11.12.07

La Sabiduría de Sileno (Una lectura del Nacimiento de la tragedia de Nietzsche)

Juan Pablo Parra

0. Aproximaciones

Tal como la describe Nietzsche, la tragedia griega es el resultado conflictivo de un encuentro complejo entre horizontes culturales diferentes. Este resultado, y sus condiciones de posibilidad, lo dionisíaco y lo apolíneo, mantienen entre sí una relación muy particular: si bien no es posible concebir la tragedia griega sin la desmesura dionisíaca por la existencia, ni tampoco es posible comprenderla sin el velo apolíneo de los grandes héroes y heroínas míticos, sin embargo hay en la tragedia una composición de estos elementos constitutivos que los transforma con tal profundidad que ya no es posible considerarlos por separado. Lo dionisíaco en su pureza es o la muerte lisa y llana o la orgía asiática. A su vez, lo apolíneo en su propio registro, se mueve en un derrotero de imágenes oníricas que si bien embellecen la vida y la hacen tolerable, sin embargo, construyen sobre la existencia un velo de ingenuidad que impide su comprensión profunda. La verdad orgiástica por un lado, la belleza de la mesura por el otro.

Pero, ¿Qué hicieron los griegos ante semejante heterogeneidad de horizontes? A los ojos de Nietzsche esta es la pregunta que debemos hacer ante el gran misterio griego. ¿Cómo se relacionaron esas fuerzas? ¿Es exclusivamente en el terreno de la lucha la impronta que adquieren sus relaciones? ¿Cómo se compone cada una de estas fuerzas? Y por lo demás, ¿Cómo se reconocen esas fuerzas? ¿Qué es lo que se reconoce en el fenómeno artístico de la tragedia ática?

Recorrer la génesis del gran misterio griego, tal como fue planteado por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, y la posibilidad de leer en ese misterio una forma de reconocimiento que haga justicia a dicha génesis, será el tema y el camino a recorrer del presente trabajo.


1- Dioniso y Apolo (la heterogeneidad de las fuerzas)

a. El velo de Apolo


La figura de Apolo, y no sólo a los ojos de Nietzsche, siempre estuvo relacionado con la armonía, si se quiere también, con la inocencia de la proporción y el orden griegos. La escultura, la arquitectura y por qué no también, la poesía, sobre todo la épica. La mesura, aún cuando sea artera, como en personajes míticos como el de Odiseo, parece ser la nota distintiva de la sabiduría griega. Incluso en el mismísimo nombre del general griego en la guerra de Troya, se lleva inscripta la marca del dios, Agamenón, meden agan, “nunca demasiado”. Apolo es el dios de la mesura, el dios de la armonía que genera el sosiego tranquilizador de la existencia. Su áurea siempre presente permite la templanza y aquella virtud que con Aristóteles adquirirá estatuto sistemático, la posibilidad de la phrónesis.

Y, sin embargo, esta fulguración en el imaginario griego, lejos de ser una impronta caída del cielo, represente una fuerza que se afirma y se desarrolla en el seno de una intuición soterrada, de una verdad profunda que es necesario superar, o al menos, diferir, canalizar y obstaculizar con todos los medios que sean posibles: el dolor, la muerte, la desproporción de la existencia, y por qué no, el devenir, expresado en el escándalo ontológico del cambio, ese agujero negro en el seno de la permanencia. La postura nietzscheana gira justamente en torno a esta firme convicción: desde tiempos inmemoriales que la cultura griega se enfrentó a la certeza del abismo que circunscribe y caracteriza a la existencia. La figura de un dios antiguo lo confirma, Sileno, antiguo demón de los bosques y acompañante de Dioniso, cuya sapiencia está encriptada, como toda verdad profunda, en una sentencia: “es mejor morir pronto”[1]

Pero el sentido y la profundidad de semejante sentencia -que de hecho está muy lejos de una mera declaración nihilista o de pesimismo vulgar- no se comprende sin reponer al interlocutor de este mensaje de Sileno. En la leyenda, el rey Midas, atrapó a Sileno para descubrir qué era lo mejor y más preferible para el hombre. A lo que Sileno, entre risas estridentes respondió:

“Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿Por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto”[2].

Sileno no hace otra cosa que descubrirle al rey Midas, el misterio de la finitud, la impronta final del azar y la fugacidad intrínseca al mortal. Y la sentencia está dirigida nada más y nada menos que a un rey, la exaltación más propia de la excelencia humana. Por boca de Sileno lo que aparece es el sinsentido, el abismo y la nada. La muerte es el límite de toda excelencia y de toda comprensión que esté al alcance de los mortales, la desfiguración a secas del tejido armonioso de los hombres más excelsos. La carcajada de Sileno aquí es como una estridencia y una disonancia absoluta ante la soberbia del rey.

Y es justamente este trasfondo vacío la raíz profunda del arte apolíneo, su razón de ser y el acontecimiento a velar. Los dioses olímpicos dan cuenta de ello. El olimpo no es otra cosa que una figuración, una aparición bella, con la cual el espíritu griego intentó velar la sentencia de Sileno. Los dioses olímpicos simbolizaban así un bello mundo que permitía a los hombres griegos fijar un velo al vacío de la existencia y justificar así una vida que cuyos límites se les escapaba de las manos.

En este sentido, si la sentencia de Sileno está cargada de una afección embriagadora (Sileno prorrumpe su sentencia terrible entre carcajadas estridentes), lo que caracterizará a lo apolíneo, será el orden de lo onírico. El sueño es el estado donde todas las imágenes están ordenadas de modo tal, que todo ocurre de modo necesario. Cada imagen está donde tiene que estar, su encadenamiento no deja a lugar a la más mínima fisura. En el sueño se produce una suspensión total de los apremios típicos de la vigilia y se yergue en él un conjunto de imágenes, visiones según Nietzsche, que provocan una afección placentera tal que el durmiente no puede más que desear seguir durmiendo. Incluso las visiones más horrorosas cumplen en el sueño un lugar específico, y las imágenes más delirantes o, mejor aún, los enlaces más caprichosos entre las imágenes permanecen como siendo tejidas por una necesidad inquebrantable.

La epopeya homérica parece ser la muestra más cabal del arte apolíneo, en ella los héroes míticos están en una especie de mundo intermedio donde todo ocurre para la glorificación de los personajes, donde la excelencia ética de los hombres es el objetivo primigenio. En fin, la exaltación de la individualidad es la nota característica de la epopeya y Aquiles su visión definitiva. El poeta de hecho no hace otra cosa que cantar las proezas de sus héroes y la muerte emerge como el gran enemigo de los héroes. A tal punto que la máxima que rige a la épica consiste en afirmar que siempre es deseable la vida, aún siendo un jornalero, que es preferible ser un esclavo al servicio de otro hombre que morir[3]. Tal como ocurre en el sueño, el arte apolíneo genera un estado ilusorio placentero del que nadie quiera salir jamás. Y éste será el registro preciso del arte apolíneo: la creación de ilusiones que hagan tolerable y justificable la existencia, aún con el riesgo de quedar presos de esa ilusión.


b. La embriaguez de Dioniso

Si lo apolíneo está definido por la mesura, la ilusión y el sueño, lo dionisíaco emergerá como el elemento de disrupción de aquella ilusión. En el apartado anterior habíamos visto como lo apolíneo establecía un velo de imágenes bellas para diferir por todos los medios que fueran necesarios aquel trasfondo abismal de la existencia. Lo dionisíaco por el contrario consiste en enfrentar y dar cuenta efectiva de ese trasfondo doloroso. Lo propio de lo dionisíaco según Nietzsche radica en la intuición desbordante de unidad de toda la naturaleza. Si los dioses olímpicos eran los que mejor reflejaban el velo apolíneo, serán los titanes los que mejor revelen el trasfondo dionisíaco.

Por lo demás, lo dionisíaco es un estado, y si se lo que quiere describir de alguna manera, la mejor analogía hay que establecerla con el estado de embriaguez. Ya no se trata de la ilusión de la imagen, sino de la embriaguez del alma al tomar contacto con el trasfondo de la existencia. El estado dionisíaco transmuta a la persona a fin de que vivencie la anulación total de la individualidad, lo trastoca en una vivencia inconsciente absoluta donde lo que opera es la aniquilación de la dualidad hombre-naturaleza. Los límites del mundo desparecen para dar lugar a un mero flujo, pura devenir vital, la naturaleza hablando por sí misma en el movimiento absoluto de sí misma.
Pero tal vez, el elemento que destaca Nietzsche en la embriaguez dionisíaca, tiene que ver con que la experiencia de lo dionisíaco es una vivencia de la verdad de la existencia, de aquella sentencia profunda y terrible del demón Sileno: “para ti es mejor morir”. La fugacidad, el movimiento, la transformación y la transmutación son el entramado profundo de la vida. El embriagado por dioniso descubre la finitud del individuo y el triunfo de la vida como flujo no individuado. De hecho, la experiencia de lo dionisíaco, es una experiencia que rodea y tienta a la locura y a la muerte. Esos son los límites de lo dionisíaco, el umbral imposible de trascender: el abismo, la locura y la muerte. Si el límite fundamental de Apolo era la verdad, aquello que necesariamente debía diferir mediante el arte, el límite de lo dionisíaco es la existencia misma, el conocimiento de la verdad sin mediaciones, objetivo del registro dionisíaco, termina en la aniquilación y la locura.

Sueño-embriaguez, conciencia-inconsciencia, individuo-flujo, belleza-verdad dibujan dos modos de existencia que difieren en origen, registro y finalidad. En términos del mismo Nietzsche: fuerzas diversas que en la mayor parte del tiempo marchan paralelas salvo en rarísimas excepciones[4].


2. La diferencia (el devenir de las fuerzas)

Fuerzas diversas, actitudes disímiles, otredades cabales, y sin embargo ni lo dionisíaco ni lo apolíneo son esencias acabadas, cerradas en su identidad. Ambas fuerzas no existen más que en el mundo, se definen como diversidades solo en tanto son actitudes que se realizan en la historia. Sus especificidades no preexisten en ningún cielo eidético, lo apolíneo señala tan solo un cúmulo de actitudes reflejadas en el arte, la cultura y la política con las que los griegos enfrentaron la existencia. Sus rasgos característicos son los que el devenir de la cultura griega les ha prodigado.

Lo mismo ocurre con lo dionisíaco, su registro no es más que el resultado de las distintas configuraciones que ha tomado a lo largo de la cultura griega. Titanomaquia en un comienzo, los titanes revelándose ante los dioses, poesía lírica después, con Arquíloco como aquel poeta que señala los límites de la poesía homérica –su ingenuidad ilusoria-, y tragedia más tarde.

“ Hasta aquí he venido desarrollando ampliamente la observación hecha por mi al comienzo de este tratado: cómo lo dionisíaco y lo apolíneo, dando luz a criaturas siempre nuevas, e intensificándose mutuamente, dominaron el ser helénico: cómo de la edad de acero, con sus titanomaquias y su ruda filosofía popular, surgió, bajo la soberanía del instinto apolíneo de belleza, el mundo homérico, cómo esa magnificencia “ingenua” volvió a ser engullida por la invasora corriente de lo dionisíaco, cómo frente a este nuevo poder lo apolíneo se eleva a la rígida majestad del arte dórico y de la contemplación dórica del mundo”.[5]

El mundo helénico en su totalidad, en su devenir histórico, no es más que las distintas interacciones entre los dos instintos: el dionisíaco y el apolíneo. Desde un primer momento, a lo dionisíaco reflejado en las titanomaquias, el sacrilegio de Prometeo y el ataque al orden natural con el mito de Edipo, lo apolíneo responde con la creación de ese gran mundo ilusorio que es la épica de Homero. Belleza y velo suplantan la impronta de los titanes. Pero nuevamente, en medio del imperio de la belleza, Arquíloco denuncia y renueva las aguas de Dioniso, sancionando la falta de verdad del arte homérico, esa especie de ingenuidad ensoñadora. Ahora, las profundidades del abismo se expresan en la poesía donde dolor y placer son las constantes contradictorias de la inspiración poética. Nada de la armonía queda en pie, el desgarramiento y el flujo violento de la vida son el elemento artístico, la verdad ahora intenta ser cantada en toda su furia. El movimiento final de la lucha estriba en un nuevo movimiento apolíneo, ahora llevado mucho más allá de las cuestiones artísticas: lo que se opone a la desmesura es toda una organización política, el Estado Dórico, el arte de la escultura (pura visión bella) y la consolidación de las grandes individualidades con sus dos goznes sentenciosos bien precisos: nunca demasiado y conócete a ti mismo. Lo dionisíaco pasa así a la barbarie, a la desmesura de un pasado superado al que no se quiere mencionar siquiera como marca superada: la edad de los titanes.


a. Arquíloco y la poesía lírica, la aparición de la música.

Si hasta el siglo VIII, lo dionisíaco en Grecia había estado reflejado en la mitología, con el sacrilegio de Prometeo y la rebelión de los titanes, el incesto y la inversión del orden natural en el mito de Edipo, con Arquíloco (siglo VII), lo dionisíaco adquirirá también un estatuto artístico. Tanto para la filología contemporánea a Nietzsche, como para algunos docentes de nuestros cursos clásicos actuales en La Facultad de Filosofía y Letras, Arquíloco estaba representado como el poeta subjetivo, frente a la poesía objetiva de Homero. Sin embargo, Nietzsche da cuenta de otro modo de acercarnos al gesto poético de la lírica. En efecto, Arquíloco habla en primera persona, en sus poesía canta sus desvelos, pasiones y placeres. En este sentido, la diferencia con respecto a Homero es clara. Pero Nietzsche afirma que este yo que aparece una y otra vez en Arquíloco, no refiere a la persona del poeta, sino que sería una mera imagen resultante del sentimiento puro inconciente a partir del cual el poeta crea. Para explicar semejante paradoja, Nietzsche apela a las descripciones que hace Schiller acerca del proceso del poetizar. Según transcribe Nietzsche, Schiller sostiene que el estado previo a la concepción de sus poemas no era para nada un estado ordenado de imágenes conscientes encadenadas lógicamente. Lejos de eso, Schiller afirma que el estado previo a la concepción artística se asemeja a un estado de ánimo musical. Cito a Schiller tal como aparece citado en El nacimiento de la tragedia:

“El sentimiento carece en mi, al principio, de un objeto determinado y claro; este no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue después en mí la idea poética”
[6]

Con esta matriz de interpretación, en la poesía lírica, el poeta se encuentra primero en un cierto estado donde lo único que hay es un sentimiento inconciente y a-conceptual/no figurativo, a partir del cual la idea poética no es más que la objetivación de ese estado. Su reflejo ahora sí en imágenes y palabras. Este estado de sentimiento puro y musical es, según Nietzsche, la vivencia de lo dionisíaco, el acercamiento vital al trasfondo existencial, donde lo real es no individuado.

De ahí que, entonces, los poemas tengan esa doble matriz, dolorosos y placenteros a la vez, angustiantes y bellos en un mismo giro. Si los poemas del poeta lírico no son más que la objetivación en imágenes y palabras de un estado puro musical y a-conceptual, lo mismo hay que decir del yo poético de Arquíloco: ya no se trata de las pasiones y placeres del poeta en tanto individuo, sino de la proyección en una imagen que resulta del hundimiento total del individuo en un estado musical puro. Ya no se trata de ver a Arquíloco en este yo poético, sino al mismo Dioniso transfigurado. Ya no son las pasiones y tristezas del poeta sino las pasiones y tristezas que resultan del contacto directo con lo dionisíaco. El yo aquí aparece como la resultante de un proceso anterior, a-conceptual e inconsciente.

Con este giro, la música deja de ser el instrumento de comunicación de un poeta para ser la expresión de algo universal, de lo universal. La poesía lírica es justamente la conjunción esencial entre la música y la palabra. Arte y verdad por primera vez se tocan unidos por la mediación musical.

Pero lo más interesante para nosotros en este punto son las innovaciones que la lírica aporta a lo dionisíaco. Hasta Arquíloco, lo dionisíaco estaba reflejado en lo titánico, lo desmesurado puro y el devenir absoluto. Ya habíamos visto también como este contacto directo con el trasfondo existencial llevaba aparejada la muerte y la destrucción. Pero con la poesía lírica, lo dionisíaco alcanza un nuevo estatuto, la música es ahora la vía de acceso a Dioniso y el poema la posibilidad de la descarga artística. Dioniso ha capitalizado tanto el castigo de los titanes como el velo de la imagen en la poesía de Homero. Su estatus ya no es meramente el de la verdad sino también el de la existencia, el de la vida, es decir, el de la conservación de la vida. La imagen y el concepto, instrumentos propios de Apolo le permiten resistir a la autoaniquilación y quizá por primera vez, hablar sin dejar la vida en ello.

En este sentido, la poesía lírica es ya un primer germen de la tragedia. La diferencia ahora entre lo dionisíaco y lo apolíneo se hace más compleja, el encuentro entre ambos, sus afirmaciones y sus re-intervenciones, los hacen distintos. La diferencia se ahonda al interior de ellos mismos y paradójicamente cuanto más se acercan en la batalla más elementos diferenciales surgen. Así, Dioniso se espacializa en el arte y difiere, deja para después, mediante la intervención de las imágenes, a la permanencia en lo verdadero.

Para ilustrar esta interacción entre las distintas fuerzas que producen la diferencia, tal vez nos sea pertinente reponer el concepto del juego que utiliza Derrida. En primer lugar las diferencias se producen, es decir, no pre-existen. El juego en Derrida, tal como lo retoma de Saussure[7], es aquella configuración de fuerzas donde cada elemento del juego se define por diferir, por diferenciarse del resto. No hay ninguna esencia, nota esencial, atributo esencial, que defina a sus componentes más que por diferenciarse del resto de los componentes del juego. Es más, el juego mismo y sus reglas no son más que las múltiples figuras que arman los distintos componentes entre sí. Podríamos decir que el juego no es más que el movimiento que produce las diferencias y donde estas diferencias adquieren significado, tan sólo como elementos diferentes del resto. En este sentido, lo dionisíaco y lo apolíneo, como fuerzas divergentes, solo se comprenden por diferir uno del otro en un juego, donde cada movida modifica al otro, de modo tal que, a su vez, se modifican a sí mismos. Primero en el juego mitológico, lo titánico frente a lo olímpico, en el juego del arte después, la poesía de Homero frente a la poesía lírica, los horizontes culturales nunca están aislados uno del otro, sino que sólo adquieren sentido en el juego cultural que los relaciona y los diferencia.

“Por otra parte estas diferencias son en sí mismas efectos. No han caído del cielo ya listas; no están más inscritas en un topos noetos que prescritas en la cera del cerebro. Si la palabra “historia” no comportara en sí misma el motivo de una represión final de la diferencia, se podría decir que únicamente las diferencias pueden ser de entrada y totalmente “históricas”… Las diferencias se han producido, son efectos, pero efectos que no tienen como causa un sujeto o una sustancia, una cosa en general, un ente presente en alguna parte y que escapa al juego de las diferencia”[8]

En fin, tanto lo dionisíaco como lo apolíneo no son fuerzas u horizontes culturales (o artísticos como dice Nietzsche) sólidos, cerrados, macizos en su especificidad, sino que por el contrario, están en constante movimiento, redefiniendo sus límites y alcances en virtud de las nuevos fenómenos con los cuales se encuentran.


3. Lo trágico (la transfiguración de Dioniso y Apolo)


Pero si ya la poesía lírica manifestaba esa doble valencia típica que después va a definir a la tragedia: verdad y belleza. ¿Por qué no asignar a la poesía lírica como el lugar primordial donde se asienta el gran misterio griego? La respuesta negativa obedece a dos motivos: en primer lugar, porque a esta nueva fulguración de Dioniso le seguirá una nueva respuesta de Apolo, pero ahora con una violencia tal que su influjo teñirá prácticamente todas las dimensiones de la vida en Grecia. Esta embestida de Apolo terminará en la fundación del Estado dórico, sus preceptos de mesura e individuación proclamados en la sentencia délfica “conócete a ti mismo” recorrerá prácticamente cada instancia de producción vital en la Hélade. Un segundo motivo reposa sobre un criterio artístico, de potencia de expresión si se quiere. Arquíloco había logrado expresar lo universal, había otorgado una vía de acceso a ése universal (un método para alcanzar ése universal), y había logrado diferir la muerte en esa aventura. Pero el problema es que todavía, la visión del poeta, las imágenes que resultaban del estado poético, recaían todavía sobre lo individual. El objeto de esa inspiración poética, al recaer sobre un yo poético, no lograba despegarse del todo de la exaltación del individuo. La figura del poeta iniciado reemplazaba al gran héroe épico y reintroducía así el velo de la apariencia. La limitación de la lírica consistía en que la experiencia de lo universal quedaba así replegada a la exaltación de la figura grandiosa del poeta. Todavía era posible una salvación individual.

La tragedia es la producción artística que viene a saldar estas dos limitaciones en Grecia. En primer lugar, el coro trágico, núcleo de lo trágico a los ojos de Nietzsche, posee la doble característica de ser un coro de transformados, un coro de sátiros transformados por el delirio báquico, dionisíaco, el estado musical puro del que hablaba Schiller; y por otra parte, además, en cuanto a la expresión que surge de ese estado, las imágenes y la escenificación de toda la trama, reflejan un conjunto de símbolos (héroes míticos, dioses, adivinos, etc.) que son la expresión del sentimiento inconsciente. Lo que ocurre en el escenario, la trama, es la objetivación en imágenes de la inspiración musical del coro. El afluente inconsciente del coro es la fuerza de lo que ocurre arriba del escenario. Con lo cual, esta objetivación del sentimiento ya no recae sobre el yo poético, sino que expresa una visión que se evade del plano del yo individual del poeta.

En segundo lugar, la aparición de la tragedia opera en el seno de aquella lucha entre las fuerzas que había terminado con la instauración del Estado Dórico. La situación en este punto era tal que un nuevo enfrentamiento hubiera significado la dislocación total de la cultura griega en su conjunto. Tan sólo con el antecedente de Arquíloco y con la poesía homérica, la cultura griega se atreve a superar sus propios límites. El problema radica en que ya no es posible una convivencia pacífica entre sus dos vertientes fundamentales, ni el puro arte alcanza ya a frenar el impulso por lo verdadero, ni la verdad dionisíaca alcanza su cometido. Es en este punto que la cultura griega opera una transformación profunda de sí misma, combina en sí estos ámbitos y se transmuta de forma tal que el juego que se instaura en ella es totalmente distinto. El coro con su inspiración dionisíaca y el escenario como la objetivación en imágenes bellas, junto con la trama, expresan el destino funesto de la individuación, la inevitabilidad del imperio del devenir, y la imposibilidad de controlar el flujo de la vida (los casos más significativos son Edipo Rey, de Sófocles y Prometeo de Ésquilo).

Pero al mismo tiempo, también, la escenificación del abismo existencial, con su despliegue artístico, permite una justificación estética de la existencia que no era posible de lograr por ninguno de los horizontes anteriores. Se produce lo que Nietzsche llama el consuelo metafísico, que consiste en mirar de cerca el devenir, la finitud, el carácter incontrolable de la naturaleza y hacer algo con eso de modo tal que la existencia sea algo digno de ser vivido. El arte salva a Dioniso de su autodestrucción. Verdad y belleza se unen de modo tal que Grecia se permite hacer un arte que ya no encubre el abismo, ni un conocimiento que redunda en la muerte y la aniquilación. Nietzsche utiliza un mito muy hermoso para describir semejante situación: la recomposición del cuerpo de Dioniso por Apolo, luego de ser descuartizado por los titanes. Si muchas culturas exhiben el trasfondo dionisíaco de la existencia[9], según Nietzsche Asia las reflejaba en sus orgías religiosas, el mérito griego consiste haber hecho con ese abismo, con el des-fundamento, con el sinsentido de la existencia, un arte de la vida, una praxis común capaz de producir una ficción tal que hace de esa existencia un velo entusiasta.


4. La otra cultura y el conocimiento


Seraph: Muy bien…La pitonisa tiene muchos enemigos, tenía que estar seguro.
Neo: ¿De qué?
Seraph: De que eras el elegido.
Neo: Me podías haber preguntado.
Seraph: No. Uno no conoce a alguien hasta que pelea con él.

Matrix Reloaded




Dijimos hasta aquí que las fuerzas que componen la tragedia, a los ojos de Nietzsche, son componentes heterogéneos, profundamente diferenciales entre sí. Pero también expusimos cómo esas fuerzas divergentes no respondían a un estatuto cerrado, compacto, sino que, por el contrario, cada una construía su registro en relación a la otra, cambiando y enriqueciendo sus propios horizontes. Heterogeneidad de las fuerzas entre sí y diferencias respecto de sí mismas, son el carácter que adquieren lo dionisíaco y lo apolíneo en el análisis nietzscheano. Este estatuto de la diferencia es de hecho toda una apuesta en torno a las relaciones interculturales. O al menos ya nos dicen algo en torno a las relaciones con la heterogeneidad cultural (horizontes culturales disímiles se podría afirmar también). Pero qué tipo de relación encarnan estas diferencias culturales entre sí. Y, es que hay un reconocimiento de una por la otra y viceversa, al mismo tiempo que hay también un conocimiento entre ellas. Pero cómo se reconocen, cómo se ven a sí mismas y cómo ven al otro. Cómo es posible el conocimiento entre ellas.

El hecho de que la subjetividad propia se funda en relación con el otro, es una afirmación en la que caben las posturas filosóficas más heterogéneas. Desde Levinas a Taylor, pasando por Rodolfo Kusch, aparecen afirmaciones de este tipo, y sin embargo, ¿Qué relación con el otro cultural le corresponde y le hace justicia al análisis Nietzscheano? ¿Qué tipo de reconocimiento emerge de la relación conflictiva entre lo dionisíaco y lo apolíneo?


Levinas y la alteridad absoluta
(O el mandato divino)


Podríamos comenzar mencionando la postura levinasiana respecto de la constitución de la subjetividad. Levinas cifra el análisis de la propia subjetividad a partir del mandato del otro, de un llamado que tiene por nota esencial, limitar y diferir la síntesis del yo en virtud del llamado del otro. En lugar de armar el circuito de la mismidad, realizar su propio espacio, la subjetividad desplaza esa impronta y se dirige de lleno a una tendencia total hacia el otro.

“se trata de la no prioridad del Mismo, y a través de todas sus limitaciones, del fin de la actualidad, como si lo intempestivo viniera a desarreglar las concordancias de la re-presentación. Como si una extraña debilidad sacudiera con escalofríos y estremeciera la presencia o el ser en acto. Pasividad más pasiva que la pasividad unida al acto, la cual aspira aún al acto de todas sus potencias. Inversión de la síntesis en paciencia y del discurso en voz de “sutil silencio” haciendo señas a los Otros, al prójimo, es decir, a lo innenglobable”[10].

Es a partir de ese llamado, de ese mandato que el otro me hace que el yo adquiere su impronta específica. El yo y su constitución son ahora momentos de una praxis más que dilemas propios de la ontología. Pero la emergencia del otro, el estatuto específico de la alteridad, radica en la infinitud, el otro es un absoluto. Y, como todo absoluto, está ab-suelto de relaciones sociales. Dicho mal y pronto, el otro no es una cuestión de hecho, el otro no se da en el mundo. La alteridad no es más que este llamado que fuga del mundo y que posee sentido por sí mismo –significación sin contexto-[11]. Si el otro así explicitado es infinitud, absoluta alteridad, entonces es también la exterioridad absoluta, aquello que nunca se da en el mundo. Mandato y exterioridad cifran la alteridad en Levinas.

“Desinterés de la bondad: el otro en su llamada -que es un mandamiento-, el otro como rostro, el otro que “tiene que ver conmigo” incluso cuando no me mira, el otro como prójimo siempre extranjero: la bondad como trascendencia”[12].

La alteridad entre lo dionisíaco y lo apolíneo es una relación entre diferencias abiertas y en fuga, sí, pero que encuentran su configuración y su contacto en el mundo. Su relación con la alteridad no es más que las distintas configuraciones que el otro adquiere en el mundo. Es más, vimos, en apartados anteriores, que las diferencias no son más que el resultado del juego entre alteridades que se realizan y aparecen en el juego mismo. Ni lo dionisíaco ni lo apolíneo son exteriores al juego mismo de la diferencia. Ni interioridad ni exterioridad, las fuerzas que constituyen a la tragedia no son más que la diferencia entre uno y otro en su relación mundana.

Kusch y el gozne universal de las culturas
(O la mistificación de América)


Tal vez el análisis de Rodolfo Kusch en América Profunda se acerque con un poco más de precisión al análisis Nietzscheano. En Kusch, las alteridades no son absolutas, nunca están desprendidas de relaciones con otras culturas. Justamente va a ser esa imposibilidad de recortar una cultura de las otras lo que hará posible establecer una dialéctica entre lo americano y lo europeo tal como aparece en América Profunda. Una dialéctica que posee dos facetas: una metodológica, que consiste en que sólo en posible conocer otra cultura vivenciando sus propios horizontes culturales, es decir, posicionándose desde dentro de la cultura en cuestión. Así, retomando la metodología estructuralista[13], es el objeto el que guía el método, y la investigación, junto con su exposición deben reflejar en la forma misma del trabajo, el modo de existir del objeto. Sólo en la relación efectiva con la alteridad, será posible un conocimiento y un reconocimiento del otro. La praxis conjunta es la que hace efectiva la posibilidad de conocer y reconocer el estatuto preciso que adquiere la otra cultura, al tiempo que en la forma en que el investigador explicita su análisis, se evidencia el carácter modificado del investigador luego del contacto con el otro.

Pero la dialéctica o simulacro de ella[14] posee otra faceta, ahora ontológica, dimensión ésta que funda y hace posible la dimensión metodológica: el horizonte del “hedor”, el trasfondo ontológico-existencial propio de cada cultura. Este horizonte del hedor, que radica en la categoría del estar, refleja la dimensión última de toda cultura, aquello sobre lo cual toda cultura se monta, ya sea para dar cuenta de ello explícitamente, ya sea para negarlo y dejarlo como una marca del pasado mítico. Esta negación, con la que, según Kusch, se identifica el ideal de lo citadino, de lo propio de las urbes occidentales, origina un cierto resabio incómodo en el pasado inconfesable de la cultura occidental. Este resabio arcaizante es lo que provoca el rechazo de toda otra cultura, a instancias de que el contacto con el otro cultural redunde en una re-actualización de ese pasado ahora superado. Lo americano, al convivir más o menos conflictivamente con esa dimensión originaria de la existencia, estar en el mundo y en la naturaleza, más que dominarla, daría cuenta de un modo de relación con el mundo que la opondría al gesto típicamente occidental: dominio de la naturaleza y ahogo de esta dimensión originaria de las culturas. Desde este punto de vista, entonces, si es posible una relación con otra cultura y si es posible que las distintas culturas estén en relación, es justamente porque comparten un elemento esencial, un trasfondo universal que atraviesa a todas las culturas y que permite la posibilidad de la comunicación. El horizonte del estar sería el gozne universal/esencial que dotaría a todas las culturas de un elemento común y que aseguraría al mismo tiempo su comunicación inevitablemente. Si hay culturas diferentes es tan sólo por cómo han reaccionado o qué han hecho frente a ese flujo esencial universalmente presente en todas las culturas.

“En el Cuzco nos sentimos desenmascarados, no solo porque advertimos ese miedo en el mismo indio, sino porque llevamos adentro, muy escondido, eso mismo que lleva el indio. Es el miedo que está antes de la división entre pulcritud y hedor, en ese punto donde se da el hedor original o sea esa condición de estar sumergidos en el mundo y tener miedo de perder las pocas cosas que tenemos, ya se llamen ciudad, policía o próceres”[15].

Es aquí justamente donde el análisis de Kusch presenta un esencialismo que excede por completo el la perspectiva nietzscheana. Lo dionisíaco no es más originario que el ideal de belleza de Apolo. El ideal de la verdad no sobrevive sin la construcción de velos sobre lo verdadero. Así, lo verdadero, la verdad dionisíaca se trasforma en una dimensión inasignable, imposible siquiera de mencionar. Hay una verdad sí, en lo dionisíaco, pero justamente consiste en la constatación terrible y placentera al mismo tiempo, de la imposibilidad de conocerla. El peligro de Kusch parece consistir en asignarle un lugar y un sitio preciso a la verdad, América. Se corre el riesgo de poner a América en lo verdadero. La dialéctica que presenta Kusch incluso parece establecer una prerrotagativa de síntesis no menos esencialista: la fagocitación de lo europeo por lo americano:

“Se trata de la absorción de las buenas cosas de Occidente, como a modo de equilibrio o reintegración de lo humano en estas tierras”[16].

Y ya conocemos cómo concluyen las afirmaciones que designan algo como el lugar privilegiado de la verdad. Tan sólo por mencionar un ejemplo tristemente célebre al respecto en el ámbito de la filosofía: Heidegger al situar a Alemania en lo verdadero. El giro de la Kehre en Heidegger no es más que la desesperada confirmación de los costos humanos que conlleva asignar el lugar de la verdad[17].



Taylor, reconocimiento y la fusión de horizontes
(O como el otro deviene minoría cultural)



Con el problema cultural Canadiense, Taylor se enfrenta con una idea de alteridad, eminentemente histórica y altamente conflictiva. El otro jamás está absuelto, ni comparte un trasfondo existencial común. O, en todo caso, aquella ligazón entre culturas responde a la idea moderna de dignidad. El otro cultural es otro radical, con sus especificidades y registros particularísimos. Por otra parte, el punto de vista político y cultural del que parte Taylor también es claro, tiene su propio horizonte y, desde su perspectiva, no hay neutralidad posible a la hora de relacionarse con la alteridad cultural. Taylor parte del liberalismo y afirma que tal perspectiva filosófica y política no comparta la más mínima neutralidad: el liberalismo es la expresión política de una cultura particular, y como tal es un credo militante[18]. Por lo tanto la relación con las otredades culturales son relaciones entre particularismos bien definidos entre los cuáles no hay la más mera posibilidad de fijar parámetros universales que resulten transversales a los distintos afluentes particulares. Es decir, no hay posibilidad de salirse por fuera del contexto relacional.

Frente a esta perspectiva lo que resta es apelar al reconocimiento. Problema que, de acuerdo con Taylor, se encuentra en el meollo de las relaciones interculturales: lo que cada cultura reclama es que se la reconozca como afluente cultural con igual dignidad que el resto. Y la cuestión, eminentemente política la resume el autor en las siguientes líneas:

“la dificultad surge del hecho de que hay una cantidad considerable de personas que son ciudadanos y que también pertenecen a la cultura que pone en entredicho nuestras fronteras filosóficas. El desafío consiste en enfrentarse a su sentido de marginación sin comprometer nuestros principios políticos fundamentales.”[19]

Es decir, el otro cultural, emerge como otro cultural minoritario, sobre el cual se deben establecer relaciones de reconocimiento y diálogo. Reconocimiento de su dignidad de diferencia cultural y al mismo tiempo, relaciones de diálogo que impidan la cerrazón cultural (que redunda en la marginación) y la modificación de los propios patrones culturales. En cuanto a las alternativas de diálogo, Taylor propone dos posibilidades: en primer lugar, de conocimiento. Los estudios comparados, retomando de idea Gadameriana de fusión de horizontes hemenéuticos. Se trata de ir avanzando en el conocimiento del otro a fin de incorporar ciertos elementos valorables de las otras culturas y en un mismo movimiento ir alterando los propios prismas culturales. Una segunda posibilidad radica en la cesión de espacios educativos a aquellas culturas cuyas especificidades no son los de la cultura hegemónica. Por ej.: ceder horas de clase a la enseñanza de aquellas lenguas no oficiales. En fin, conocimiento y espacios de injerencia educativos van a configurar las alternativas del trato con el otro.

Es en este punto donde la relación con el otro se hace casi infinitamente compleja. Cuando el otro deviene cultura minoritaria, y las alternativas de un trato con ella son meramente de conocimiento comparado y de cesión de espacios, es que la posibilidad de una verdadera relación intercultural resulta poca más que algo ficticio. Una relación con el otro, así entendida, es como mucho una idea regulativa, algo a lo que se tiende tentativamente, pero cuya actualización se nos vuelve casi tan difícil como captar la cosa en sí kantiana[20]. Si el punto de vista del que se parte es que la relación con el otro no puede alterar mis rasgos culturales fundamentales, cualquier praxis común resulta imposible, como muestra la gestión estatal de Québec en torno a la enseñanza de idiomas. El conocimiento herméutico y la incorporación de horas de clase en relación a una cultura, más que permitir una relación con el otro, instauran y legitiman una gestión estatal de la diferencia.

Las culturas agonales

No parece que hayamos avanzado demasiado con estas posturas. Mandato, esencialismo o gestión parecen correr por cauces demasiado alejados de la propuesta Nietzscheana.

Y es que la tragedia griega, por el contrario, es el resultado de una praxis común entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Es el resultado complejo de una relación conflictiva entre componentes diversos. Componentes diversos que siempre estuvieron en relación. Sin esencia común es cierto, pero sin ser tampoco, más que sus luchas conflictivas. Alteridades cabales pero que se realizan en el mundo. Diferencias plenas pero que dan lugar a un fenómeno común. Relaciones de lucha y praxis común entonces, son los elementos que definen la relación entre estos dos afluentes culturales disímiles.

Por lo demás, el conocimiento entre las distintas fuerzas emerge justamente de su relación. Es en la lucha donde cada fuerza conoce el registro y los alcances de la otra, a tal punto de que en cada nuevo florecimiento o embestida, cada fuerza expone los elementos que ha capitalizado del otro, cada nuevo registro que ha sido necesario desarrollar para atreverse a un nuevo ataque. Finalmente, el máximo nivel de saber uno del otro opera con la llegada de lo trágico, donde directamente las dos fuerzas alcanzan el máximo nivel de su registro hasta transmutarse completamente.

¿En qué consiste el gran misterio Griego entonces? Consiste en haber fusionado, mediante la praxis común, a dos afluentes culturales eminentemente distintos. La tragedia griega es un compuesto de fuerzas heterogéneas que dan lugar a un fenómeno totalmente nuevo. El él lo apolíneo se trasmuta hacia un arte verdadero y lo dionisíaco se transforma en velo. La tragedia griega es, en este sentido una nueva configuración de las fuerzas, un juego completamente distinto, a tal punto de que no se la puede llamar ni dionisíaca ni apolínea. En términos culturales, la tragedia es una transformación profunda de la Grecia Dórica.

Relaciones de lucha entre fuerzas distintas y conocimiento mutuo en una praxis común conflictiva, son las improntas que nos deja la tragedia y su génesis como marca de la relación con el otro y con lo otro.

5. Una nueva configuración de las fuerzas


De cualquier modo nos quedan algunas cosas por plantear. Si lo trágico no es más que la fusión conflictiva entre fuerzas que se oponen, diferencias que luego se funden en un resultado común, por qué no considerarla como la síntesis de un proceso dialéctico. Hay dos motivos que nos impelen hacia una respuesta negativa:

En primer lugar, la relación de negatividad no es la fundamental entre las fuerzas dionisíacas y apolíneas. Cada una afirma en primer lugar su registro, instaura su propio movimiento, y afirma su diferencia. Si cada una se define en relación a la otra, es en virtud de las diferencias que implican sus movimientos. La belleza no se opone por esencia a la verdad. La verdad tampoco es lo opuesto a la belleza. Si en algún momento se puede hablar de oposición entre la fuerzas –y por momentos Nietzsche así lo hace- es tan sólo por el juego que instauran sus afirmaciones. Digámoslo de una vez por todas: La belleza podría correr su propio cauce sin gran escándalo ontológico, lo mismo en torno a la verdad. La poesía de Homero hubiera sido el único arte griego, la orgía dionisíaca, su redención religiosa. En este sentido Nietzsche señala muchas culturas donde los instintos van bien separados: India y Roma, son dos culturas en las cuáles han prevalecido tan sólo alguno de los instintos. En Roma, el ideal de Apolo, el estado y la individuación absolutas, César deificado. En la india, el budismo tomando la perspectiva de la anulación total de la voluntad como antídoto a la individuación.

“Situados entre India y Roma, y empujados hacia una elección tentadora, los griegos consiguieron inventar con clásica pureza una tercera forma, de la cual no usaron, ciertamente, largo tiempo, pero que, justo por ello, está destinada a la inmortalidad”
[21].

Si las fuerzas alcanzan una oposición, si resultan negaciones una de la otra, es tan solo en sentido secundario: sólo porque lo dionisíaco busca la verdad es que el velo apolíneo debe ser negado. Algo parecido vimos con Arquíloco, si el arte homérico era cuestionado, es tan sólo porque el registro artístico de la poesía de homero desviaba o imposibilitaba la potencia expresiva que Arquíloco buscaba. Para Arquíloco la pura belleza por sí misma no alcanzaba la suficiente potencia expresiva, no alcanzaba el núcleo de la inspiración artística. Y aún más, la verdadera belleza nunca se alcanza si no es a través del dolor y del vacío, de lo inconmensurable.

En segundo lugar, no hay algo así como una potencia negativa que emerja intrínsecamente de ellas. El núcleo de una dialéctica consiste en que cada momento del movimiento encarne un sí mismo una negatividad intrínseca que lo lanza hacia su contrario. En el cap.1 de la Ciencia de la Lógica, Hegel da cuenta perfectamente del secreto del movimiento dialéctico. El ser, pensado en su absoluta pureza, es decir, sin ningún atributo, coincide con la pura nada. El ser, pensado en su propia esfera, en su ámbito más propio, encarna una negatividad, su propia determinación es el vacío total. Así, la nada no es un momento que se le opone desde fuera al ser -justamente la nada no puede oponerse jamás a nada-. Tan sólo es la explicitación de la negatividad intrínseca del ser. De uno al otro hay una remisión esencial[22]. Pero nada de esto ocurre con lo dionisíaco y lo apolíneo. Su configuración es siempre exterior, es siempre afirmación de su especificidad, nada los une por sí mismos más que el juego que trazan a la vez. Su relación es siempre estratégica, jamás esencial. Es decir, el modo en que se relacionan entre sí, es siempre de incitación, de modificación, de emergencia allí donde menos se lo espera. Arquíloco retomando el velo de Apolo donde lo dionisíaco jamás lo hubiera desarrollado desde su esencia interna. Su incorporación surge del regalo apolíneo y del robo, arrebato liso y llano de aquello que lo apolíneo siempre había afirmado como propio. El gesto de Arquíloco y de la aparición final de la tragedia es siempre del orden de lo inesperado: un coro dionisíaco generando velos apolíneos.

“Nunca ha sido más importante seguir los pasos del vecino que hacer cada uno sus propios movimientos. Si nadie empieza, nadie se mueve. Las interferencias ni siquiera son intercambios: todo tiene lugar mediante regalo y captura”.[23]

En tercer lugar, la tragedia no conserva a sus componentes, conlleva en sí a la fuerzas pero inscritas ahora en una nueva composición, en un nuevo juego. ¿Cómo se comprende si no, pregunta Nietzsche, que un pueblo signado por la mesura y la individuación propias del Estado Dórico, se permita un fenómeno artístico tal que justamente lo que muestra es la decadencia de la individuación y de la mesura? ¿Cómo es posible, que ahora la belleza esté tan atravesada por el dolor? Y en fin, ¿Cómo es posible ahora que la verdad vaya de la mano con le belleza?

Obviamente un fenómeno cultural como la tragedia posee sus condiciones de posibilidad, trazada a lo largo de más de tres siglos. Nada surge de la indeterminación absoluta. Y otra vez juega aquí la sabiduría del pueblo griego hablando por medio de una profunda sentencia filosófica y práctica: de la nada, nada viene. Pero tan profundamente cierto como aquella sentencia es que la tragedia no puede reducirse a aquellas condiciones que la hicieron posible. Ya no se trata del juego de la verdad en disputa con el juego de la belleza. Hay en ella un plus de potencia expresiva que no se puede encontrar en ninguna de las fuerzas que la componen. Tanto en Sófocles pero sobre todo es Ésquilo se dan dos fenómenos artísticos que no pre-existían: el desgarramiento del individuo expresado ahora en los grandes héroes y heroínas típicas[24] por un lado, y por otro, el consuelo metafísico. La tragedia es ahora una actitud frente al mundo que toma por objetivo propio la constatación del dolor y del ocaso de los héroes y al mismo tiempo la construcción de un velo, de una ficción que hacen necesaria y que justifican la existencia. Ocaso de los héroes y justificación estética de la existencia es la impronta del consuelo metafísico y el resultado de la transformación total de las fuerzas. Dioniso hablando el lenguaje de Apolo y el dios délfico hablando la lengua de Sileno.

La tragedia en medio se semejante metamorfosis, es la transformación total de las fuerzas.

6. El reconocimiento

¿A quién le pertenece entonces la tragedia? ¿A quién se le reconoce su impronta? O mejor, ¿Cómo es posible establecer un reconocimiento de las fuerzas que haga justicia al modo en que fue concebida?

Ya no va a tener demasiado sentido encontrar, en alguna de las divinidades comprometidas, la vertiente fundamental, el agente expreso de la acción. Ya no va a ser posible buscar a quién otorgarle el crédito artístico. En la tragedia ya no hay modo de reconocer las individualidades que construyeron el fenómeno. Sus condiciones de posibilidad han resultado tan profundamente transformadas que ya no se las puede reconocer, siquiera con las marcas de la lucha. Y mucho menos posible nos será entonces indagar con todas las obsesiones del filólogo los fragmentos que le corresponden a cada fuerza.

No nos queda más salida que establecer un reconocimiento que recaiga allí donde ya no es posible distinguir méritos individuales. Y Nietzsche es contundente al respecto: es la voluntad griega la que ha hecho posible la tragedia. Tan sólo a ella le corresponde el reconocimiento.

“Nuestro conocimiento de que en el arte griego subsiste una antítesis estilística; dos instintos diferentes marchan en ella el uno al lado del otro, casi siempre en discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar luz a frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis: hasta que, finalmente, en el momento de florecimiento de la “voluntad” helénica, aparecen fundidos para engendrar en común la obra de arte de la tragedia ática” [25]

A los dioses no les quedan muchas más alternativas que reconocer el producto común al que han dado lugar. Y es que, si el orden de la producción es el de la praxis común no queda más alternativa que un reconocimiento común dirigido hacia aquellas multiplicidades que han generado el fenómeno.

Pero es necesario hacer una salvedad: cuando afirmamos praxis común no nos referimos ni a una situación libre de conflictos ni a una redención de la diferencia. Lo mismo que cuando Nietzsche se refiere a la voluntad griega, no establece para nada que esta voluntad esté libre de conflictos, o que sea el momento en que se detiene el movimiento. De hecho, Eurípides, en cuyo arte Nietzsche vislumbra el comienzo de la decadencia de lo trágico, también es parte de la voluntad griega[26]. Con la idea de voluntad Nietzsche sólo es coherente con su planteo: en la tragedia no se trata de individuos excelsos sino de multiplicidades de registro que instauran en su relación conflictiva y siempre inestable, una praxis común. Y esta praxis común no es un retorno a la mismidad, sino la composición de la diferencia para la justificación de la existencia y la conjuración de la muerte.


Algunas líneas a modo de conclusión:

Posiblemente no sea para nada prolijo afirmar que en Nietzsche se encuentra como panacea filosófica la respuesta a la pregunta por el reconocimiento y por las relaciones con el otro. Pero sí nos es posible aventurar al menos, que en El nacimiento de la tragedia podemos ver a un intercesor, es decir, a algo, un autor, un pensamiento, o cualquier elemento que nos sirva para constituir una idea. Y es en este sentido de intercesor que Nietzsche nos puede servir de mediación para animarnos a configurar al menos dos pensamientos fundamentales en torno al reconocimiento:

En primer lugar, la posibilidad de pensar una alternativa de reconocimiento a partir de una praxis común con el otro, desde la perspectiva de que este otro es eminentemente diferente.

Y en segundo lugar, la necesaria relación entre el orden de la producción (el modo en que algo fue hecho, la manera en que algo ha sido generado), y el reconocimiento.

La posibilidad de una praxis común entre elementos profundamente discordantes y el reconocimiento posible de esa producción común son las ideas intercesoras que sacamos de una obra que debería haber sido música:

“Había aquí un espíritu que sentía necesidades nuevas, carentes aún de nombres, una memoria rebosante de preguntas, experiencias, secretos, a cuyo margen estaba escrito el nombre Dioniso como un signo más de interrogación: aquí hablaba – así se dijo la gente con suspicacia- una especie de alma mística y algo menádica, que con esfuerzo y de manera arbitraria, casi indecisa sobre si lo que quería era comunicarse u ocultarse, parecía balbucear en un idioma extraño. Esa “alma nueva” habría debido cantar – ¡Y no hablar! Que lástima que lo que yo tenía entonces que decir no me atreviera a decirlo como poeta: ¡Tal vez habría sido capaz de hacerlo!”[27]


Bibliografía

DELEUZE, G, Nietzsche y la filosofía, trad. Carmen Artal, Anagrama, Barcelona, 2002.
------------------, Conversaciones, trad. José Luis Pardo, 1995, Editora Nacional, Madrid, 2002.
------------------, ¿En qué se reconoce el estructuralismo? Traducción castellana de Juan Bauzá y María José Muñoz, 2002.
DERRIDA, J, Márgenes de la filosofía, trad. Carmen González Marín (modificada; Horacio Potel), Cátedra, Madrid, 1998.
HEGEL, Fenomenología del Espíritu, trad. Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra, Fondo de cultura económica, México, 2003.
---------------------, ¿Qué es metafísica?, en Hitos, trad. Helena Cortés y Arturo Leyte, Editorial Alianza, 2000.
KUSCH, R, América profunda, Editorial Bonum, Buenos Aires, Argentina, 1975.
LEVINAS, E., Humanismo del otro hombre, trad. Daniel Enrique Guillot, Siglo veintiuno editores, México, 2003.
-----------------, Totalidad e infinito, Ensayo sobre la exterioridad. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1977.
-----------------, Entre nosotros, Ensayos para pensar en otro, trad. José Luis Pardo, Pre-textos, Valencia, 1993.
NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004.
TAYLOR, CH, La política del reconocimiento, en El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, México, FCE, 1993, pp. 43-107.
NOTAS

[1]Cf. NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004, pág.54.
[2] NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004, pág. 54. Para la referencia a la leyenda véase Apolodoro, bibl.II, 6,3.
[3] Cf. NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004, pág. 56
[4] Cf. Nacimiento de la tragedia, cap., I, pág. 41.
[5] Nacimiento de la tragedia, cap. IV. El resaltado nos pertenece.
[6] Nacimiento de la tragedia, Nietzsche, Alianza editorial, Madrid, 2004, traducción, introducción y notas, Andrés Sánchez Pascual, pág. 64. Según el traductor, estas palabras de Schiller se encuentran en una carta de Schiller a Goethe, del 18 de marzo de 1796.
[7] Cf. DERRIDA, J, Márgenes de la filosofía, trad. Carmen González Marín (modificada; Horacio Potel), Cátedra, Madrid, 1998, La différance, pág. 41.
[8] DERRIDA, J, Márgenes de la filosofía, trad. Carmen González Marín (modificada; Horacio Potel), Cátedra, Madrid, 1998, La différance, pág. 47.
[9] En realidad Nietzsche iba mucho más lejos y lo dionisíaco es irreductible, emerge a su modo en cualquier formación social.
[10] LEVINAS, E., Humanismo del otro hombre, trad. Daniel Enrique Guillot, Siglo veintiuno editores, México, 2003, pág. 13. El resaltado es nuestro.
[11] Cf. LEVINAS, E., Humanismo del otro hombre, trad. Daniel Enrique Guillot, Siglo veintiuno editores, México, 2003, Prefacio, pág. 50.
[12] LEVINAS, E., Entre nosotros, Ensayos para pensar en otro, trad. José Luis Pardo, Pre-textos, Valencia, 1993, Derechos humanos y buena voluntad, pág. 246.
[13] “Desde este ángulo y, tomando en cuenta el concepto de estructura en el terreno de la filosofía de la cultura, me pareció encontrar las bases para una dialéctica americana”. KUSCH, R, América profunda, Editorial Bonum, Buenos Aires, Argentina, 1975, Exordio.
[14] Cf. KUSCH, R, América profunda, Editorial Bonum, Buenos Aires, Argentina, 1975, Introducción a América, pág. 17.
[15] . KUSCH, R, América profunda, Editorial Bonum, Buenos Aires, Argentina, 1975, Introducción a América, pág. quince, el resaltado nos pertenece.
[16] Cf. KUSCH, R, América profunda, Editorial Bonum, Buenos Aires, Argentina, 1975, Introducción a América, pág. diecisiete.
[17] Dicho sea de paso: a diferencia de Heidegger, a Nietzsche lo que le interesa no es el momento auroral del ser, el lugar donde el ser se evidencia auténticamente, sino la producción de vida, hacer algo con la existencia de modo tal que la embellezca. Hay que crear ficciones, velos, producir horizontes vitales y no justamente desvelar al ser.
[18] Cf. TAYLOR, CH, La política del reconocimiento, en El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, México, FCE, 1993, pp. 43-107.
[19] TAYLOR, CH, La política del reconocimiento, en El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, México, FCE, 1993, pp. 43-107.
[20] Vale precisar que según Taylor en Québec, se aprobó una ley que determinaba quién podía enviar a sus hijos a colegios de lengua inglesa, ni los francófonos ni los inmigrantes podían hacerlo.
[21] Cf. NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004. Cap. 21.
[22] Cf. Hegel, Ciencia de la Lógica, cap. I, capítulo I, trad. Augusta y Rodolfo Mondolfo, Ediciones Solar, 1993.
[23] Deleuze, G, Conversaciones, cap. 12, Los intercesores. Editora Nacional, Madrid, 2002.
[24] Si antes los grandes hechos trágicos de la mitología, el mito de Edipo o el de Prometeo, ocupaban tan sólo un lugar de advertencia religiosa, sobre los peligros que traían aparejados los excesos y la desmesura frente al orden natural; en la tragedia, en cambio, esos fenómenos marginales adquieren el lugar central de la trama y de la expresión artística: Edipo, Prometeo y Antígona, por ejemplo, son objetivaciones de la verdad de la existencia.
[25] NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004, nota 21.
[26] Cf. NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004. Cap. 11.
[27] NIETZSCHE, F., Nacimiento de la tragedia, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2004, pág. 29.

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