11.12.07

Soberanía y estatalidad

Facundo Martín

Introducción

Este trabajo se estructura en tres momentos. Primero, pretendemos abordar el concepto de soberanía que desarrolla Karl Schmitt, para leer en él una manifestación cabal de la lógica de la estatalidad. Esto nos permitirá, en un segundo movimiento, mostrar que el concepto de lo político schmittiano está ligado en sus fundamentos a la existencia y el funcionamiento del estado, y del estado como es concebido por la crítica marxista. Hay en el marxismo, con anverso de esta crítica, una concepción de la política y la democracia que mostraremos como radicalmente incompatible con la estatalidad y que desplegaremos a partir de la lectura de La cuestión judía. En tercer lugar, mostraremos que la idea marxista de la democracia debe ser, a su vez, criticada, porque no permite aún concebir una política capaz de acoger en su seno la diferencia entre los hombres. Como veremos, lo político, para Schmitt, radica en la decisión sobre lo excluido en la normalidad jurídica y social. La estructura de esa normalidad, para que el movimiento de exclusión pueda darse, debe ser capaz de mantenerse autónomamente, enfrentándose a los particulares que viven bajo ella como una realidad ajena e impenetrable. Sólo así la decisión política llega a ser una facultad exclusiva del soberano. Lo político así entendido supone, pues, al estado como entidad ordenadora de lo social, pero enajenada a ello, esto es, al estado denunciado en la crítica marxista. Esta crítica es, empero, insuficiente en tanto asocia la superación de la estatalidad con la aparición histórica de un sujeto social absoluto, capaz de absorber toda la realidad en su pura autoproducción, excluyendo en el proceso todo lo diferente, lo que lleva, en un giro dialéctico, a acabar con la propia autonomía subjetiva.

La exterioridad política: el enemigo y el estado de excepción

Los conceptos de la obra schmittiana donde la lógica de lo político se manifiesta son el de estado de excepción (central en Teología política) y el de enemigo (en El concepto de lo “político”). En estos dos conceptos se visibiliza la decisión, capacidad exclusiva y excluyente del soberano. En el estado de excepción la normalidad jurídica se suspende a sí misma ante una situación que amenaza o imposibilita su perpetuación. Con la aparición del enemigo se instaura un conflicto no dirimible por apelación a una norma vigente, porque el enemigo es, precisamente, el que se coloca por fuera de la normativa. En ambos casos, la reproducción de lo jurídico encuentra su límite ante una emergencia que pone en cuestión la posibilidad misma de una resolución normal (regulada por normas instituidas). Se hace entonces necesaria la decisión política soberana. Decretar cuál es el estado de excepción es decidir sobre la naturaleza misma de la normalidad y, por lo tanto, sentar las bases del orden, decidiendo sobre la naturaleza y condiciones de la paz social y la seguridad pública. Señalar quién es el enemigo, a su vez, implica la correlativa determinación del ámbito de identidad fundamental en cuyo seno se dan los conflictos meramente particulares. El enemigo y el estado de excepción dan los límites de la normalidad jurídica. Quien decide sobre la naturaleza de los límites de la normalidad decide, también, sobre la naturaleza del orden social mismo, y en esto radica propiamente la soberanía política.
Expliquemos, primero, la dinámica del estado de excepción, como aparece en Teología política. En la contienda política, todas las partes en lucha aspiran divergentemente al “bien común”. La lucha entre ellas se debe, precisamente, a que cada una aspira a determinar según su manera propia lo común a todas. La prerrogativa del soberano consiste en, frente a las facciones en lucha, “determinar con carácter definitivo qué son el orden y la seguridad pública, cuándo se han violado, etc.”[1]. Un estado normal es aquél donde los conflictos humanos son dirimibles por apelación a normas preexistentes. Cuando impera la normalidad, los conflictos permanecen en el ámbito de lo particular-privado, porque no llegan a poner en cuestión el campo general de normas instituidas que los subsumen. El estado de excepción es, en cambio, aquél en que las normas mismas son puestas en cuestión de conjunto. Cuando emerge lo excepcional, aparece una instancia de lucha humana que no puede resolverse por apelación a normas preestablecidas, porque están suspendidas las condiciones de posibilidad de la vigencia de las normas mismas.
Lo excepcional no se agota, sin embargo, en una mera suspensión fáctica de la normalidad jurídica. Por el contrario, tiene implicancias jurídicamente fundacionales: “Lo excepcional es lo que no se puede subsumir, lo que escapa a toda determinación general, pero, al mismo tiempo, pone al descubierto en toda su pureza el elemento específicamente jurídico, la «decisión»”[2]. De hecho, pero también en cuanto a sus condiciones de validez, ninguna norma podría funcionar en un estado de caos: para que puedan sancionarse y aplicarse regularmente leyes, es preciso que las condiciones sociales de vida sean básicamente homogéneas. El estado de excepción es aquél en que se suspenden y a la vez instauran esas condiciones homogéneas de validez de la ley. En lo excepcional el orden jurídico-estatal se suspende a sí mismo para perpetuarse. Lo que revela el estado de excepción es cierta arbitrariedad o contingencia de la normalidad: ésta puede suspenderse, ser puesta en cuestión. Por eso, se manifiesta allí el “secreto” de toda normalidad: que la sostiene una decisión. La decisión soberana sobre lo excepcional, lo excluido en la normalidad, es correlativamente decisión sobre los fundamentos mismos de la normalidad. Poder decretar el estado de excepción es no sólo poder decidir sobre lo que no altera la paz social, sino también sobre la naturaleza misma de esa paz.
Por otra parte, en El concepto de lo “político”, Schmitt nos dice que “la específica distinción política es (…) la distinción de amigo y enemigo”[3]. El enemigo es el “otro”, el “extranjero”, aquél en relación con el cual son posibles conflictos no decidibles a través de un sistema de normas prefijado. El ámbito de los “amigos”, correlativamente, es aquél de imperio de las normas comunes, donde los conflictos que aparecen pueden resolverse según criterios acordados previamente. Cuando emerge el enemigo, la lucha con él no puede decidirse por una regla previa, porque él es lo que existe como tal más allá de las reglas propias, bajo una forma de vida heterogénea e incompatible. Decidir políticamente, decidir quién es el enemigo, es, pues, decidir cuál es el ámbito de homogeneidad fundamental dentro del que rigen las normas “propias”. La decisión sobre lo excluido en la normalidad comporta la decisión simultánea de los rasgos centrales de la normalidad misma.
¿Qué se sigue de los análisis anteriores? En ambos casos, constatamos que la capacidad soberana es la de decidir sobre lo heterogéneo a la normalidad y, por ende, sobre la naturaleza de la normalidad misma. La normalidad es el contexto general de homogeneidad que hace posible, de hecho y de derecho, que la ley actúe efectivamente. Los conflictos que se dan en el marco de la normalidad son, pues, meramente particulares, porque no amenazan la perpetuación de la legalidad. Los conflictos políticos son, en cambio, aquéllos en los que la legalidad misma es cuestionada y determinada. El concepto de soberanía supone, pues: 1) que existen conflictos “políticos” como opuestos a los conflictos “particulares” o “privados” y 2) que la decisión sobre esa distinción es monopolizada por el soberano. Estos dos puntos permiten comprender la dependencia del concepto de lo político schmittiano para con la estatalidad, como mostraremos a continuación[4].
Expliquemos el punto 1). Decidir quién es el enemigo es decidir qué sujeto social pone en cuestión el orden común de lo público (y qué sujeto no lo hace), o sea, con quién es posible un conflicto que, de darse, no podría resolverse por apelación a las normas vigentes. Del mismo modo, declarar el estado de excepción es estipular que, bajo las condiciones dadas, la paz social está en juego, o sea, que ha emergido un suceso en la sociedad que impugna la validez general de las normas. Dos oposiciones correlativas se dibujan con este pensamiento: la de amigo y el enemigo y la de normal y excepcional. Ambas responden a una lógica común: hay conflictos y problemas particulares, que caen bajo las normas vigentes y pueden resolverse según ellas, y hay conflictos y situaciones donde esas normas mismas, que delimitan el ámbito de lo público, son cuestionadas. Sin la distinción entre lo público y lo privado, entre conflictos privados y conflictos públicos, el concepto de lo político schmittiano carece de sentido.
Vayamos, ahora, al punto 2). La soberanía es el derecho exclusivo a decidir cuáles conflictos ponen en cuestión el orden público. La decisión concierne al caso-límite, a la delimitación no previsible de lo exterior a la ley. A partir de la delimitación de lo excluido, la decisión adquiere un carácter jurídicamente fundacional. Esto se debe a que no se trata de una exclusión normal, como la que toda ley estipula al distinguir los casos admitidos de los prohibidos. Se trata, en cambio, de determinar ante una situación puntual si la legalidad rige normalmente o si está amenazada. Esto implica que hay una condición de posibilidad de la vigencia de la ley, que no puede preverse en leyes determinantes (pues, de emerger la situación de excepción, éstas están cuestionadas). Decidir soberanamente es decidir cuándo esa condición ha dejado de cumplirse. En tal caso la legalidad se suspende a sí misma para perpetuarse. Pueden, entonces, levantarse las garantías constitucionales, decretarse el estado de sitio, movilizarse militarmente a la población, etc. Al decidir sobre lo excepcional y extrínseco al orden mismo de lo jurídico, el soberano decide simultáneamente cuáles son los límites de este orden, cuándo está en vilo y cuando rige con vigor. Por eso su función política es teológica: al decidir sobre el estado de excepción (y también al decidir sobre el enemigo) el soberano se coloca como una instancia en algún punto trascendente a la juridicidad normal, pero capaz de determinar sus condiciones intrínsecas de validez y efectividad. Y esta trascendencia se hace aún más evidente en cuanto el soberano monopoliza la decisión sobre la normalidad, sustrayéndola a los súbditos. A continuación mostraremos, basándonos especialmente en este punto, la profunda implicación entre este concepto de lo político y la naturaleza de la estatalidad tal y como la concibe la crítica marxista.

La crítica marxista del estado y la democracia absoluta

Lo estatal supone, según Marx, que la constitución de lo social se enajena a sus sujetos concretos y aparece como determinada por una instancia alienada a ellos. El estado es una forma organizadora de la existencia social humana, pero que opera sobre ella desde una posición como exterior[5]. Así, el interés privado de cada individuo no se reconoce ni se realiza en la sociedad política, sino que más bien se opone a ella. Cada uno busca, pues, su satisfacción privada en el marco de las reglas comunes impuestas por la estatalidad, pero nunca la alcanza en esas reglas mismas y su constitución. Recuperando la cuestión de la conflictividad, podríamos decir: hay en el plano de la sociedad civil conflictos privados, derivados del choque de intereses egoístas, que se resuelven en el marco de las reglas de juego instituidas estatalmente. Así, el estado es en su realidad social efectiva una institución “religiosa”, porque realiza la comunidad entre los hombres en un plano político abstracto, opuesto a la vida sensible del individuo efectivo: “Los miembros del Estado político son religiosos por el dualismo entre la vida individual y la vida genérica, entre la vida de la sociedad civil y la vida política”[6]. En este punto es posible articular la crítica marxista del estado con la concepción de la soberanía de Schmitt. Para éste, lo político se enfrenta a lo privado como una universalidad exterior y ajena. Primero, porque separa tajantemente lo que cae bajo la normalidad jurídica de lo que la cuestiona (y esto explica las dificultades de esta teoría para dar cuenta de las revoluciones, guerras civiles y demás conflictos políticos que no se dan entre estados sino dentro del estado). Pero esa distinción no basta para mostrar que su pensamiento depende de la estatalidad: puede distinguirse lo que opera bajo la normalidad de lo que la trasciende sin que ésta esté alienada de su sustrato social. Es más bien la soberanía, el monopolio de la decisión sobre la normalidad, lo que supone y manifiesta la alienación estatal del hombre. La soberanía y el estado son posibles únicamente una vez que la determinación de las reglas sociales no pertenece a la sociedad misma, sino que ha sido enajenada a ella por un detentor único.
Schmitt no define, según lo anterior, lo político con prescindencia del estado y de la separación estatal entre lo privado y lo público, sino que supone en su concepto de lo político y de la soberanía, la lógica de la estatalidad. El elemento teológico-político caracteriza al soberano, una vez que el estado se escinde “religiosamente” de su base social, enfrentando el egoísmo de la sociedad civil a la comunidad política.
Para comprender mejor la crítica marxista del estado debemos, ahora, mencionar brevemente la concepción marxista de la democracia, como una forma de organización de la vida humana radicalmente incompatible con la estatalidad. La democracia –la auténtica emancipación humana- es la reducción o reconducción de la objetividad estatal a su sujeto social absoluto: “Toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo”[7]. El demos que llegaría a ser en la democracia, ya no padecería bajo una legalidad extrínseca, sino que habría reconducido a sí la totalidad de la realidad social y podría, por lo tanto, reconocerse acabadamente en ella. El demos sería, pues, autónomo en tanto viviría absolutamente bajo su propia ley y en su propio nombre, sin violentar a ningún otro ni padecerlo. Toda la objetividad estatal, las reglas del juego sociales, serían para el demos un momento de su autodespliegue dinámico. Bajo estas condiciones, el interés individual y el colectivo podrían reconciliarse y la escisión estatal entre lo privado y lo público se superaría en la absorción de todas las instituciones por la sociedad como su sujeto total. La soberanía como monopolio de la decisión sobre lo excluido en la legalidad, el estado mismo como comunidad político-teológica opuesta a la sociedad civil son, entonces, radicalmente incompatibles con la democracia absoluta que Marx propugna.

Más allá de la autonomía

En este punto es necesario realizar un nuevo movimiento reflexivo. Hasta aquí mostramos cómo la crítica marxista del estado puede aplicarse a la doctrina schmittiana de la soberanía. Mostramos, también, la estructura básica de esa crítica y su correlato afirmativo: la aspiración a un sujeto absoluto de la democracia. Pero es preciso emprender, inmediatamente, una ulterior reflexión crítica sobre la crítica marxista misma. Un sujeto social absoluto (aún cuando se lo piense más allá de la estatalidad) no es, creemos, efectivamente existente ni tampoco deseable para el futuro.
Semejante sujeto absoluto supondría, entendemos, una homogeneidad de propósitos y modos de existencia entre los hombres incompatible con su diversidad efectiva. Para que emergiera un sujeto colectivo total por el cual todos los hombres llegaran a reconocerse en las instituciones, la heterogeneidad que los enfrenta en incesantes conflictos debería ser suprimible. Tal cosa va contra todo lo que la experiencia nos enseña. Este obstáculo, de todos modos, puede sortearse, porque la teoría marxista es una teoría crítica, no empírica: no describe lo que existe sino desde el punto de vista de su posible transformación. Queda por verse si es válido afirmar que sería posible, bajo otras condiciones materiales, otra forma de sociabilidad humana por la que se superaría la conflictividad política. Suponemos que semejante comunidad es imposible, cosa que, sin embargo, no discutiremos. Pero también sostenemos que, posible o no, la eliminación de la conflictividad humana es decididamente indeseable.
Si apareciera, sobre la base de la superación de las condiciones presentes, una nueva comunidad humana no conflictiva, no implicaría una abolición del antagonismo estatal entre lo particular y lo público, sino más bien la violencia absoluta de lo colectivo sobre lo particular. Lejos de reconciliar al particular, esto lo forzaría a ajustarse coactivamente a la norma universal. La aspiración a la identidad total que la democracia absoluta supone degeneraría en persecución infinita (e infinitamente insuficiente) de lo heterogéneo. Adorno, en su crítica a Lukács, dijo sobre este punto: “Quienquiera que tenga lo cosificado por el mal radical, quien desee dinamizar todo lo que es en pura actualidad, tiende a la hostilidad contra lo otro, ajeno”[8]. Allí donde la subjetividad pretende apropiarse de la totalidad, se lanza en una carrera desenfrenada contra lo diferente. Esto acaba por generar la sumisión del propio sujeto, que llega, como individuo, a padecer las instituciones en que debería realizarse, porque éstas no toleran ya a lo particular que cae bajo ellas.
No queremos decir, con lo anterior, que la crítica marxista de la alienación estatal no sea válida, de modo que habría que reemplazar simplemente la teoría marxista por otra. Por el contrario, señalamos que la aspiración a un sujeto social absolutamente autónomo, lejos de superar la alienación, garantiza su continuidad. La democracia absoluta aplastaría a los hombres tanto como la separación entre la sociedad política y la sociedad civil. El sujeto que pretende la totalidad es un producto de la alienación institucional, la lleva en sí y la reproduce a donde quiera que opere. Pensar más allá de la alienación estatal nos exige, también, pensar más allá de la democracia absoluta. Repetimos: no buscamos, con estas reflexiones finales, al modo de los conservadores disfrazados de novedad, decretar la “caducidad” de la teoría marxista y legitimar el imperio intolerable del estado. Por el contrario, entendemos que la crítica marxista del estado manifiesta una necesidad interna de auto-reflexión crítica, que le permita pensar y pensarse más allá del sujeto absoluto. El desafío que se impone al materialismo dialéctico frente a la estatalidad y a partir de su autocrítica es el de pensar una democracia que esté ciertamente más allá de la heteronomía estatal, pero también más allá de la autonomía total del sujeto.

[1] Schmitt, Karl, Teología política, P.49.
[2] Ídem.
[3] Schmitt, Karl, El concepto de lo político, p. 23.
[4] Debemos estas ideas a la lectura de Derrida, J., Políticas de la amistad, s/d.
[5] Debemos estas reflexiones a la lectura de Abensour. M., La democracia contra el estado, Bs. As. Colihue, 1998. Ver especialmente los caps. 1, 5, 6 y la Conclusión.
[6] Marx, K, La cuestión judía, Bs. As., Prometeo, 2004, pág. 26.
[7] Marx, Karl, op. cit., pág 39.
[8] Adorno, T.W., Dialéctica negativa, Madrid, Editora Nacional, 2002, Pág 175.

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