11.12.07

Responsabilidad y reconocimiento frente al problema de la violencia

Facundo Nahuel Martín

Este trabajo pretende desarrollar y contrastar las posiciones de Levinas y Adorno en torno a la cuestión de la violencia. Ambos autores coinciden en su apreciación de la realidad histórica en que estamos inmersos como fundamentalmente violenta. Coinciden, incluso, en la caracterización de esa violencia como un efecto de la búsqueda de autoafirmación del sujeto. El desgarramiento antagónico de la realidad está dado, fundamentalmente, por la aspiración de identidad total, o de retorno a sí de la identidad del yo. La identidad buscando afirmarse en el mundo, aún más, buscando coincidir con él, deshacer lo que en éste se le sustrae, no produce ninguna reconciliación, sino que exacerba la violencia. La aspiración de la mismidad a coincidir con lo que es distinto es la guerra. Estos pensadores, empero, se separan en sus respuestas a la violencia constitutiva de la identidad. Levinas propone la responsabilidad absoluta por el otro, sin ninguna aspiración de reciprocidad en ella, y sin resto alguno de egoísmo (como deseo para sí mismo del sujeto). El mandato pre-originario, irreductible a toda inmanencia pero determinante para ella, exige la apertura, ilimitada y siempre renovada, del yo hacia los otros. En otros términos, pero de la misma manera, la totalidad inmanente y finita de la cultura, es desgarrada por el infinito, lo inabarcable, que, a un tiempo, dona el sentido a la totalidad. Adorno, coincidiendo con Levinas en encontrar el sentido ético propiamente en la apertura a lo que es diferente, no lo eleva, por eso, a la forma de responsabilidad, ni exige el despojo de sí mismo del sujeto. Sólo en la materialidad de la existencia concreta, y en lo que es en ella disonante con lo existente (y, por eso mismo, en lo pequeño, lo débil, lo fragmentado), es posible encontrar la promesa de una redención. La metafísica, entonces, sólo puede consumar su aspiración a la trascendencia, materializándola, de modo que se asiente en las cosas mismas. Es preciso buscar en la totalidad antagonista de lo establecido los intersticios donde ésta fracasa, lo que no llega a reducir. Levantar contra la violencia un mandato absolutamente trascendente un mandato que consiste precisamente en la absoluta diferencia ante lo existente, paraliza la crítica. Por otra parte, identificar la responsabilidad por el otro con el completo desinterés por sí del sujeto, con un infinito auto-abandono, supone un antagonismo primario entre el sujeto y el otro, lo que manifiesta una constitución esencialmente violenta de la relación con la alteridad (Levinas pretende refutar esto, como veremos).
A partir de los argumentos anteriores, pretendo fundamentar una opción por cierta ética centrada en la noción de reconciliación como respuesta a la violencia del sujeto. Mostraré algunas insuficiencias cabales en la ética centrada en la responsabilidad, que, por exigir a la mismidad un total abandono de sí, reproduce la violencia que pretende conjurar. Sin embargo, juzgo que la crítica de Levinas a la posición del reconocimiento es valiosa, en tanto señala su apego a la primacía de la identidad y, con ello, la continuación de la violencia. A partir de la recuperación de esta crítica, expondré los lineamientos fundamentales de la Dialéctica negativa, y su específica visión de la reconciliación con la diferencia.
Expondré, primero, dos conceptos centrales de Levinas: el de totalidad y el de infinitud. En Humanismo del otro hombre, se los introduce para dar cuenta de la génesis de la significación[1]. Ésta es una dimensión “metafórica” de la realidad, que trascienda los datos de conciencia ofrecidos inmediatamente a la receptividad y que es significada por ellos. La significación remite, primero, a otros datos o contenidos ausentes a la percepción actual (que es finita) pero potencialmente actualizables, por desplazamientos perceptivos, o actualizados en el pasado. De este modo, la finitud de la percepción es suplida por su capacidad significativa, que le permite remitir a los contenidos que se le sustraen. Para la filosofía intelectualista, que se orienta por la primacía de la conciencia, toda significación debe reconducirse, en última instancia, a la actualidad de lo dado, por lo tanto, al presente.[2]
Existe, sin embargo, otra cara de la significación, en la que la ausencia significada no es reductible a la actualidad de dato alguno. “Ningún dato estaría desde el comienzo provisto de identidad y podría entrar en el pensar por efecto del simple choque contra la pared de una receptividad. Darse a la conciencia exigiría que el dato previamente se colocara en un horizonte iluminado (…) La significación sería la iluminación misma de ese horizonte”[3]. Para que cada dato sea accesible a la conciencia, debe ser puesto en el contexto de una totalidad significativa que lo ilumine, otorgándole identidad y cognoscibilidad. Esa totalidad es el horizonte iluminado, mundo, lenguaje, contexto y cultura que hace posible la receptividad. La significación, en esta segunda dimensión fundamental, se convierte en condición de posibilidad de toda percepción y todo lenguaje. Los objetos sólo se dan en el contexto de una “reunión del ser” que les aporta una significación[4].
La totalidad o reunión del ser no es, claro, una totalidad definitiva, cerrada o dada de antemano. Por el contrario, es construida por los sujetos mismos, cuya experiencia ilumina. La obra o expresión, creación de objetos culturales (la creación de obras de arte, por ejemplo) es la reunión del ser efectuada en cada caso por los hombres, que determina un cierto orden ontológico, una cierta forma de la significación. La significación, entonces, se da en el seno de cada mundo cultural. “es necesario atravesar la historia (…) a partir de la percepción concreta y del lenguaje instalado en ella, para llegar a lo inteligible”[5]. No hay intelección, significación, ni ser, fuera de la cultura específica y las vivencias concretas donde se dan. La significación, que hace posible la cultura y el lenguaje, se produce en su propia expresión, en la obra cultural concreta e histórica.
Las distintas culturas se hallan a una misma altura, de modo que el sentido del ser manifiesta en ellas una multivocidad irreductible, pero también “atea”, o sea, desorientada[6]. La totalidad debe ser construida por los sujetos, que, a un tiempo, toman de ella su capacidad para hablar y percibir con sentido. Esto implica una cabal insuficiencia de la totalidad como fuente última de significación. Puesto que no existe una única totalidad, sino múltiples totalidades que están en continua construcción, éstas no pueden proveer sentido. “El absurdo consiste no en el no-sentido, sino en el aislamiento de las innumerables significaciones”[7]. Por lo tanto, es preciso apelar a una dimensión trascendente a toda cultura, que provea un sentido único, una orientación absoluta. La multiplicidad sin un sentido único es meramente indiferente hacia lo distinto e, incluso, lo violenta: “es necesaria una orientación única que (…) conduzca a preferir la palabra a la guerra”[8]. En resumen: cada cultura, cada totalidad inmanente, en su aislamiento, no puede proveerse a sí misma de sentido, y, sin un sentido único, nada justifica el cese a la violencia.
¿Dónde radica el sentido único, la orientación previa a toda cultura y todo lenguaje, de la que cada totalidad particular necesita? En la apertura, en el movimiento de la identidad (de cada yo en cada cultura) hacia lo otro absolutamente otro. La alteridad absoluta posee, de este modo, una doble condición: como alteridad radical, total, no recae en la totalidad ni en la inmanencia. Lo característico de este sentido único es, precisamente, su absolutez, su desvinculación frente a toda determinación inmanente. “El otro no nos sale al paso a partir del contexto, (...) significa por sí mismo”, la significación mundana (que remite a la totalidad inmanente) es subvertida por la abstracción o absolutez del otro[9]. El sentido único es lo absolutamente otro de toda inmanencia y de toda cultura. Demanda al yo una obra que no retorna a él, absolviéndose de toda vinculación mundana. Significa por sí mismo, con independencia de todo horizonte de significación. En ese sentido es por completo exterior, irreductible. Por otra parte, como vimos, la totalidad no puede ser, por sí misma, origen del sentido: lo absurdo es la “multiplicidad en la pura indiferencia”[10]. El sentido único es, entonces, inmanente a la totalidad, porque sin él esta fracasa en su cometido de proveer un sentido del ser. El otro es una subversión de la mismidad, a la que ésta no puede sustraerse, y que no puede reconducir a sí. La obra, dijimos, es la expresión de las significaciones, por la cual se crea la totalidad iluminada. Ésta necesita del otro, que es el sentido de la expresión misma. Las significaciones culturales sólo se dan en diálogo con lo que significa de suyo, con independencia de ellas.
De la doble condición del otro, trascendente en tanto irreductible a la totalidad cultural, pero inmanente en tanto dador de sentido de esa totalidad, se siguen los rasgos centrales de la primacía filosófica de la responsabilidad. Expliquemos algunos de esos rasgos. En primer lugar, la alteridad absoluta no retorna jamás a la mismidad. Por eso exige sacrificio y generosidad infinitos, sin espera de retribución alguna. Toda espera de gratitud o retribución por del otro es un intento por reconducirlo al mismo. La alteridad se manifiesta como mandato, “orden irrecusable”[11]. El yo pierde su soberanía frente a este mandato, y sólo puede responder ante él, más allá de toda gratificación auto-interesada. Si se hace entrar al otro en el interés por sí de la mismidad, se niega su independencia, se lo absorbe. Sólo como mandato, como exigencia para el yo de ir infinitamente más allá de sí, el otro puede manifestarse sin ser subsumido.
La infinitud del otro expresa su irreductibilidad característica. “Lo Infinito no es un correlativo de la idea de lo Infinito, como si esta idea fuera una intencionalidad que se realiza (…) la maravilla de lo infinito en lo finito de un pensar es la subversión de la intencionalidad (…) El Yo, en relación con lo Infinito es la imposibilidad de detener su marcha”[12]. Lo infinito es inexpresable, irreductible a la totalidad en que las significaciones tienen lugar. La alteridad se sitúa, así, más allá del ser (de su horizonte iluminado), en un pasado inmemorial (que nuca fue presente, otro de toda presencia). El rostro (manifestación inmanente de la infinitud) es desnudo, porque se ab-suelve de toda vinculación con lo dado. El sentido único instaura un mandato, pero no un orden del mundo: es previo a todo fundamento, desarregla el ámbito mismo en que la fundamentación puede darse. Que el sentido del mandato sea lo infinito, justifica la imposibilidad de detener la marcha, la continua renovación de la exigencia de apertura hacia el otro. A diferencia de la necesidad física, que puede colmarse, el deseo del otro no supone un defecto, se sitúa más allá de toda falta o gratificación. En síntesis, la alteridad absoluta se manifiesta como responsabilidad infinita, mandato que interpela al yo sin provenir de él mismo, y que éste no puede colmar ni reabsorber, sino atender perpetuamente, incluso más allá de su muerte.
Lo anterior elucida la trascendencia absoluta del otro. Es preciso explicar, ahora, cómo una responsabilidad infinita, sin esperanza alguna de retribución, no es, para Levinas, una forma de sometimiento para el yo. Así como el sentido único no niega a la cultura, la hace posible, el otro no niega al yo, sino que es condición de su unicidad. El mandato individualiza al yo, al exigirle respuesta. “la responsabilidad que vacía al Yo de su imperialismo y de su egoísmo (…) no lo transforma en un momento del orden universal, sino que lo confirma en su unicidad. La unicidad del Yo es el hecho de que nadie puede responder en mi lugar”[13]. El otro no es una trascendencia ajena al yo, que venga a negarlo. Por eso no instituye la violencia, que consiste en la alienación, destrucción de la identidad el mismo[14]. Es, por el contrario, la salida de ella, incluso la recuperación del yo. Claro que éste, ya que es “puesto“ en el ser por el mandato del otro, es yo como imposibilidad de detenerse en sí, como “deseo” continuo del otro. La responsabilidad pre-originaria precede a la totalidad, es un mandato an-árquico[15]. Por lo tanto, está antes de toda autoafirmación posible, sin ella no habría un yo ni una identidad que afirmar. Violencia implicaría un yo dado previamente, que sería luego avasallado por otro. Pero aquí se trata de un yo puesto por el otro, que existe en la responsabilidad por él. Así, el sentido absolutamente trascendente se manifiesta en la inmanencia resguardando al yo de perderse en el orden objetivo del mundo. Por esta razón, también, la responsabilidad es previa a la libertad, lo mismo que la ética es previa a la ontología (el otro hace posible el ser y al yo que en él persevera en su mismidad).
¿Cómo, si la responsabilidad por el otro es constitutiva de la totalidad y del yo, la inmanencia se configura fundamentalmente como violencia[16]? Parece que hubiera una desviación del mandato atravesando toda la inmanencia mundana. Esta desviación se explica porque el mandato, para imperar, instituye la unicidad del yo interpelado. El afuera absoluto hace nacer al yo en la “voluntad obediente”[17]. Pero, justamente por eso, crea la “tentación” del egoísmo, de la vuelta sobre sí de la identidad. La “encarnación” del sujeto es tanto la imposibilidad de sustraerse a la responsabilidad como la tentación de hacerlo. Por lo tanto, todo el ámbito del a totalidad, en que la identidad se constituye, está cargado con la “patencia” del mal, de la autoafirmación egoísta.
A partir de lo expuesto hasta aquí podemos distinguir dos argumentos, en la filosofía de Levinas, contra la posibilidad de reducir el sentido del ser a la inmanencia o la totalidad. El primero, al que llamaremos teológico u ontológico (porque refiere al sentido del ser, y porque recusa la posibilidad de que la inmanencia se “baste a sí misma”), refiere a la finitud del ámbito de la totalidad. Puesto que ésta es histórica, la significación se da en ella en el proceso de su misma construcción. No hay, así, una única totalidad, sino una dispersión de ellas, cada una, a su vez, jamás acabada; luego, ninguna puede tener en sí su propio sentido. Brevemente: la totalidad es finita, por lo tanto no puede, de suyo, generar sentido[18]. Un argumento similar se enuncia con respecto al yo: “No puede haber más sentido en el ser que el que no se mide en el ser. La muerte vuelve insensata toda la preocupación que el Yo quisiera tomar por su existencia y su destino”[19]. Nada finito puede, de suyo, “hacer” sentido. Por lo tanto, sólo la infinitud, la alteridad absoluta, da sentido a la finitud.
El segundo argumento, que calificamos como dialéctico, refiere directamente a la violencia. Allí donde la identidad busca afirmarse, a espaldas del otro o en contra de él, produce la guerra. Así se frustra la pretensión de afirmación de la identidad misma: la guerra no es sino la alienación, que pone a los hombres en posiciones que no les corresponden, al servicio de fines ajenos[20]. La guerra, correlativa con la autoafirmación, acaba por destruir a la propia identidad. Llamamos “dialéctico” a este argumento porque muestra que la mismidad, en su propio movimiento, llega a negarse.
Estos dos argumentos justifican que se apele, para salir de la violencia constitutiva de lo real, a lo absolutamente otro. Levinas pretende que la responsabilidad absoluta e infinita, que impide al yo todo resto de autointerés, no lo violenta, porque hace posible al yo. El mandato es pre-originario, se sitúa antes que toda totalidad y, por ende, antes de la identidad y su afirmación o negación. Incluso, dona el sentido a la totalidad en la que el yo se inscribe, e individualiza a éste, por la unicidad a la que se dirige el mandato. Sin embargo, la apertura que exige, lleva al yo a despojarse por completo de sí. La satisfacción, la felicidad del yo, no tiene cabida en la responsabilidad asimétrica. El deseo del otro es la negación del erotismo[21], por más que se pretenda previo a él, o meramente otro que él[22]. Al recusarse la posibilidad de búsqueda de la felicidad en la responsabilidad (y esto es constitutivo de la noción misma de responsabilidad), se cristaliza la violencia contra el yo del imperativo moral. Si responder por el otro implica un abandono de todo autointerés, entonces el otro está puesto en contradicción irresoluble con la mismidad. Propiamente, el otro no niega la identidad del yo, pero niega todo autointerés en éste. Dado que la violencia consiste, como Levinas afirma, en la enajenación de la mismidad (que consiste en poner al yo en posiciones que lo alienan, o sea, en hacerlo servir a fines externos, lo que implica negarle todo autointerés), una responsabilidad que es total vaciamiento de sí es esencialmente violenta. La paz sin felicidad no puede ser pacífica, pues supone la continua auto-agresión del sujeto que se pone al servicio de intereses heterónomos. Aún cuando el mandato instituya la unicidad del yo, lo hace para exigir exclusivamente el sacrificio del yo. Como si fuera imposible pensar la realización de la libertad y la felicidad de la mismidad en o con el otro, como si el antagonismo con él fuera “estructural” a toda mismidad. Obviamente, si erigimos, para conjurar la violencia de lo real, un mandato signado por la absoluta trascendencia, éste necesariamente operará en relación con la inmanencia bajo la forma de la negación, reproduciendo la violencia. La infinitud del mandato (que es necesaria una vez que éste es absoluto) lo torna tan imperialista como el yo criticado: lo exige todo, de modo que no puede tolerar ningún resto de interés por sí en la mismidad. Luego, niega el deseo orientado a ella misma, lo que la violenta. Con esta primera crítica discutimos que la responsabilidad absoluta ofrezca una salida a la violencia.
Abordemos, ahora, el argumento contra la ética centrada en inmanencia que llamamos “teológico”. Si aceptamos este argumento, junto con lo dicho en el párrafo anterior, caemos en una difícil aporía: instalarnos en la finitud vacía todo sentido, y buscar el sentido único en la infinitud reproduce la violencia. Refutar, entonces, el argumento teológico es indispensable. La finitud de la inmanencia no implica que ésta carezca por completo de sentido en sí misma. El cuerpo, expresión máxima de la finitud, provee sentido, sin apelar a ninguna trascendencia, en virtud de sus vivencias primarias, el dolor y el placer[23]. Que algo tenga que morir, no significa que la felicidad en la finitud de su duración no sea una orientación válida para ello.
Por otra parte, el segundo argumento, que llamamos dialéctico, es en principio válido, con una salvedad: que no se identifique la mismidad con la materialidad de la existencia corpórea. Si se hace esto, es necesario postular, para salir de la violencia, un mandato de infinitud trascendente, lo que, como vimos, regenera la violencia. Para buscar una salida a estos problemas, nos aproximaremos, a continuación, a la Dialéctica negativa de T. W. Adorno.
El centro de este pensamiento es el desarrollo de la diferencia entre la cosa y su concepto[24]. La dialéctica no se instala en una instancia previa o superior a la relación entre el sujeto y el objeto del conocimiento, sino que desarrolla esa relación, bajo la forma de un desfasaje. El concepto, de suyo, abstrae, separa la cosa del contexto en que ésta se da, para individualizarla como un ejemplo suyo. De este modo, el concepto busca identificar. Su principio es la síntesis, que reúne la diversidad de los contenidos para conformarlos en una representación unitaria. Al producir esa unidad, sin embargo, el concepto violenta la cosa, para hacerla entrar en su abstracción formal. El objetivo de la crítica dialéctica es deshacer la pretensión de identidad total del sujeto, en el plano del conocimiento y en la realidad histórica de la que éste depende. Tal disolución supone un doble movimiento: por un lado, debe recuperarse en el pensamiento la particularidad del objeto, sin subsumirla en la forma universal y abstracta que la niega; por otra parte, debe negarse la pretensión de autonomía pura por parte del concepto, revelándoselo como mediado, en sí mismo, por la realidad objetiva (de la que pretende precisamente abstraerse). Este doble movimiento conducirá a la primacía del objeto en el conocimiento y, en última instancia, al materialismo como expresión filosófica de lo diferente. Finalmente, sobre la base de esa argumentación, desarrollaremos la concepción adorniana de la metafísica, con su promesa de reconciliación.
Comencemos por la primera parte del movimiento dialéctico: la recuperación de la especificidad del objeto. No se trata, según esto, de agotar el tema de análisis, reduciendo la diversidad de sus contenidos a una unidad de principios. La filosofía sólo puede realizarse “abismándose en lo que le es heterogéneo”[25]. No puede, luego, elaborar un pensamiento de la totalidad, que le permita disponer de ella como si fuera objeto suyo. El cometido tradicional de los sistemas ha sido cerrarse en ####ismos, en la pretensión de poseer los principios con los que dar cuenta de todo lo real. Su meta era la infinitud como algo cerrado, como totalidad consumada. Por el contrario, la dialéctica negativa debe buscar, ante la cerrazón de la forma conceptual abstracta, el contenido objetivo al que el pensamiento se refiere, en su heterogeneidad y su particularidad frente al concepto. Su meta es recuperar, con conceptos, lo que éstos amputaron de sí en la abstracción. Esa diferencia, lo irreductible en la cosa, no puede ser elaborada según un esquema de orientación universal, tal cosa obedecería aún a la pretensión de identidad total. La infinitud de la dialéctica negativa consiste, en cambio, en que no se cierra en ninguno de sus análisis, que elabora lo particular como tal.
Para recuperar la especificidad del particular, anulando la pretensión totalizante del concepto, es preciso trazar constelaciones que revelen la historia concreta acumulada en el objeto. “La constelación destaca lo específico del objeto, que es indiferente o molesto para el procedimiento clasificatorio (…) Sólo las constelaciones representan, desde fuera, lo que el concepto ha amputado de sí en el interior, alcanzando con el pensamiento lo que éste eliminó necesariamente de sí. Es lo que toma en cuenta el uso hegeliano del término ´concreto´ según el cual las cosas son en sí mismas su contexto, no su pura identidad”[26]. Si el movimiento del concepto consiste en separar la cosa del contexto concreto en que se inserta, para reducirla a un ejemplo suyo, la constelación de conceptos, que los articula en torno a la cosa, permite revelar las relaciones que ésta mantiene con su contexto, disolviendo su identidad como cosa separada. Así, se recupera la particularidad del objeto, cuya nota distintiva es la historicidad: ”el interior de lo diferente es su relación con lo que no es por sí mismo y le es negado por la identidad helada y reglamentada consigo mismo (…) La posibilidad de abismarse en el interior requiere de ese exterior. Pero una tal universalidad inmanente de lo singular existe objetivamente bajo la forma de historia sedimentada. Ésta se encuentra en lo singular y fuera de ello, abarcándolo y dándole su lugar. Percibir la constelación que lleva la cosa es lo mismo que descifrarla como la constelación que lleva en sí en cuanto producto del devenir”. De este modo, se perfila la forma en que se tiende a lo diferente: elaborando, en torno al objeto, la historia acumulada en él, que es constitutiva de su particularidad irreductible a todo esquema abstracto. Así, el objeto es buscado no como mero ejemplo del concepto puro, sino como el particular que resiste a la coacción identitaria. La cosa mediada en sí misma por el devenir es irreductible a todo esquema formal. Sólo puede conocérsela leyendo en ella el devenir, “abismándose” en ella con un pensamiento que no pretenda abstraer su especificidad, reuniendo los conceptos en forma de constelación en torno al objeto.
Con lo anterior, el pensamiento se dirige a lo abierto y diferente de él, lo particular inmerso en el devenir. Ahora debemos desarrollar la otra cara del movimiento crítico: la negación de la pretensión de autosuficiencia conceptual. En esto consiste en la desmitologzación[27] del concepto, la negación de su independencia frente a la realidad objetiva. “El argumento, con su generalidad formalista, toma el concepto con el mismo fetichismo con que éste se explica ingenuamente a sí mismo dentro de su propio terreno, o sea como una totalidad autosuficiente”[28]. La desmitologización del concepto es el “antídoto de la filosofía” que “impide su proliferación malsana hasta convertirse en el Absoluto”[29]. El conocimiento sólo e realiza en la cosa conocida que, a un tiempo, le opone resistencia. La identidad exacerbada del conocer y lo conocido degenera en tautología, repetición de lo mismo, cierre en una totalidad. Pero eso no justifica el dualismo, la separación del concepto frente a la cosa. ”La forma de la abstracción es incapaz de sacudirle de encima al pensamiento la realidad concreta, suponer una forma absoluta es una ilusión” [30] El “algo”, expresión aún abstracta de la realidad diferente del pensamiento, es constitutivo para el pensamiento. Las mediaciones objetivas determinan la forma conceptual, aún cuando ésta se quiera autónoma: “el conocimiento, aún en su forma independizada del contenido, participa en sí mismo de la tradición como de un recuerdo inconsciente. (…) La tradición, en cuanto instancia mediadora de los objetos del conocimiento, le es inmanente a éste mismo”[31]. La historia, constitutiva de la cosa en su particularidad, ahora también penetra al concepto. El conocimiento sólo se realiza en sus objetos, que no permanecen enfrentados meramente a él, sino que lo constituyen desde dentro. Si la gnoseología dominante ha consistido en reducir el objeto a las categorías subjetivas, esta tendencia debe invertirse. En una reflexión gnoseológica ulterior, el sujeto se “contagia de ese carácter objetivo, de cuya ausencia le gusta extraer su superioridad sobre el ámbito de lo fáctico (…) Una vez que se sale del círculo mágico de la filosofía de la identidad, el sujeto trascendental es descifrado como la sociedad inconsciente de sí”[32]. El sujeto, portador para la gnoseología idealista de los conceptos puros como funciones de síntesis, es visto a la luz de la crítica como compuesto en sí mismo por sus relaciones con la objetividad. El concepto pierde su autonomía pura, porque su génesis es intrínsecamente objetiva; incluso, es él mismo un elemento del despliegue de la constelación objetiva.
Con el doble movimiento crítico explicitado, se llega a tantear la prioridad del objeto. El concepto abstracto, por un lado, no se asimila a la cosa, cuya particularidad es recuperada, en cambio, por la constelación objetiva. Por otra parte, de la constelación concreta en que se inserta el objeto depende el concepto mismo. Así, “el sujeto está en el objeto de un forma totalmente distinta a como éste se halla en él (…) El objeto sólo puede ser pensado por medio del sujeto; pero se mantiene frente a éste como otro. En cambio, el sujeto, ya por su misma naturaleza, es ante todo también objeto”[33]. La razón subjetiva, en lugar de elevarse ingenuamente a principio absoluto, debe reflexionar sobre sí, instalándose en el seno de lo real. Las dos caras del movimiento crítico no son separables: sólo cuando el concepto es mostrado como compuesto internamente por la objetividad, superando su rígida separación, puede volver hacia ella en su particularidad no-conceptual. Con esto, la dialéctica se convierte en materialista: lo diferente del concepto es la historia de los cuerpos, que hace posible todo conocimiento y todo concepto.
La expresión filosófica extrema del primado de lo idéntico es el sistema, que pretende, como totalidad cerrada, incluirlo todo. La antinomia constitutiva del pensamiento sistemático permite revelar los fundamentos objetivos de la violencia, y comprender el movimiento dialéctico que conduce a la promesa de reconciliación. El sistema, cuyo pilar es el sujeto[34], pretende, como elaboración conceptual, incluir en sí la totalidad. Su aspiración es la posesión infinita, la coacción de toda pluralidad. La imposibilidad de colmar esa aspiración, produce en él una doble antinomia: se pretende limitado, cerrado, pero, al mismo tiempo, infinito; y se pretende estático, y es a un tiempo dinámico. “La intranquilidad del ad infinitud hace saltar al sistema, cerrado en sí mismo a pesar de que sólo la infinitud le hace posible; ésta es la razón de que la antinomia de totalidad e infinitud sea esencial al idealismo (…) La naturaleza dinámica y estática del sistema son tan inseparables, como inevitable su permanente conflicto. Si el sistema debe estar realmente cerrado, sin tolerar nada fuera (…) se convierte en infinitud, y por lo tanto en algo limitado, estático (…) Tiende a negar la idea de límite, y, como teoría de esta idea, se asegura de que siempre queda algo fuera”[35]. La identidad total, por su propio concepto, no puede tolerar nada, por pequeño que sea, que se le escape. Como totalidad, debe ser infinita, incluirlo todo en sí. Sin embargo, el fundamento del sistema es el “fetichismo del concepto” arriba mencionado, la separación entre concepto y cosa que ambiciona “absolutizar el pensamiento frente a sus contenidos”[36]. Esto separa, necesariamente, al pensamiento de sus objetos, postulando su diferencia. De este modo, garantiza que quede algo fuera de sus formas puras. Aspira a mostrarse como orden total, pero separa las formas conceptuales, que proveen el orden, de los contenidos objetivos. Si el sistema se volviera hacia los objetos, debería abandonar la coacción sobre ellos, y dar cuenta de su especificidad. Pero tal cosa negaría el ideal de totalidad cerrada, y el sistema se disolvería. El sistema, para ser cerrado, debe ser finito, para ser total, debe alcanzar la infinitud. Esto lleva a que el sistema es tanto estático como dinámico: debe producir continuamente el orden, que quiere mostrar como inamovible y cerrado. El desfasaje entre su encierro en sí mismo y su aspiración a incluirlo todo, lo desgarra. “Como ese orden deja de ser tal cuando necesita ser producido, es insaciable”[37]. El idealismo se convierte en furia del sujeto contra el objeto, antagonismo del hombre sobre la realidad natural y humana. Así, la infinitud del sistema degenera en continuo antagonismo y progresiva pero imposible reducción de lo que es diferente.
El sustrato material de las antinomias del sistema, que la crítica revela, es la organización antagónica del proceso de producción. La sociedad capitalista “se compone tanto de la suma de sus sujetos, como de su negación”[38]. El plano objetivo (la organización de la producción social bajo las relaciones de producción capitalistas) es en sí mismo antagónico, en tanto impera sobre los individuos, enfrentándolos entre sí y enajenándolos. El antagonismo del sujeto contra lo que no es idéntico es la manifestación en la conciencia de la “totalidad antagonista” objetiva. El pensamiento identitario, propio de esa totalidad, se caracteriza por el dualismo de identidad y contradicción. No puede concebir lo no contradictorio o “simplemente distinto”[39]: lo que no es idéntico debe ser negado. La dialéctica es la denuncia teórica de esta realidad antagónica, que produce el antagonismo sistemático[40].
La dialéctica, sin embargo, aspira a la reconciliación con lo diferente. Ya no como identidad total, sino como coexistencia de lo plural: “reconciliación sería tener presente la misma pluralidad que hoy es anatema para la razón subjetiva, pero ya no como enemiga”. Esta reconciliación sólo es posible más allá de la pretensión de identidad total y su correlato, la contradicción total. La dialéctica negativa prefigura ese “más allá” desde su comienzo, al moverse hacia el materialismo: “un conocimiento que quiere el contenido, quiere la Utopía”[41]. Recuperar la particularidad del objeto, como vimos, condujo al materialismo (el primado de los contenidos objetivos por sobre las formas conceptuales). Sólo en el seno del materialismo, entonces, es posible sugerir la reconciliación. Ésta se anuncia en la idea de lo absoluto. Lo absoluto es lo “otro simplemente inconmensurable”, pensado, más allá de la dialéctica (de la identidad y la contradicción), como “lo diferente en sí, que no afloraría hasta que se deshiciera la imposición de identidad”[42]. Este absoluto, para Adorno, no se abstrae de la inmanencia, sino que sólo puede buscarse en ella: “No hay otra forma de expresar lo Absoluto que en materiales y categorías de la inmanencia (…) Tampoco se puede tomar como modelo lo absolutamente distinto”[43]. Buscar otra cosa que lo existente en una pura trascendencia, sólo logra justificar que la continuidad de lo establecido. Por el contrario, la promesa de reconciliación que moviliza a la dialéctica sólo es posible en lo existente, allí donde no se alcanza la coacción total: “en las grietas que desmienten la identidad lo existente se halla cargado con las promesas constantemente rotas de eso otro. Toda felicidad es fragmento de la felicidad total, que se niega ella misma a los hombres”[44]. Lo otro que lo existente, lo absoluto actualmente fragmentado y mutilado, es la promesa de cese del antagonismo, la realización del individuo en y con los otros, en lugar de la guerra del sujeto contra el sujeto, que signa la totalidad antagonista. La figura de esa pacificación no es el deber absoluto, sino la felicidad asentada en el cuerpo: “el telos de esta nueva organización sería la negación del sufrimiento físico hasta en el último de sus miembros”[45].
Sobre la base de lo expuesto, podemos retomar los argumentos en torno a Levinas. Éste coincide con Adorno al comprender lo existente como fundamentalmente violento y ver la violencia como un correlato de la autoafirmación de la identidad. El sujeto, puesto a dominar al mundo y los demás, produce la incesante guerra, que lo enajena (o bien: la pretensión de identidad total no es sino la totalidad del antagonismo). Levinas, contra esta violencia constitutiva, erige el mandato absoluto. Como vimos, esto reproduce la violencia, pues ese mandato, aún concediendo que confirme la unicidad del yo, niega todo autointerés por parte de éste. Así, se concibe la responsabilidad por el otro como negación de sí del sujeto (no negación de su mismidad, sino de su felicidad o su satisfacción, pero eso es precisamente la alienación), lo que reproduce el antagonismo. Adorno señala que la contraposición antagónica entre los sujetos (que es lo único que justifica que el responder por el otro implique un abandono de la propia pretensión de felicidad) es un producto objetivo de una organización material basada en la explotación. Luego, una moral abstracta, que demande al sujeto un deber contra sí mismo y su felicidad, regenera la violencia de lo existente. La condición de la coexistencia de lo diferente es, por el contrario, el cese del sufrimiento socialmente evitable.
Lo diferente que debe ser recuperado no es, en conclusión, una pura trascendencia tan infinita como enajenante, sino la materia, el cuerpo deseante y sufriente, despreciado incesantemente por la tradición. Lo distinto no habita en la infinitud trascendente, que exige al cuerpo (particular inmanente por excelencia) el sacrificio de su vida en pos de un fin ajeno y sin esperanzas de reciprocidad. Sólo en la particularidad de lo material, en la inmanencia corpórea, es posible pensar algo como el fin de la violencia.


Bibliografía:

Levinas, E.: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1971.
Levinas, E.: Humanismo del otro hombre, Méjico, Siglo XXI, 1974.
Levinas, E.: Entre nosotros, Valencia, Pre-textos, 1993.
Adorno, T.W.: Dialéctica negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002.
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Lukács, G.: Historia y conciencia de clase, Méjico, Orbis, 1985.
Marx, K.: Sobre la cuestión judía, Bs.As, Prometeo, 2004.
Marx, K.: Manuscritos económico filosóficos de 1844, Bs.As., Colihue, 2004.

NOTAS:

[1] Levinas, E.: Humanismo del otro hombre, Méjico, Siglo XXI, 1974, págs 17-21.
[2] Levinas, op.cit., pág. 93: “Todo contenido de la conciencia ha sido recibido, ha estado presente y, en consecuencia, es presente o representado, memorable”.
[3] Levinas, op.cit., pág. 21.
[4] Levinas, op.cit., pág. 24.
[5] Levinas, op.cit., pág. 35.
[6].Levinas, op.cit., pág. 39.
[7] Levinas, op.cit., pág. 45.
[8] Levinas, op.cit., pág. 44.
[9] Levinas, op.cit., pág. 58.
[10] Levinas, op.cit., pág. 45.
[11] Levinas, op.cit., pág. 61.
[12] Levinas, op.cit., pág. 63.
[13] Levinas, op.cit., pág. 63.
[14] Levinas, E.: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1971. pág48.
[15] Levinas, E.: Humanismo del otro hombre, Méjico, Siglo XXI, 1974, págs. 102 a 107.
[16] Levinas, E.: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1971. pág47: la guerra es “la patencia misma –o la verdad- de lo real”.
[17] Levinas, E.: Humanismo del otro hombre, Méjico, Siglo XXI, 1974, págs. 107 y ss.
[18] Levinas, op.cit., págs 38-45.
[19] Levinas, op.cit., pág 109.
[20] Levinas, E.: Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1971, Prefacio.
[21] Levinas, E.: Humanismo del otro hombre, Méjico, Siglo XXI, 1974, págs. 106 y ss.
[22] La infinitud del mandato, el que el yo no pueda detenerse en él, hace que éste excluya todo autointerés. Por lo tanto, el mandato no es meramente otro que el erotismo, es su negación, porque no puede cohabitar con él. La mera alteridad no se constituye en negación si y sólo si los términos diferenciados pueden coexistir. Cuando uno de ellos es infinito, excluye al otro, negándolo.
[23] Adorno, T.W.: Dialéctica negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002, pág. 186: “En la dimensión del gusto y disgusto se introduce en ellos lo corpóreo (…) La componente somática recuerda al conocimiento que el dolor no debe ser”.
[24] Adorno, T.W., op. cit., pág. 11.
[25] Adorno, T.W., op. cit., págs. 18 y 19.
[26] Adorno, T.W., op. cit., págs. 151 y 152.
[27] “Mítico es lo siempre igual”, Adorno, T.W., op. cit., pág 56. Desmitologizar el concepto significa mostrar que depende de lo que él mismo no es, el objeto, lo que deshace su identidad total consigo.
[28] Adorno, T.W., op. cit., pág. 17.
[29] Adorno, T.W., op. cit., págs. 18 y 19.
[30] Adorno, T.W., op. cit., págs. 127 y 128.
[31] Adorno, T.W., op. cit., pág. 54.
[32] Adorno, T.W., op. cit., págs.163 y 164.
[33] Adorno, T.W., op. cit., pág. 169.
[34] El idealismo alemán, tanto en su vertiente trascendental como en la absoluta, es la forma principal de filosofía de la identidad.
[35] Adorno, T.W., op. cit., págs. 30 y 31
[36] Adorno, T.W., op. cit., pág. 28.
[37] Adorno, T.W., op. cit., pág. 26.
[38] Adorno, T.W., op. cit., pág. 16.
[39] Adorno, T.W., op. cit., pág. 11.
[40] Esto se sigue de la primacía del objeto antes explicada. La contradicción, que bajo el pensamiento identitario lo impregna todo, no es una ley originaria del pensamiento, sino de la realidad, porque el pensamiento mismo está mediado por los procesos objetivos. Si el sujeto se enfrenta a sus objetos con hambre conquistadora, esto se debe a que la realidad objetiva de que depende está compuesta antagónicamente. El antagonismo de universal y particular, la contradicción entre el individuo y el proceso social, es una de las notas fundamentales del orden burgués. Este problema, que no es posible desarrollar aquí, se trata en La cuestión judía y en Historia y conciencia de clase (ver bibliografía).
[41] Adorno, T.W., op. cit., pág. 56. Recordemos que, desde Kant hasta Lukács, la materia se refiere a los contenidos objetivos del pensamiento, y la forma a los conceptos.
[42] Adorno, T.W., op. cit., págs. 366 y 367.
[43] Adorno, T.W., op. cit., pág. 368.
[44] Adorno, T.W., op. cit., pág. 365.
[45] Adorno, T.W., op. cit., pág. 187.

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