustancialidad. Al abstraerse de las individualidades mediante los cuales, sin embargo, se realiza, el espíritu se clausura en repetición ciega y sólo logra confirmar esa repetición mediante la imposición del sacrificio a la naturaleza y el cuerpo. Así, la interpretación de la constitución antagónica del espíritu objetivo permite aunar la relación entre emergencia de lo nuevo y repetición de lo arcaico y la relación entre la cultura y la naturaleza. Para elaborar esta unidad vamos a emplear, asimismo, los conceptos de totalidad antagonista y reducción de la diferencia a la identidad.
El excurso sobre Hegel es, en cierta forma, el capítulo principal de Dialéctica negativa, porque aquí se abordan los fundamentos objetivos de lo planteado en el resto de la obra. La dialéctica negativa se propone impugnar el primado de lo idéntico en la subjetividad, tanteando la posibilidad de un pensamiento que se entregue al objeto. La violencia de la identidad, sin embargo, no es sin más una propiedad esencial del sujeto y el pensamiento. Se trata de la forma que asumen ambos en el marco de unas relaciones históricas concretas y determinadas. Para dar cuenta de las formas de pensamiento Adorno se dirige a la concreción histórica de la cultura, a las relaciones determinadas que los hombres contraen entre sí y con la naturaleza en un momento histórico. El problema de la constitución del espíritu universal, así, es el problema del correlato objetivo, histórico-social de la subjetividad dominadora. En los desarrollos del primer y el tercer capítulo (“Introducción” y “Definición y categorías”) se busca movilizar desde dentro al sujeto del idealismo para encontrar ya en él la objetividad histórica y natural ante la que se pretendía autónomo. En los modelos, en cambio, se trata de, habiendo ya efectuado teóricamente la “transición al materialismo”, o sea, habiéndose instalado la exposición fuera de toda primacía del sujeto, poner de manifiesto las condiciones objetivas en que éste se forma. La lógica dominadora del pensamiento identificante, de esta manera, aparece desplegada en la historia como antagonismo interno del espíritu universal.
¿Por qué hablar de “espíritu universal” o “espíritu objetivo” y no simplemente de “historia”? El espíritu no es sino la historia enajenada y por ende sólo es conceptualizable como contradicción. Por un lado, la historia carece de subjetividad, no despliega una unidad intrínseca superior a las particularidades: “la historia carece de un sujeto universal (…) El substrato de la historia es el complejo funcional de los sujetos particulares reales: «la Historia no hace nada»”. El movimiento de la historia no puede equipararse al de un individuo de grado superior que se desarrollaría a sí mismo y para el que los sujetos particulares no serían más que instrumentos o medios. Así lo quiso Hegel, para quien “las necesidades, el impulso, la pasión, el interés particular, como también la opinión y la representación subjetiva (…) son los instrumentos y medios del espíritu universal”. Sin embargo, tampoco puede pensarse la historia como un simple conglomerado de particularidades abstractas o “sueltas”. La historia es, en cambio, el complejo funcional de los sujetos individuales. No se levanta por encima de ellos, pero tampoco es su mera sumatoria. La historia es lo que se construye entre individuos, en las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza. No es una sustancia, no tiene su principio en sí ni se asemeja a un individuo omniabarcador, pero tampoco es un agregado de entidades aisladas, sino una constelación de singularidades vinculadas y movilizadas.
A pesar de todo, la historia parece sustancial. Y no se trata de una mera ilusión de la representación, sino de un proceso histórico. Los sujetos individuales se relacionan entre sí de tal modo que la historia se separa de ellos, llegando a portar como unos designios propios. La historia se enajena a los sujetos, se autonomiza, y así se constituye en espíritu universal. “El espíritu universal se convierte en algo autónomo, primero con respecto a las acciones singulares de que constan tanto el conjunto del movimiento real de la sociedad como las llamadas evoluciones espirituales, y segundo con respecto a los sujetos vivos que realizan esas acciones. En cuanto está por encima de todos y se realiza a través de ellos, es de antemano antagónico” (DN, 274). Lo universal objetivo, el todo social, no es más que los individuos relacionados y se realiza sólo a través de sus acciones particulares. Sin embargo se abstrae de ellos asumiendo una enseidad propia. La sociedad se autonomiza frente a los sujetos, que se ven separados del complejo funcional de acciones particulares que componen. El espíritu objetivo es una unidad antagónica porque adquiere su identidad autárquica al negar las vidas singulares mediante las que se realiza.
Adorno conjuga la idea hegeliana de la historia como un proceso objetivo que se da a espaldas de los sujetos con la teoría marxista del valor como un producto de relaciones históricas cosificadas. Los individuos, en el mundo enajenado de la acumulación capitalista, padecen la historia que producen como algo ajeno. La sociedad se realiza como una totalidad compacta e impenetrable precisamente a través de las acciones inconexas de los individuos. Cuanto más vela cada uno por sí mismo, más contribuye con el imperio del todo. La objetividad social, el espíritu, deviene al mismo tiempo algo abstracto y totalizador, separado y abarcador. Esa contradicción lo vuelve totalidad antagonista. Para conquistar su enseidad autárquica el espíritu se separa de los individuos que lo componen, elevándose como una entidad separada. Pero, al mismo tiempo, tiene que atender a sus propias pretensiones de totalidad frente a esos individuos. De lo contrario, se limitaría a sí mismo, dejando de ser lo absoluto en la historia. Dice Hegel al respecto: “no se puede considerar lo universal, que la historia universal filosófica tiene por objeto, como una parte, por importante que sea, junto a la cual existirían otras; sino que lo universal es lo infinitamente concreto”. El espíritu universal, entonces, es el todo, abarca a todos los particulares, pero a su vez es lo más separado frente a ellos, pues les es indiferente y hasta hostil. Para conservar su plena identidad consigo lo universal tiene que ignorar a los particulares que lo componen en tanto universal. Su estructura es el antagonismo: debe abarcar todo lo que le sea heterogéneo, para ser total, pero a su vez debe separarse de todo lo heterogéneo, para permanecer idéntico a sí mismo. Lo universal se reduce entonces a la repetición de la violencia sobre los particulares. Al permanecer inmune a lo no-idéntico y abarcarlo se relaciona con ello bajo la lógica de la conquista y la reducción. El espíritu universal es una unidad negativa: “su abstracción constitutiva le aleja de los intereses individuales, por más que a la vez se componga de éstos” (DN; 281). Lo único que perdura en la repetición ciega de la totalidad autonomizada es la contradicción. El todo no es más que la negación universal, el aplastamiento infinito de los particulares. La lógica de la totalidad es la reducción de la diferencia a la identidad: lo heterogéneo y particular es abarcado en un todo abstracto que lo violenta sometiéndolo a la homogeneidad de lo intercambiable. El espíritu universal es la totalidad de la contradicción.
La contradicción inmanente a la totalidad espiritual es análoga a la antinomia de los sistemas idealistas: “La intranquilidad del ad infinitud hace saltar el sistema, cerrado en sí mismo a pesar de que sólo la infinitud lo hace posible; esta es la razón de que la antinomia de totalidad e infinitud sea esencial al Idealismo. Imita una antinomia central de la sociedad burguesa” (DN, 30). El sistema se erige sobre el principio formal de la ratio pura, a partir del que quiere construir la empiria. Como sistema, pretende abarcar el todo, eliminando toda diferencia exterior. Debe ser el sistema de todo lo real, el principio de todo fenómeno. Pero, para sostener la pureza de su principio, el sistema debe inmunizarse como absolutamente limitado, estático y cerrado en sí ante lo fenoménico que quiere abarcar. Su contradicción interna, su ser total y limitado, lo vuelve a la vez estático, cerrado, limitado, y dinámico, abierto, infinito. Esta misma contradicción se da en el corazón del proceso social capitalista. La totalidad alienada se reproduce mediante acciones individuales dispares. Como totalidad abarca esas acciones. Como alienación se sustrae a ellas. La totalidad es el antagonismo puro.
Lo anterior basta para desmentir toda pretensión paranoide de inclusión total. Lo universal se particulariza al enajenarse a los particulares. Se traiciona a sí mismo volviéndose separado, abstracto: “Lo que no aguanta a lo particular, se delata ipso facto como opresor particular” (DN, 287). La totalidad del espíritu universal es unidad antagónica en sí, lo que significa que su unidad es la misma cosa que su escisión. La totalidad es la contradicción total, la violencia sufrida por todos los particulares que desmiente al todo en su propio campo. La identidad absoluta es la contradicción absoluta: atravesada por la oposición entre su propia abstracción y sus pretensiones totales, se limita a sí misma al querer el todo. Así, lo único que logra es someter lo particular, sin que se levante sobre esa base una reintegración conciliadora.
Bajo la lógica de la totalidad antagonista los intereses particulares se oponen insalvablemente al todo, que al incluirlos sin embargo los domina. El todo es un “resumen abstracto” de los individuos, que se relaciona con ellos bajo una simultánea inclusión-exclusión. Luego, los intereses particulares y el todo se oponen insalvablemente bajo su identidad en el derecho burgués. Hay, en fin, una unidad de totalidad y contradicción desde el punto de vista de lo universal. Es preciso, entonces, pasar al otro lado de la dialéctica e intentar pensar la contradicción total tal y como se manifiesta en el particular. Como veremos, el individuo no sólo es aplastado por el espíritu objetivo, sino que lleva en sí su sometimiento y lo reproduce. Si la totalidad produce discontinuidad total, es preciso mostrar cómo se realiza mediante lo que le es heterogéneo.
Existen tres razones por las que el individuo no sólo se opone al espíritu universal, sino que además colabora con él o se vuele uno con la totalidad que lo oprime. Primero, cuanto más se obstina en su individualidad, creyendo que vive inmediatamente consigo mismo, más poder otorga al todo que lo oprime. La sociedad burguesa se reproduce como objetividad pre-individual alienada gracias a la espontaneidad de los individuos. No sólo los aplasta, sino que pasa a través de ellos, se realiza con ellos, así como la Idea hegeliana tiene en las espontaneidades individuales los medios de su realización. “Lo que se realiza a través del individuo y de muchos, les pertenece a éstos y no les pertenece. (…) Su suma es su otro” (DN; 286). El capitalismo necesita de los productores libres. Si éstos no actuaran separadamente, velando cada uno por su propio interés egoísta con exclusión del de los demás, la acumulación, que los estafa a todos, sería imposible. La atomización, el obstinado cuidado de sí de cada uno, no se opone al primado antagónico de lo universal, es su complemento. El modo antagónico e irreconciliado como el individuo se opone a toda universalidad es la contracara del antagonismo intrínseco de la universalidad cosificada. El individualismo no es, luego, una forma de conciencia crítica, sino una manifestación más de la totalidad.
En segundo lugar, el individuo continúa la opresión del espíritu en la forma del pensamiento. “Lo abstractamente universal del todo, que es lo que ejerce la presión, va hermanado con la universalidad del pensamiento, del espíritu” (DN, 286). El individuo se forma mediante su interacción con lo universal. No hay -como pretende el nominalismo- una preexistencia del particular frente al todo social, porque es la interacción humana lo que subjetiva al hombre. El hombre llega a ser sujeto de su propia actividad práctica e intelectual a través de su interacción con otros, al habitar ese entre de la intersubjetividad social e histórica. El elemento del pensamiento, que dota al hombre de subjetividad e individualidad, es la interiorización de la universalidad social y por lo tanto coincide con ella. Como esa universalidad social permanece exterior a los individuos, oponiéndoseles como un poder ajeno, ellos mismos se subjetivan y piensan por contraposición consigo.
En este punto está implícita la dualidad interna de la individualidad. Por un lado, el individuo es el particular corpóreo que sufre en la carne la abstracción del espíritu universal. El individuo como cuerpo, como elemento de naturaleza singular e irreductible, es lo aplastado y ninguneado por lo universal. Pero, como sujeto pensante, el individuo continúa, interioriza y reproduce la espiritualidad coactiva. Como mostramos arriba, el principio del totalismo antagónico de los sistemas idealistas es la razón subjetiva. El sujeto, para el idealismo, fundamenta el todo, conquista de la totalidad en la repetición pura de su auto-percepción. El fundamento objetivo de esa razón totalizadora del sujeto es el espíritu universal, que coacciona al particular pero pasa a través suyo mediante el pensamiento, que liberado de su totalismo sería en cambio un instrumento crítico y emancipador. Hay una identidad opresiva de lo universal y lo particular por la que el principio de la racionalidad dominadora, con el que el sujeto se enfrenta señorialmente a la naturaleza, se objetiva en la historia como principio de la totalidad antagónica. Así, el sujeto, cuanto más se contrapone a la naturaleza y la explota, más violenta su propia corporalidad y naturalidad. Si la particularidad del individuo es su atadura a lo inmediato y natural, su cuerpo; entonces contra esa particularidad se eleva el espíritu universal, que sin embargo tiene su principal aliado en el propio individuo. Éste, como sujeto pensante, se lanza a conquistar el mundo heterogéneo, del que sin embargo forma parte.
Existe, también, una tercera forma de continuidad entre el espíritu universal y la individualidad coaccionada. Primero mostramos que el individuo es el correlato de la totalidad antagónica: al separarse tajantemente de lo otro, reproduce la contradicción de universal y particular, porque esa contradicción se realiza mediante la particularización. Luego mostramos que el elemento del pensamiento es la continuación en el interior del individuo de la opresión universal, elemento en el que la totalidad se hace razón y subjetividad. Ahora veremos que el individuo, además de correlato y continuador de la totalidad dominadora, es su análogo. La individualidad cerrada sobre sí misma copia, reproduce lo universal mediante el movimiento hacia la autoconservación.
La dinámica del espíritu objetivo consiste en la clausura en la repetición. Lo universal coactivo no tolera nada que aparezca ante ello como diverso. Sólo se mueve hacia la reducción de lo heterogéneo a su propia identidad, que sólo puede ser confirmada bajo la repetición de la contradicción. Violencia contra lo otro y repetición pura de sí mismo son, entonces, las dos caras del movimiento de la objetividad social. El individuo socializado, empecinado en autoconservarse violentamente, repite ese doble movimiento. El individuo que afirma su propia atomización busca hacer perdurar su delimitación hostil ante todo lo otro. Así se autoconserva, esto es, imita lo universal que, a su vez, lo oprime. Lo universal puede realizarse a través de las espontaneidades individuales porque éstas están preordenadas para repetirlo, para actuar cada una conforme la oposición irreconciliable hacia todo lo diferente, como la universalidad demanda.
El imperio de la identidad total, por el que el espíritu se quiere autonomizar frente a lo diverso, es ya su regresión a lo más ciego y brutal del acaecer natural. La autoconservación, “tautología de la ley natural” (DN, 316) es un impulso natural realizado bajo el hechizo de la coacción universal del individuo. La naturaleza es mutilada por la coacción espiritual, que aplasta a los individuos y sus cuerpos. Pero, al mismo tiempo, es la violencia mítica de lo natural la que rige el aliento espiritual dominador. El yo, cuyos impulsos velan por la conservación del individuo, se hace entonces portavoz interior de lo universal antagónico. Así, cuanto más cerrado sobre sí y separado de toda naturaleza es lo universal, más ejecuta su propio retorno mítico al ser natural.
Con esto podemos volver a pensar directamente la historia natural. La historia humana es regida por el principio del antagonismo universal. Ese principio aspira a la identidad total y por eso mismo produce la contradicción total. El espíritu objetivo aplasta a los individuos, que a su vez ejecutan dócilmente su sometimiento. Ahora bien, ¿cómo aparecen aquí la repetición y la emergencia de lo nuevo? Y, ¿cómo pueden relacionarse con la violencia de lo espiritual sobre el ser natural?
Para comenzar, hay que vincular (no identificar) la historia con la mediación de todo lo inmediato. “La constitución, palabra del mundo histórico, en la que se realiza la mediación de toda inmediatez, determina a la inversa la esfera de la mediación, la misma historia, como naturaleza” (DN, 324). Antes dijimos que la historia es el complejo funcional de las relaciones entre los individuos. También señalamos que el individuo mismo se constituye en sujeto pensante al inscribirse en ese complejo funcional. Con eso tocamos las dos caras fundamentales de la determinación histórica: la historia es el terreno de las relaciones entre los hombres y la historia condiciona el modo como los hombres se vuelven seres pensantes. Podemos llamar a estas dos caras correlativas de lo histórico mediación subjetiva y mediación objetiva. El desarrollo anterior sobre la naturaleza social del individuo debe bastar para comprender que una y otra no pueden separarse. El sujeto, decimos, mediatiza el ser inmediato, o sea, interpone el concepto en su relación con la cosa. La mediación subjetiva es la “componente subjetiva del objeto” (DN, 158). Esa mediación, a su vez, es deudora o continuadora de la objetiva: el sujeto mediatiza el ser inmediato, piensa, conceptualiza, en la medida en que la objetividad social lo posibilita: “lo que media los hechos no es tanto el mecanismo subjetivo que los preforma y concibe como la objetividad heterónoma al sujeto tras lo que éste pueda experimentar” (DN, 158). El sujeto se vincula con su propia experiencia y por lo tanto con la objetividad natural (incluido su propio ser natural, su cuerpo) en los términos en los que la universalidad social se lo permite. La relación que la sociedad tiene con el sujeto es la relación que el sujeto tiene con la naturaleza interior y exterior. Porque el sujeto es, al fin y al cabo el cuerpo del hombre atravesado por la dimensión de la significación social interiorizada. Por eso mismo, cuanto más se enfrenta el sujeto a la naturaleza y busca dominarla, más ferozmente confirma su propio sometimiento a la sociedad cosificada.
El espíritu autonomizado, según lo anterior, coacciona violentamente al ser natural. Lo espiritual, como pura identidad consigo, oprime a los particulares que lo sostienen. Se trata de una universalidad social desgarrada por sus propias pretensiones de identidad, enajenada a los individuos cuya mediación es. Ellos, por su parte, se encargan pronto de reproducir, homologar e interiorizar la dominación que padecen. Así, cada uno se subjetiva al asumir en sí el principio contradictorio de la identidad total. La relación de lo universal con los individuos se traspone a la del sujeto con el objeto: “El predominio de lo objetivo en los sujetos, que les impide llegar a ser tales, impide, asimismo, el reconocimiento de lo objetivo” (DN, 158). El sujeto subjetivado bajo su propia coacción se lanza, entonces, a la carrera de conquista de la naturaleza. Repite el antagonismo de la identidad espiritual. Todo lo que se le enfrente como heterogéneo, diverso, otro, se vuelve inmediatamente contradictorio, intolerable. La diferencia oprimida es la contradicción total. La naturaleza, entonces, deviene mero objeto de manipulación y control para el sujeto (y esto lo incluye a él mismo en tanto cuerpo). El sujeto, cuanto más padece la coacción de la objetividad social, más tiende a separarse con violencia de la objetividad natural, a la que sin embargo pertenece. El espíritu autonomizado, entonces, allí donde se clausura en sí mismo como repetitivo, se separa tajantemente de la naturaleza y la domina. El sujeto, que porta la negatividad del pensamiento, es el instrumento de esa dominación.
Con esto ya alcanzamos una primera formulación de nuestra hipótesis: hay una correlación entre la historia alienada en repetición y la cultura como sacrificio de la dimensión corporal y natural de la experiencia. El cuerpo singular es el pivote entre ambas caras de la alienación histórica. Por un lado, el espíritu universal se vuelve identidad cerrada al absolutizarse como algo que está totalmente por encima de los individuos y es totalmente opresivo para ellos. El cuerpo del hombre, su singularidad más íntima, es ninguneado por la universalidad coaccionada y contradictoria de lo universal alienado. Pero, al mismo tiempo, constitución antagónica del sujeto mediante, lo que resulta aplastado en esa elevación de lo universal a repetición ciega es la naturaleza. Porque el sujeto que se predispone a la violencia sobre su cuerpo extiende al conjunto de la naturaleza la actitud dominadora que sufre. Si los hombres viven bajo una universalidad que se encierra en sí y les es ajena, entonces su existencia social se vuelve un sacrificio y un tormento. La repetición intolerable de la objetividad social es la otra cara del tormento impuesto a la naturaleza humana y no humana por una cultura antagónica.
Ahora bien, no hay separación frente a la naturaleza sin un correlativo movimiento dialéctico de regresión. Al espíritu también le llega su dialéctica del iluminismo. El espíritu autonomizado es, como pura identidad, regresión a lo natural. La historia, como ámbito de la mediación de lo inmediato y la universalidad debe ser permeable a la creación de lo nuevo. Lo mediato y relacional nos instala en la no-coincidencia de sujeto y objeto, de espíritu y naturaleza, de concepto y cosa. En la medida en que los términos relacionados en el acaecer histórico son diversos, puede producirse en su seno lo no-preexistente, lo nuevo y diferente. Sin embargo, la historia como espíritu objetivo permanece enajenada. Así, asume una objetividad “como natural”. El universal que se realiza pasando por encima de los sujetos es una misma cosa con el devenir pseudo-natural de las relaciones entre los hombres. En el mundo cosificado de la mercancía, la ley del valor se reviste de la objetividad e inamovibilidad de una ley natural; “Si esa ley es natural, lo es por su inevitabilidad bajo las condiciones dominantes de producción” (DN, 322). Aquí reaparece la imagen de la sociedad como una segunda naturaleza. La equiparación de naturaleza y sociedad en la lógica de lo inevitable es la última cara de la coacción espiritualizara. “Las leyes naturales de la sociedad se convierten en ideología en cuanto son hipostasiadas como un hecho natural inamovible. Por el contrario, la legalidad natural no tiene realidad sino en cuanto ley que rige el movimiento de una sociedad inconciente” (DN, 323). Lo que en el sujeto se mostraba como regresión a la autoconservación bajo el hechizo, se cumple en la universalidad misma. El espíritu, que se separó violentamente de los cuerpos singulares y por ende de la naturaleza a la que permanece ligado, se revela en su repetición ciega como segunda naturaleza. Se repite el movimiento descripto en “La idea de historia natural”: la historia, alienada, deviene naturaleza; el ser histórico cosificado es como una segunda naturaleza. Ahora, sin embargo, el análisis es más rico. Podemos ver que la alienación de lo histórico no es sólo un devenir repetición ciega, sino también una violenta relación con la naturaleza en términos del tormento del cuerpo. Así se ve que en la constitución de la segunda naturaleza, en la clausura del espíritu objetivo, se realiza también el tormento de la primera naturaleza, la destrucción de la sensibilidad y la corporalidad a manos de una cultura estropeada.
Con todo, nos falta aún mostrar cómo la naturaleza deviene historia. Hasta ahora, en el tratamiento de Dialéctica negativa, la naturaleza sólo apareció como correlato del espíritu objetivo, como aquella identidad primera, mítico-arcaica, a la que la historia cosificada retorna. SI la crítica no puede superar la imagen alienada de la primera naturaleza como una repetición inamovible, de nada le sirve patalear contra la cosificación de lo espiritual. Carece de sentido desalienarse de la clausura de la mediación espiritual si la naturaleza es en sí misma algo alienado, algo que se autoconserva violenta e inexorablemente. Es que, por un lado, la naturaleza sólo es identidad total bajo el imperio omnímodo del espíritu objetivo, no “en sí misma”. La pregunta por lo que la naturaleza sea “en sí” carece de sentido en el planteo adorniano. Por otra parte, es posible abrazar otra imagen de la naturaleza, que la vuelva en sí historia, transitoriedad. Veamos.
En primer lugar, la identidad total no admite nada heterogéneo. La imagen de la naturaleza como mito, como repetición arcaica de lo mismo, es la una proyección de la imagen de sí del propio espíritu objetivo. Por ello “la segunda naturaleza es lo negativo de la primera” (DN, 325). El espíritu objetivo enajenado, cerrado en su pura identidad, no retorna a una naturaleza originaria dada de antemano. No cabe en la dialéctica la idea de una naturaleza originaria de la que el hombre se habría salido. En cambio, la objetividad social “usurpa las insignias de lo que la conciencia burguesa considera naturaleza y natural” (DN, 325, cursiva mía). La mediación total y la conciencia que le va asociada son incapaces de encontrarse con nada heterogéneo a ellas mismas: lo apresado, la naturaleza, es convertido bajo el principio de la identidad total en una imagen de su opresor. La naturaleza no es originariamente repetición ciega o mito, esa imagen, con la que en “La idea de historia natural” se quiere romper, es la imagen construida por la conciencia burguesa.
En segundo lugar, es posible una imagen de la naturaleza como algo más que pura repetición de lo mismo. Esta es la imagen de la transitoriedad. En otros puntos el acceso al ser natural apareció caracterizado a partir de la particularidad del cuerpo, sobre la que se construye el espíritu universal. La naturaleza es algo así como lo infinito de los particulares. La singularidad de lo caduco, finito y corporal, se vuelve absoluto en la naturaleza. “El elemento en que naturaleza e historia llegan a coincidir es el de la caducidad” (DN, 327). La oposición entre una naturaleza dada de antemano y una historia donde aparece lo nuevo se supera una vez que lo único natural y eterno es lo finito, caduco y particular. La naturaleza es caducidad eterna, repetición de lo particular y finito. Este otro concepto de naturaleza, esta otra perspectiva sobre el ser natural, permite equiparar “la caducidad de todo lo finito con la vida del Absoluto”. Así, se puede pensar más allá del hechizo mítico de la identidad total.
Este desarrollo invirtió verdaderamente los términos historia y naturaleza, tal como se proponía, al fin y al cabo, Adorno. La historia, en principio ámbito de creación de lo nuevo se volvió segunda naturaleza, repetición ciega. Al mismo tiempo, se mostró que la imagen de la naturaleza como pura repetición es sólo el reflejo proyectivo de la espiritualidad cosificada, y no un mítico ser natural originario. Lo natural, entonces, reveló su otra cara como transitoriedad eterna y absoluta caducidad de lo finito. Con esto, además, quedó esclarecida nuestra tesis inicial: la enajenación de la historia fetichizada, que se torna repetición total, produce simultáneamente la violencia sobre la naturaleza y el cuerpo.

III Historia natural, emancipación, reconciliación
La correlación desarrollada tiene una importancia política fundamental, porque permite reunir dos problemas que a menudo se piensan separados: el de la creación histórica o apertura a la experiencia de lo nuevo y el de la constitución de la cultura a través del tormento impuesto a los cuerpos. Estos dos problemas son, al fin y al cabo, los problemas claves de la emancipación política. La emancipación es la ruptura del curso histórico, la impugnación práctica de lo que en la sociedad aparece como un destino inexorable. Pero la emancipación es, al mismo tiempo, el fin de la cultura del sacrificio, la recuperación en lo espiritual de la dimensión corporal, natural y sensorial de la vida. Debemos, pues, aunar las dos caras de la historia natural desde el punto de vista de la posibilidad de una sociedad liberada. Hasta ahora sólo mostramos lo contrario: la unidad de la repetición ciega y el dolor físico bajo el imperio clausurante del espíritu universal; ahora nos toca tantear la relación entre la ruptura de la historia inexorable y la merma de la cuota de dolor impuesta por la cultura.
El contenido político hacia el que se mueve la incesante negación dialéctica es la reconciliación. La dialéctica negativa aspira, como movimiento del pensamiento, a romper con el primado de lo idéntico, recuperando la posibilidad de una coexistencia con lo heterogéneo impugnada por la aspiración dominadora de la razón. “El fin de la dialéctica sería la reconciliación. Esta emanciparía lo que no es idéntico, lo rescataría de la coacción espiritualizada, señalaría por primera vez una pluralidad de lo distinto sobre la que la dialéctica ya no tiene poder alguno. Reconciliación sería tener precisamente la misma pluralidad que hoy es anatema para la razón subjetiva, pero ya no como enemiga” (DN, 12). El anatema de la razón subjetiva es la naturaleza, una vez que esa misma razón pretende dominarlo todo. El sujeto constituido bajo la presión de la objetividad social que lo aplasta sin remedio se enfrenta a la naturaleza con aspiraciones de omnipotencia soberana. Por lo tanto, deshacer la petrificación de lo histórico en segunda naturaleza, superar el primado del espíritu objetivo, acaso permitiría deponer la violencia del sujeto contra el ser natural. Más allá de la historia como repetición pura y de la cultura como opresión de la naturaleza se levanta la promesa de la coexistencia con lo no-idéntico. Esa promesa encierra la redención de la naturaleza en el seno de la cultura. La reconciliación no es para Adorno la integración de toda diferencia en una subjetividad inflada hasta lo absoluto, sino, por el contrario, la coexistencia de lo diverso más allá de las pretensiones de poder de la subjetividad. Si lo universal anquilosado provoca la cultura del martirio, una cultura de universalidad movilizada, dinámica, que cediera ante lo particular, permitiría el simultáneo disfrute sensible del ser natural. La historia natural, desde el punto de vista de la liberación social, supone una correlación entre la apertura a la creación de lo históricamente nuevo y el cuidado de la naturaleza. En suma, así como la clausura mítica y el martirio del cuerpo articulan en la experiencia histórica, la reconciliación debe intentar concebirse en múltiples caras correlativas. En lo que sigue rastraremos algunas formulaciones adornianas sobre la posibilidad de la reconciliación a partir de varios nodos conceptuales: el sujeto, la relación entre universal y particular, la naturaleza.
La reconciliación ente universal y particular, para Adorno, no es el “levantamiento” dialéctico de los individuos por una obra del espíritu para la cual son meros medios. Por el contrario, se trata de un doblegarse de la objetividad social, hoy cosificada, ante los particulares. Tal reconciliación supondría la dinamización intrínseca de lo universal, el acceso de lo histórico a su propia transitoriedad. El espíritu objetivo cosificado es una constitución histórica que ya no deviene, que se ha cerrado repetitivamente como algo meramente dado e inamovible. Eso inamovible, entonces, se eleva sobre los sujetos que lo componen como una sustancia ajena y autónoma, aplastándolos. La reconciliación de universal y particular demanda, entonces, la dinamización de la universalidad social objetivada, la apertura al cambio histórico. Ahora bien, esa apertura diacrónica a la venida de lo nuevo sólo sería posible a partir de un cambio sincrónico en la relación que la sociedad de conjunto mantiene con los individuos. Adorno se refiere a la felicidad posible en tanto “liberación a partir de la particularidad como principio universal” (DN, 320). Esa felicidad no puede ser algo constante porque precisamente la permanencia, la constancia de lo histórico petrificado, es la infelicidad misma. La idea de emancipación que puede extraerse de la reflexión sobre la historia natural implica la restitución de lo particular en medio de la universalidad. Esto exige que la objetividad social sea en cierto modo flexible para sus sujetos, no porque vayan entonces a coincidir plenamente con ella (lo que sería otra forma más del pensamiento de la identidad) sino porque así podría refrenarse el totalismo del espíritu universal. La liberación histórica promete el cese de la totalidad antagónica, esto es, que lo universal que se realiza a través de los sujetos pero hace abstracción de ellos revierta su propia autarquía. Así, la existencia en común podría dejar de contraponerse a los individuos singulares como algo inamovible y ajeno y devenir, en cambio, el terreno mismo de su realización. La negación de la inamovibilidad deshistorizante del espíritu petrificado demanda una crisis de la relación entre universal y particular. Únicamente una universalidad que ceda ante sus sujetos, que no se independice de ellos, puede volverse propiamente histórica o abrirse a la transitoriedad.
Por otra parte, si el modo como el hombre se torna sujeto y se relaciona con la naturaleza exterior e interior es análogo al modo como la universalidad social se relaciona con él, entonces apuntar a modificar el vínculo entre universal y particular supone apuntar contra la propia subjetividad en su estructura vigente. Un sujeto para el que su propio ser social ya no fuera antagónico en sí podría relacionarse con la naturaleza en términos reconciliados, deponiendo sus aspiraciones de conquista, que sólo le provocan su propio padecimiento. “Sólo si en vez de conformarse con el falso molde resistiera a la producción en masa de una tal objetividad y se liberara como sujeto, sólo entonces daría al objeto lo suyo” (DN; 158). El sujeto que se opone como dominador a la naturaleza es al mismo tiempo el que padece la coacción del espíritu universal. Es el sujeto que continúa, interioriza y refleja su propia sumisión. Luego, para dejar de sostenerse por la reproducción de la violencia contra el ser natural, el sujeto necesitaría subvertir la universalidad antagónica. En la construcción del sujeto también puede realizarse, entonces, la correlación emancipatoria entre recuperación del ser natural y dinamización de la universalidad social. Sólo un sujeto para el que la objetividad social ya no fuera algo inapelable, ajeno, cosificado, podría vincularse con la naturaleza más allá de la carrera de conquista y con su cuerpo más allá del tormento. La contracara de la promesa de reconciliación de universal y particular es la reconciliación entre sujeto y objeto.
Por lo demás, la recuperación de la naturaleza en la cultura es condición de posibilidad del acceso al más propio ser cultural. El hombre no alcanza su ser histórico movilizándose para dominar la naturaleza, sino acogiéndola. “«Historia» designa una forma de conducta (…) que se caracteriza sobre todo porque en ella aparece lo cualitativamente nuevo, por ser un movimiento que no se desarrolla en la pura identidad (…) y que alcanza su verdadero carácter gracias a lo que en él aparece como novedad” (HN, 104). El ser histórico es el que se abre a la creación de lo nuevo, pero esa creación de lo nuevo no se opone al ser natural. Por un lado, porque cuanto más tajantemente se separa lo espiritual e histórico de la naturaleza para dominarla, más se aliena en repetición ciega. El dominio omnímodo de la naturaleza, la acrecentada autarquía de lo espiritual, vuelve a éste una segunda naturaleza cosificada y terrible. Por otro lado, la naturaleza misma, como transitoriedad eterna, no se opone a la historia sino que es ella misma histórica, cambiante. Así se puede reunir el devenir histórico y el natural. El pivote de esta reconciliación es lo particular y finito, que como cuerpo pertenece al movimiento perpetuamente transitorio de la naturaleza. La historia alienada es la que se vuelve contra los cuerpos al erigirse en rígida abstracción. Sólo si acoge en sí al ser natural, al particular condenado al sufrimiento físico, la historia puede desalienarse. La naturaleza, como transitoriedad de lo finito, lleva en sí la multiplicidad de cuerpos singulares que, interactuando, producen la historia. Por lo tanto, sólo acogiendo a la naturaleza puede realizarse la transitoriedad histórica de la cultura humana. La reconciliación de universal y particular tiene que ser, a su vez, reconciliación de cultura y naturaleza.
En conclusión, la historia y la naturaleza liberadas de la espiritualidad coactiva se abren a innumerables cruces. Ante todo, una historia liberada supone la recuperación de la particularidad corporal del individuo y la merma de las pretensiones de conquista tanto de la subjetividad como de la objetividad social que la sustenta. De este modo, el ser histórico sólo alcanza su propia historicidad a través del ser natural, y no violentándolo. La promesa emancipatoria al final de la historia natural es, pues, la promesa de la reconciliación entre el ser histórico y el ser natural. Una vez que comprendimos que la naturaleza es transitoriedad eterna y que la historia antagónica a la naturaleza es repetición inexorable, podemos superar su oposición tajante entre ambas y formular el proyecto político de una cultura de la gratificación corporal, o, lo que bajo esta luz es lo mismo, una cultura abierta a su propia caducidad.

IV Contra el naturalismo
El largo camino crítico recorrido destruyó toda pretensión de primacía de la historia humana por sobre la naturaleza. El impulso a la conquista del mundo por parte de la racionalidad antagónica del sujeto se reveló como producto del impulso a la autoconservación combinado con la regresión de la historia misma a segunda naturaleza. La transitoriedad histórica, al mismo tiempo, se mostró como necesitada de la transitoriedad natural, no como su contraria. Todo esto parece conducir a un naturalismo en la filosofía de Adorno. ¿Es la naturaleza lo único que hay una vez que no jugamos el juego de la identidad total? ¿Se resuelve la dialéctica histórica en la particularidad de lo corpóreo y sensorial? Para precavernos contra estas posibles malinterpretaciones escribimos este apéndice final.
Llamamos “naturalista” a cualquier posición filosófica que, habida cuenta del sometimiento que encierra la primacía de lo espiritual, pretende retrotraerse a un estado de naturaleza plena, donde la negatividad en la génesis de la cultura (la negatividad del pensamiento, del sujeto y de la mediación social objetiva) ya no estuvieran presentes. El naturalismo no logra subvertir el dominio del principio de identidad sino sólo darle una nueva forma en la imagen de la omnipotencia natural. Frente a toda reunificación naturalista, la dialéctica adorniana se mantiene lúcida en su fidelidad a la contradicción. La dialéctica negativa no elimina las oposiciones, sino que trata de dinamizarlas y reconciliarlas como oposiciones, sin aspirar a una superación que las anule.
Sostiene Adorno: “Igualmente falaz es la pregunta por la naturaleza como fundamento absoluto y simple inmediatez frente a sus mediaciones. Desde el momento en que la forma jerárquica del juicio analítico -cuyas premisas deciden de todo contenido ulterior- es la elegida por una tal pregunta para presentar lo que persigue, es inevitable que repita la ofuscación de la que trata de liberarse. Una vez puesta la diferencia entre zései y fysei puede dinamizarla, pero no superarla” (DN, 326). En esta cita están todos los elementos de la crítica al naturalismo. Desarrollémoslos.
Primero, preguntarse por un principio primero, al que reducir todo lo que le sea heterogéneo, es ya pensar en términos de retorno a la identidad. Frente a una contradicción dada, es mitológico buscar reponer una mismidad originaria. Son los sistemas idealistas los que, en su duplicidad interna, aspiran a una tal identidad: “El postulado de esa unidad se encuentra determinado por el presupuesto de la identidad de todo ente con el principio cognoscente” (DN, 29). Reunificar lo separado, anular la diferencia entre naturaleza y espíritu, es instalarse antidialécticamente más allá de toda distinción, anulando toda diferencia. Así, el trasfondo del naturalismo es la ceguera de la identidad, que coincide con la coacción misma del espíritu objetivo.
En segundo término, la oposición entre cultura y naturaleza no puede eliminarse debido a la profundidad con que compone nuestra cultura. Eliminar tal oposición sería deshacerse de la mediación de lo conceptual. Sin esa mediación no cabría ya el elemento de distancia ante los contenidos dados de la experiencia sensible. Pero esa distancia da al lenguaje y la praxis humanos su flexibilidad, que entonces se vería anulada. Retornar a un estado de pura inmediatez natural, donde cada cosa particular no fuera, también, un caso de un concepto que apunta más allá de ella, sería tanto como abandonar el lenguaje. Y no hace falta demostrar lo ridículo de tamaña aspiración. Adorno, por el contrario, elabora la dialéctica como unidad de lo mediato en lo inmediato. Esa unidad se opone tanto a la totalidad de la mediación, principio del espiritualismo, como al inmediatismo nominalista. Concebir que, como ya había querido Hegel, todo es mediato e inmediato a la vez significa conservar el particular como unidad resistente a la totalización y, al mismo tiempo, impugnar todo ingenuo reencuentro unilateral con ese particular.
Como se sigue de lo anterior, el retorno nominalista a la inmediatez no provee un adecuado remedio contra la totalidad del dominio espiritual. Por el contrario, como ya mostramos en el tratamiento del individuo, la conciencia que se fija ingenuamente en lo particular, creyéndolo autónomo y cerrado sobre sí mismo, es precisamente la que regenera con mayor vehemencia el primado de la identidad total. El individuo, dijimos arriba, regenera la hegemonía de lo universal de tres maneras. Primero, en el elemento del pensamiento, en su devenir sujeto pensante, interioriza las estructuras objetivas de la sociabilidad. Es, por tanto, algo mediado en sí por lo que lo sojuzga. Segundo, al concebirse en sí por oposición toda mediación universal, el individuo complementa esa mediación, que funciona justamente a través de oposiciones. Tercero, el individuo se constituye de manera análoga al espíritu objetivado en el impulso a la autoconservación, que se mueve por el retorno a sí mismo. Estas tres formas de dialectización de la individualidad muestran que afirmar simplemente al particular no provee ninguna alternativa contra el totalismo de la identidad. ¿Puede la crítica al individualismo abstracto extrapolarse al naturalismo? En su primera forma, por cierto, no, pues un retorno a la inmediatez frente a la mediación no se interesaría por la introducción del pensamiento en la singularidad del cuerpo. Pero las otras dos formulaciones sí permiten esa ampliación. La mera inmediatez, la particularidad corporal sin mediación, no se salva del sometimiento universal, sino que lo reproduce en la analogía y la complementariedad. Por eso intentar volver a una presunta inmediatez natural previa a la mediación del pensamiento es, una vez que esa mediación llegó a instalarse y calar en los cuerpos, imposible.
Por todo lo anterior, la reconciliación entre cultura y naturaleza no puede concebirse en términos meramente naturalistas, sino en términos dialécticos. El cometido de la historia natural es interpretar el instante en que se entrelazan ambas en su transitoriedad. Con esto volvemos al texto que dio inicio a nuestro trabajo: “La idea de historia natural”. La alegoría, como la interpreta Benjamin, es tomada allí por Adorno como modelo de la articulación entre la mediación histórico-cultural y la inmediatez sensorial.
En “La idea de historia natural” no aparece una referencia puntual a la cuestión de la mediación y lo inmediato. Sin embargo, hay un importante desarrollo del problema del significado y su relación con la alienación histórica. En ese desarrollo aparece la alegoría como eje de la relación entre naturaleza e historia. Recordemos brevemente lo ya dicho. La historia enajenada, el mundo de la mercancía, no es el “mundo inmediato” de la naturaleza (HN, 119), sino el mundo de las cosas creadas por los hombres, atravesadas por su interioridad psíquica, pero perdidas para ellos y vaciadas de esa interioridad. Las cosas enajenadas “ya no son receptáculos naturales de la interioridad desbordante del psiquismo” (HN, 119). La enajenación es, en suma, una pérdida del sentido, un vaciarse las estructuras significativas de la praxis humana. La alienación de la significación histórica se relaciona con el predominio omnímodo de la totalidad espiritual que se realiza mediante los particulares haciendo abstracción de ellos mismos. El calvario de la significación, la historia detenida y muerta, no es otra cosa que la autarquía del espíritu objetivo que se separa brutalmente de los cuerpos que lo sostienen. De otro modo: es el absolutismo de la mediación, la pretensión del espíritu objetivo de poseer el todo, lo que lleva a la violencia sobre la naturaleza y los cuerpos. Luego, es la totalidad contradictoria del espíritu objetivo la que conduce por sí misma a la pérdida del sentido en el terreno de la historia. Como si el elemento propiamente espiritual o propiamente histórico-cultural, el elemento de la mediación de todo lo inmediato, llegara a enajenarse en el exceso de sí mismo, al pretender para sí la totalidad. Y aquí hay que vincular, aunque no identificar, la mediación y el sentido. Coinciden en apuntar a algo interior, que no está dado en lo inmediato del fenómeno. Mediación y sentido se enajenan en su propio contexto, el específicamente histórico, una vez que éste se separa de la naturaleza y la atormenta.
La alegoría permite interpretar la ruina del sentido como suceso histórico-natural. El significado, insistimos, aparece en “La idea de historia natural” cumpliendo un rol similar al de la unidad de mediación e inmediatez en Dialéctica negativa. El problema es la trascendencia de lo sensorial, la cultura como algo más que meramente corporal e inmediato. La alegoría es importante, entonces, porque en su protesta por el dolor del mundo sometido a la violencia espiritual promete una reconciliación entre los trozos rotos de la historia y la naturaleza. “Alegoría quiere decir presentar un concepto mediante elementos sensoriales” (HN, 123). Sin embargo, “la alegoría no es una relación meramente casual, meramente secundaria [entre lo conceptual y lo sensorial]” (HN, 122). La alegoría permite pensar en una unidad, como significándose mutuamente, el elemento sensorial y corporal de la naturaleza torturada y el elemento espiritual o universal del sentido y la mediación. Alegóricamente, “«Significación» quiere decir que los elementos naturaleza e historia no se disuelven uno en otro, sino que al miso tiempo se desgajan y se ensamblan entre sí”. Mediante la alegoría se alcanza una reconciliación, en el plano estético, de historia y naturaleza. Sin embargo, esa reconciliación no lleva a un naturalismo, como tampoco lleva al espiritualismo. Esas posiciones resultan en un primado de lo idéntico, son mitologías de la totalidad. La contradicción dialéctica irreductible, en cambio, se encarna figurativamente en la alegoría. De este modo, la inmediatez de la imagen sensorial y la mediación de la universalidad conceptual remiten la una a la otra en su oposición. La alegoría es la historia natural volcada a la representación estética. Lo que permite comprender la alegoría es la unidad en la oposición del cuerpo y la universalidad social. La historia natural es, en suma, un procedimiento alegórico: entreteje espíritu y naturaleza, mediación e inmediatez, cultura y cuerpo, en una unidad tan indisoluble como imposible. El pensamiento alegórico o histórico natural no es naturalista ni espiritualista, es dialéctico.

1 Adorno, T. W., Dialéctica Negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002.
2 En Adorno, T. W. “La idea de historia natural”, en Actualidad de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1991.
3 Ídem. De ahora en más, citaremos este ensayo indicando entre paréntesis, en el cuerpo del texto, “HN”, seguido del número de página de la edición referida arriba.
4 Adorno, T. W., Dialéctica Negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002., pág 327. De ahora en más citaremos esta obra indicando “DN” y luego el número de pagina.
5 Lukács, Die theorie des Romans¸ Berlin, 1920, citado por Adorno en HN, 121.
6 Adorno, T. W., Dialéctica negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002, pág. 275. De ahora en más citaremos esta obra indicando entre paréntesis “DN” y a continuación el número de página. La cita en el propio texto de Adorno es de Marx - Engels, La sagrada familia, Méjico, 1967.
7 Hegel, G. W. F., Lecciones sobre filosofía de la historia universal, trad. José Gaos, Buenos Aires, Revista de Occidente Argentina, 1946. Tomo 1., pág 69.
8 Hegel, G. W. F., op. cit., pág 24.
9 Que lo objetivo y lo subjetivo se correlacionen no significa que haya inmediatamente una armónica reconciliación entre ambos. La unidad de lo universal es, por el contrario, una unidad antagónica, coactiva, contradictoria.
10 Seguimos aquí al importante artículo de Deborah Cook “Adornos critical materialism” en Philosophy social criticism, 2006. Puede encontrarse el texto en: http://psc.sagepub.com/cgi/content/abstract/32/6/719
11 Y Hegel señaló que el lenguaje porta una universalidad capaz de trascender lo dado a la experiencia. Ver Hegel, G.W.F., Fenomenología del espíritu, trad. cast. de Wenceslao Roces, Méjico, FCE, 2002, págs 64 y 65: “Como un universal enunciamos también lo sensible”.
12 Ver las págs. 7 a 9 de este mismo trabajo.

No hay comentarios: