22.9.09

La política acechada, Ezequiel Pinacchio

La política acechada (o «que otros hagan leña del árbol caído»)
Ezequiel Pinacchio, para "El andén"

El pasado 28 de junio, los ciudadanos argentinos se manifestaron en las urnas. Los resultados son de todos conocidos. Y a menos de un mes, ya estamos en condiciones de señalar como erróneos muchos de los análisis «políticos» que se han hecho en miras de los resultados. Creemos que con un par de citas de los principales referentes de los espacios multi-partidarios ganadores, quedará claro porqué deberían rever seriamente su parecer quienes creen que, ahora sí, «se acabó la soberbia en el país» y que, desde ahora, «la verdadera democracia empieza».
Una de las primeras declaraciones de la demócrata Elisa Carrió, tras saber los resultados fue categórica: «Néstor Kirchner es un muerto político». El dialoguista De Narváez, por su parte - y en otro claro aporte para erradicar la soberbia nacional - consideró enfático, refiriéndose a Daniel Scioli, que «con perdedores no se negocia».
Estas frases, sin embargo, no deberían sorprender a nadie, tomando en cuenta quienes las han pronunciado. Veamos porqué.
Contrato Moral.
No seria descabellado proponer que «Lilita» imagina toda la realidad política según la imagen de Cristo crucificado. En su reinterpretación vernácula del relato bíblico ella estaría, obviamente, en la cruz del medio; mientras que tanto a su derecha como a su izquierda no encontraríamos mas que ladrones.
Con esa misma imagen bíblica, además, la señora se permite deslizamientos interpretativos realmente notables. Para ella, si es el otro quien pierde en una votación entonces «ha muerto»; pero si es ella la que pierde (como casi siempre sucede) en realidad resulta que, heroicamente, «está dando su vida por nosotros». Es decir, por un lado martiriza sus derrotas y las convierte en algo positivo; y por otro dramatiza la de los otros, hasta darlos por muertos.
Muy poco importará que, una y otra vez, el electorado le siga diciendo «¡no, no y no, señora Lilita!». Ella, como Cristo, le dirá a su padre «perdónalos, no saben lo que hacen» y se resucitará políticamente en tres días (o incluso antes, como en el 2007). Reencarnará luego en figuras pseudo-políticas (creadas totalmente ex nihilo, por ella misma) como la de «jefa de la oposición».
Es así, además, como hace otro de sus grandes aportes a la concertación nacional: dividiendo el mundo en dos: oficialismo (= MAL) de un lado, y oposición (= ELLA = BIEN) del otro.
Desde posturas como la carriotista el punto de partida de la «buena» política sería la idílica y edénica eliminación de todo conflicto terrenal, sería el tan mentado y celestial «contrato moral». Pero en este tipo de propuestas hay un pequeño problema: se presupone un inicio absoluto de la política, un punto cero en que todos los ciudadanos se ponen de acuerdo acerca de unos impolutos valores morales que todos habrán de respetar a ultranza para siempre; es decir, se presupone (neciamente) una sociedad totalmente armónica para «recién luego» empezar con la política.
¿Dónde han quedado todos los intereses enfrentados que recorren nuestra nación? ¿Dónde las interminables injusticias sociales, el creciente poder de las corporaciones y las multinacionales, las innumerables diferencias ideológicas, por mencionar una ínfima parte de conflictos que estas propuestas parecen querer desaparecer con un poco de buena voluntad? De eso no nos dice nada. Además, ¿para qué haría falta política en una sociedad sin conflictos?
Dios Mercado.
Mucho se ha insistido en las candidaturas testimoniales y de la utilización de fondos públicos para hacer campaña por parte del oficialismo nacional. Y está bien que se lo haya hecho. Pero casi no se habló del 75% de inasistencias a las sesiones con que De Narváez honra su actual banca. Ni del hecho de que además de descomunal, la inversión de dinero que el victorioso candidato ha sido totalmente ilegal. Y estos silencios no son - aunque quieran parecerlo - silencios inocentes.
El avance de la lógica mercantil (según la cual «absolutamente todo es mercancía»: ya sean objetos, naturaleza, hombres, mujeres, ideas, tiempo…) instala en el sentido común de los ciudadanos la nefasta idea de «cada uno, con su plata, hace lo que quiere». Así, los grandes empresarios ya no sólo operan desde las sombras, decidiendo los rumbos del país; sino que salen a la luz, se presentan a elecciones y las ganan. La «plutocracia» (que no es el gobierno del perro Pluto, sino el de los más ricos) vuelve, victoriosa, a escena.
El cambio en el modus operandi, sin embargo, no debería cimentar la vana ilusión de que los objetivos de los empresarios vayan a cambiar. Al contrario. Sucede que la ya mentada lógica mercantil sigue su avance furioso y ni siquiera el Estado (que quizá podría operar como barrera de contención a su desenfrenada y deshumanizante expansión) se mantiene a salvo de ella.
El Estado pasa a ser PRO-piedad de empresarios, y por ende se configura de acuerdo a criterios empresariales. Y esta lógica, ya lo sabemos, tiene un solo principio y un solo fin: la rentabilidad. Es por eso que «con perdedores no se negocia», porque no es rentable.
Pero si no se negocia, ¿qué se hace con los perdedores? Pues se le impone unilateralmente el parecer del ganador, por supuesto.
Este sería «el diálogo», «el pluralismo», «la concertación» con la que tanto, y tantos, se llenan la boca. Otro dato más para desconfiar del pretendido fin de la soberbia que ahora tanto se festeja.
En fin.
Las prácticas mercantil/empresariales de un De Narváez y el discurso moralista/religioso de una Carrió, ganan poco a poco el espacio de la política. Pero el avance de estas dos lógicas, en realidad, sólo apunta a una cosa: neutralizar la política, volverla absolutamente inútil.
Pretenden convencernos, con discursos pueriles, de que cuando todos nos pongamos de acuerdo en defender y propulsar la justicia, la libertad e igualdad seremos un mejor país. Pero no dicen nada acerca de que los problemas políticos no tienen que ver con cuáles son los valores que elegimos sino con qué entendemos por cada uno de ellos. Todos podemos acordar superficialmente en que queremos «el bien de la nación»; pero cuál es ese bien y cómo se consigue es la verdadera cuestión de fondo. El conflicto del campo, dejó esto en evidencia.
Son las diferencias acerca de qué entendemos por «justo» por «libertad» por «igualdad» por «bien común» la raíz de los conflictos; es allí donde reside la esencia de lo político.
Anular el conflicto es anular la política, es anular la diferencia de la cual ella es producto. Por eso, si prestamos atención veremos que quienes mas hablan de «pluralismo» son quienes menos cabida dan a la posibilidad del conflicto, con lo cual tienen en mente un pluralismo de otros que piensen igual que ellos, nada más.
Terminemos planteando el dilema de fondo: o bien hay otro que puede pensar, querer hacer y ser diferente y queda entonces abierta la posibilidad del conflicto, de la política; o bien todos deben pensar lo mismo y así no habrá ni diferencia, ni conflicto ni política ni nada, y seremos, por fin, un «país normal».

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